Mirarse en el espejo resulta ser un acto reflejo. Las primeras veces lo hacía cuando mi abuelo jugaba a afeitarme con su máquina eléctrica philipshave. También, para esa misma época, solía quedarme horas viendo como mi vieja se cargaba los ojos de pintura.
Muchos años después, sólo me reflejaba cuando los sábados a la noche intentaba que la remera me calce justo para “romper la noche”.
Hoy, pasados ya los 30, me levanté con el hígado duro como una piedra. Volví a a enfrentar al espejo después de muchos años. Acerqué mi cara, casi la pego al vidrio. ¿Soy otro? Me veo los ojos hundidos, la frente más ancha y la papada creciendo debajo de la cara. Me alejo un poco y me noto, no gordo, sino más ancho en general desde los pectorales hasta las piernas.
Cuando era un nene a veces me ponía a imaginar como sería de adulto. Me veía en traje y aburrido. El chico que era se cagaría de risa del hombre que soy. Hasta a veces me descubro repitiendo los mismos chistes que a los 18, pero ya no tienen el mismo resultado.
Pese a todo, caí en la cuenta que ya se me terminó el primer tiempo del juego de la vida. A lo que queda, llego más cansado y con el objetivo de sacar un empate honroso antes de partir. En este día de hígado endurecido y espejos rotos, sólo los sueños resultan ser una droga, un aliciente.
viernes, 19 de junio de 2009
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