jueves, 31 de julio de 2008

La lejana patria de la felicidad

El mar me llega por la nariz y los ojos, siempre
Las valijas de mi casa tienen el olor del mar
Las ojotas, como caracoles, tienen el sabor del mar
La malla huele a esa humedad hermosa también

Hace poco descubrí que no puedo estar sin ver el mar
Desde chico siempre fui feliz en sus orillas
Como cuando armaba castillos
O corría en mi fórmula uno de plástico

Años después conocí a mi amor en la orilla del mar
Era medio china y con el pelo mal cortado apropósito
Después le canté Spinetta y nunca más se fue
El mar me llegó hasta el corazón, siempre.

sábado, 26 de julio de 2008

Resaca

El mundo se termina hoy, seguro
Anoche no pude parar de tomar y hoy no puedo parar de morir
El bar estaba lleno y con mis amigos discutíamos a los gritos
Saltábamos de las minas al fútbol, todo era cuestión de piernas
Después las sillas arriba de la mesa nos fueron rodeando.

La discusión no quedó saldada, la cuenta sí
Me tomé el primer taxi cómplice que me sacó de ahí
En el viaje toda la vida me pasó por la ventanilla mojada
Mi abuela amasando en el mármol y yo que me voy a dormir
Después no recuerdo nada más
El hígado duele, la cabeza duele, la vida duele
El mundo se termina hoy, seguro.

viernes, 25 de julio de 2008

Corbatta, Maradona, Caniggia y…el gol a Sacachispas

Cuando tenía alrededor de 20 años solíamos comer en la casa del padre de mi amigo Claudio, el filósofo de la calle Moliere. Con Martín, Néstor y Pablo nos reuníamos puntualmente a las 22 en la esquina de Carrasco y Juan B. Justo y partíamos en caravana hacia el sábado a la noche.

A la tarde ya habíamos comprado decenas de cerveza y el filósofo había planeado algunas de sus especialidades. La tele prendida en una repetición de un partido de tenis o básquet con el cual se entretenía la madre de Claudio. Iban pasando las cervezas, se acercaba la madrugada y crecían los debates.

Cuál fue el gol que más gritaste en tu vida, disparaba la consigna Claudi. Martín y Pablo se inclinaban por el de Diego a los ingleses. Yo mientras abría otra chela me cagaba de risa, sacaba cuentas y trataba de chicanearlos: “Cuando Maradona hizo ese gol, todavía usábamos chupete nosotros”. Saltaban los gritos por todos lados. El filósofo terciaba y recordaba un gol de Corbatta a no sé quién y no sé en qué año. Poco serio. Mientras tanto su hijo aprovechó para poner unos videosclips desconocidos en MTV.

Para mí por calidad y momento el gol de Caniggia a nuestros primos de Brasil en el Mundial 90 era perfecto. Un equipo criticado por todos, vapuleados por los inventores del samba había sacado pecho gracias a un pase de Maradona para un rubio que, con toda la tranquilidad del mundo, gambeteó al arquero y le hizo un verdadero pase a la red. Hago un pequeño paréntesis para saludar a Alemao, el volante brasileño y amigo del Diego, que lo dejó arrancar con facilidad en esa tarde italiana.

La discusión crecía entre Corbatta, Maradona y Caniggia. Pero Néstor sacó su propio as de la manga: “el gol que más grité en mi vida fue el que le hice a Sacachispas sobre la hora a los 9 años. Es más Cani me lo copió 6 años después”. Estallaron las carcajadas. El filósofo no se acordaba de ese día maravilloso, entonces nuestro amigo pasó a relatarlo otra vez. La previa del sábado estaba en su apogeo.

Pequeño gran héroe

Los sábados cuando jugábamos de visitante mi papá me levantaba temprano. No recuerdo bien la hora pero el desayuno pasaba de largo y le entrábamos a unos bifecitos de lomo en unos sanguchitos que preparaba mi vieja. De ahí directo a la puerta del colegio a esperar el micro. Esa tarde el República del Perú enfrentaba a los pibes de Sacachispas, un rival casi invencible para cualquier equipo, menos para la gloriosa clase 1975.

Muchos años después en los bares y esquinas de Floresta y Villa Luro se recuerdan las hazañas de un grupo de petisos destinados a la gloria. De 5 jugaba mi amigo Martín, un verdadero pulpo en la mitad de la cancha que le pegaba a la pelota más fuerte de lo que lo hace ahora.

Adelante estaban otros dos niños con carita de ángel y pies endemoniados. Yo, claro, me comía el banco todos los partidos pero verlos jugar y tocar la pelota era un lujo. Subimos al micro con mi viejo Cacho, Fernando el chofer me guiña el ojo y me pregunta si estaba preparado para la batalla contra Sacachispas. Le contestó que más o menos, si total yo voy al banco. Tranquilo Néstitor me dijo: “Hoy vas a tener tu chance, acordate”.

En el micro íbamos todos cantando por el Perú como una barrabrava kids. Ahí lo interrumpimos a Néstor en la mesa de Moliere al grito de “barú, barú somos los machos del Perú”, mientras volaban las cervezas de acá para allá. “Esperen que sigo”, nos dijo entusiasmado. El filósofo nos hizo callar y el mejor wing derecho que vi en un potrero de Floresta siguió con su historia.

Primero jugó la categoría 1973 y fue un desastre, perdió por 10 goles. Los de Sacachispas parecían hombres frente a nuestros chicos. Junto a la línea esperaba “La 75”. Martín me miró medio con cara de asustado, se venía una muy fiera. Era una tarde fría de julio y la cancha era pura tierra húmeda, ni una mísera mata de pasto.

Yo estaba sentado en el banco con mis medias caídas, mis Topper Baby negras y las piernas heladas. Cacho al lado mirando el partido callado. Raúl, el técnico también callado. Ibámos 2-2 para sorpresa de todo el público de Sacachispas. En una de esas, Raúl me llama y me dice “vas a entrar por uno de los delanteros. Tranquilo que el partido ya está definido”.

Mi viejo me guiñó el ojo cómplice y ahí fui hacia la tierra con mis medias bajas. Martín me toca la primer pelota y el defensor que medía el doble que yo me sacude un patadón de aquellos en el tobillo. Parece decirme “bienvenido al partido petiso”. Me pego a la raya y recuerdo haber tocado dos pelotas. Un pase hacia atrás a nuestro defensor para que le pegue a las nubes y una tijera a la pelota con piernas incluida al mismo rival que me había sacudido al principio.

El referí, un gordo impresentable con aliento a vino y asado, adicionó un minuto. El empate estaba asegurado. Martín la tiene en un costado contra la raya y le van de atrás con toda la furia, foul. Viene el centro y yo me ubico entre los dos defensores inmensos, sin ninguna esperanza.

Veo venir la pelota embarrada, pesada. El primer defensor apenas la roza me llega y doy un pequeño saltito la peino con mis rulos y veo que el balón hace un globo perfecto y se mete por atrás del arquero. Es un golazo, igualito que el de Cani a Italia pero 6 años antes. Salgo gritando por la línea, mi mejor aliada, en esa me agarra Raúl y me revolea por el aire. Nunca lo vi gritar así, se acercan mis compañeros y hacemos la clásica montaña humana como jugadores profesionales.

Cacho, mi viejo, primero fue a consolar al arquero de Sacachispas que estaba llorando junto al palo. La pelota todavía estaba adentro del arco. Después vino y me dio un abrazo interminable. Así fue.

En Moliere volvieron los gritos. El filósofo seguía defendiendo el gol de Corbatta y Claudio manejaba el control remoto con maestría. Se acercaba la hora de partir hacia el sábado a la noche.

lunes, 21 de julio de 2008

El asalto al kiosco de Natalio

Cuando uno es chico los pasillos y patios del colegio parecen enormes. Alguna vez prueben volver a su colegio de la primaria y verán que la cancha de fútbol que parecía enorme, ahora sólo sirve para jugar un cabeza y que las gradas que parecían del estadio Monumental son apenas un par de escalones.

Con el Cabezón y el Tano recorríamos los pasadizos del colegio República del Perú como si fuéramos Indiana Jones. Podíamos escondernos debajo del escenario del comedor o recorrer un pasillo oscuro al que llamábamos las catacumbas. Por ese pasillo oscuro di mi primer beso, pero eso es otra historia.

En las catacumbas fue donde una tarde de hora libre planeamos el golpe perfecto, la travesura jamás pensada por nadie: el asalto al kiosco de Natalio.

Les cuento, justo al lado de la escuela estaba el local de Natalio y Debora. Era un negocio minúsculo, pero tenía de todo. Desde golosinas y figuritas, hasta trajes de yudo de todos los talles.

Una tarde de primavera esperamos el fin de clases y ejecutamos el plan maestro. Entramos a lo de Nata y mientras el Tano pedía dos plasticolas de colores, con el Cabeza nos mandamos para abajo del mostrador. Ahora, sólo restaba esperar que cierre y abrirle la puerta al Tano.

Teníamos la coartada perfecta para pasar la noche en el local: íbamos a dormir en lo de otro compañero del grado, al cual no le avisamos nada, claro. Natalio no nos había visto y media hora después cerró el local como todos los días, sólo un rato después de la hora de salida de la escuela. Cayó el Tano, le abrimos y empezó nuestra aventura.

Todo estaba oscuro y el pequeño local se abría enorme ante nuestros ojos. Desde los primeros estantes más altos empezaron a caer chorros de colores de las plasticolas, como si fueran cañones. Con sus dotes de tenista, el Cabezón agarró una raqueta de madera que estaba sobre el mostrador y bajó todas los tarritos de un saque.

La cosa se ponía fulera. Parecía que Don Nata tenía todo armado para defender su local a como diera lugar. Avanzamos hacia el fondo del local y recibimos un ataque furioso de los aviones de madera balsa, los mismos que armábamos en la clase de Actividades Prácticas.

Se lanzaban contra nosotros y nos disparaban bolones, unos caramelos horribles que el kiosquero regalaba al primer chico que le abría la ventanita. El Cabezón esta vez no pudo pararlos con la raqueta, pero nos escondimos debajo de unos estantes y logramos despistar a la mini Fuerza Aérea.

Pero la pesadilla continuó. Seguimos por el pasillo hacia la oscuridad total, con rumbo incierto. A la izquierda del pasillo oscuro brillaba una luz. Los tres exploradores nos miramos y, sin hablar, decidimos seguir adelante. Estábamos cerca de descubrir el secreto mejor guardado, cómo hacía Natalio para ser el kiosco mejor provisto del mundo.

Con una pequeña bombita arriba, apareció ante nuestros ojos una caja fuerte de las tradicionales con combinación y todo. Otra vez las miradas y avanti, pero cuando estábamos llegando empiezan a llovernos desde los costados un montón de figuritas redondas de lata con las caricaturas de los jugadores del momento.

A mí me cortó la cara la del Loco Gatti y el cabezón sufrió una herida en la pierna del mismísimo Roberto Pasucci. Ya era demasiado para nosotros, apenas unos aprendices de Indiana Jones.

Mientras intentábamos salir del kiosco maldito nos cortaron el camino tres trajes de yudo que estaban parados frente a nosotros con cinturón negro, pese a que no tenían ni cabeza, ni manos. Se pusieron al costado nuestro y apenas con un gesto nos hicieron huir despavoridos de lo de Nata.

Ya estaba amaneciendo y nos quedamos sentados en la puerta del Perú a esperar que sea la hora de entrar. Al rato llega Natalio con su Renault 12 azul y abre su kiosco maldito. Todo estaba en orden y el buen hombre nos ofreció un bolón si le abríamos la ventana. Nos negamos rotundamente y con el Cabezón y el Tano nunca más hablamos del tema. El misterio aún continúa vigente por las calles de Floresta.

jueves, 10 de julio de 2008

Todo está guardado en la memoria

Antes de vivir con mi familia disfuncional en la casa de Floresta, tuve otra vida -que en realidad no llegue a vivirla- junto con mi mamá y mi papá en un departamento del coqueto barrio de Palermo, al cual volvería muchos años después.

Tengo algunos recuerdos que quedaron rondando en mi cabeza y cada tanto vuelven disparados desde mi memoria por algún olor, imagen o palabra que abre uno de esos cajones que son igualitos a los del ropero que mi abuela tenía en su pieza de la calle Mercedes. Entonces me pongo a viajar, salgo por cualquier ventana y vuelo como un fantasma en busca del pasado que ya fue.

Cuando yo tenía unos 9 años, uno de los novios de mi vieja, en su intento de recrear una familia ideal nos llevó al autocine a ver la primera de Rambo, un veterano de Vietnam que se volvía loco y mataba solo a todo un ejército de policías. Estábamos en su BMW color rojo.

En un instante, me transformé en el fantasma volador y me trasladé a un Renault 12, también rojo. Yo era casi un bebé y mientras dormitaba en el asiento de atrás del auto tapado por una frazada también roja, veía en una pantalla gigante como una mujer intentaba salir de un encierro y era golpeada por policías. Todo un signo de aquellos tiempos, pero eso todavía no lo sabía.

Otra vez, yo tenía unos 6 años y mi vieja insistía con presentarme a sus novios. Esta vez, un descendiente de alemanes nos llevó a navegar por el Tigre. Yo estaba en la cubierta mirando el río, las lanchas, los remeros que pasaban por el costado y los árboles que eran como los del bosque de Alicia, esos que hablaban.

En un momento, aparezco en la parte de adelante de la lancha y veo a mi vieja abrazada con el hombre rubio. Otra vez el flash, y vuelo hacia lo que ya fue. Desde el aire me veo con menos de 2 años tambaleándome y abrazando a mis viejos, mientras ellos se besaban. Es la única imagen que tiene mi cerebro, y mi corazón, de ellos juntos.

Después de la separación, caímos en la casa de Floresta y mi vieja no volvió a pisar el departamento de Palermo. Todo indica que aún nos perseguían esos mismos hombres malos que habían echado a mi viejo de Argentina. Eran también fantasmas, pero de los malos.

Recién unos 20 años después, mi vieja pudo volver a Palermo y así dejamos la casa de Floresta para siempre. La primera vez que entré al departamento del décimo piso todo me resultó conocido. El olor del pasillo, la puerta bordó, el piso de madera y la cocina larga y luminosa. Mi pieza estaba intacta, sólo le faltaba la cuna, creo. Estaban los mismos sillones de mimbre y los almohadones de esa tela que pincha

Pero de nuevo, salgo al pasillo y en el cuartito que hay para tirar la basura, que está frente al ascensor, un olor me transforma en ese fantasma volador. Ahí estaba la compuerta del incinerador, pero 20 años antes. Yo apenas caminaba y a través de la puerta entornada estaba mi vieja tirando decenas de libros por esa compuerta, mientras lloraba, como nunca la había visto hasta ese momento.

Esa misma noche, con mi mamá llenamos dos valijas de cuero con ropa, algunos juguetes en un bolsito y nos fuimos hacia la casa de Floresta. Una nueva vida empezaba, pese a la oscuridad.

miércoles, 9 de julio de 2008

Viaje insólito por el interior de Alicia

Los domingos solía levantarme temprano. Como en la tele no había demasiado para ver, armaba mis propias películas con los muñequitos de las Guerras de las Galaxias, a los que se agregaba un Robin sin Batman y un Temerario vestido a lo Rambo. Juntos peleaban para defender la Tierra del ataque de los marcianos.

Un domingo, mi vieja empezó con el operativo “este domingo tenés una salida”. Pelo con raya al costado, bermuda, camisa nueva y las botanguitas que tanto me hacían doler los pies. Al rato, luego del fondo blanco de leche, llega mi tía y mi prima, que vivían sobre el pasaje Jacarandá, también, vestidas para lo que parecía una gran ocasión.

Arrancamos por Mercedes para el lado de Juan B. Justo, una de las fronteras que todavía, a mis 8 años, sólo cruzaba acompañado. Tomamos el 34 color azul y con mi prima jugamos a ver quien veía más autos amarillos. Llegamos a destino, era el mismo lugar dónde mi abuela Taca solía llevarme a ver vacas y caballos durante las vacaciones de invierno. Había una larga cola que giraba dentro del lugar. Mucho años después me enteré que era La Rural.

Pasamos toda la mañana y la tarde avanzando a paso de tortuga para llegar a ver “algo” que en ese momento todavía no entendía bien que era. Mi tía sacaba unos panchos maravillosos de su galera-termo con agua caliente. Con mi prima le mandábamos savora y adentro. De otro recipiente venía un jugo que mantenía el frío pese al tiempo. Cada tanto íbamos hasta un galpón a llamar por teléfono para avisar que faltaba, que todavía no habíamos llegado al final del viaje.

Caía la noche sobre la rural, a mí las botanguitas ya me apretaban demasiado y estaba a punto de tirar la estrategia del llanto que me devuelva a mi casa de Floresta de una vez por todas. Pero en eso, ante mí aparece la protagonista principal de este viaje: la muñeca Alicia. La aventura estaba por comenzar.

Aunque parezca surrealista, la enorme Alicia nos esperaba acostada con la boca abierta, vestida con un blue jean y una camisa roja, muy estilo setentas. Pisamos su lengua, mientras en los costados mirábamos sus labios y algunas muelas cariadas. Mi prima abría los ojos como dos aceitunas negras y yo todavía hoy recuerdo la extraña sensación de pisar una lengua.

Yo era una miniatura, me había tomado la pastilla de chiquitolina, tenía el mismo tamaño que mi muñequito favorito Luke Skywalker, y me estaba metiendo en el cuerpo de Alicia. Pasamos por la garganta y tuvimos que agacharnos para no chocarnos con la campanilla.

Seguimos bajando por un pasillo, que creo que era el esófago y llegamos a un gran espacio que tenía un piso parecido a la lengua: era el estómago. Desde ahí vimos el hígado a un costado y arriba el corazón latiendo con fuerza. ¿Alicia estaría enamorada? Por el costado pasaban las venas y arterias como cables de luz.

La última sorpresa fue que nuestra nueva amiga estaba embarazada. Pasamos cerca de su bebé que flotaba en el agua con los ojitos cerrados y era mucho más enorme que yo, lo que avalaba mi teoría que con el jugo de mi tía venía incorporada la pastillita del Chapulín Colorado.

Dimos varias vueltas por el intestino y, finalmente, Alicia, nos echó de su cuerpo como si fuéramos mierda. Se había terminado la amistad parece. Yo volví a mi tamaño normal, caminamos por Santa Fe a buscar el 34 que nos lleve de nuevo a casa.

Del viaje no recuerdo nada, me debo haber dormido. Esa noche me acosté muy tarde y soñé que por adentro de mi cuerpo caminaba gente extraña. Por suerte esa mañana evacué todos mis problemas en el baño.