La pareja camina por la angosta rambla que separa la ciudad de la playa. Es pleno invierno y el silencio lo cubre todo con un manto gris. Si pasara rodando un fardo de pasto rumbo al mar a nadie le extrañaría. Pero acá, en Gesell, no hay vaqueros y ya quedan pocos caballos.
Cruzan las maderas y comienzan a grabar la arena con sus zapatillas nuevas. Llegan hasta el mar, también gris, pero con espuma. Van hacia el bosque en busca de reparo y de más silencio. Esquivan las olas que van dejando huellas, nunca en el mismo lugar.
La arena está virgen y las gaviotas por fin visitan las playas del centro. Desde la orilla los edificios parecen barcos viejos, abandonados, encallados en un puerto que ya nadie visita. Están despintados y vacíos, abandonados.
Pero en un instante, con el viento que les pega fuerte en la cara y los moja, desaparece el puerto. Sólo quedan árboles y medanos, en una conjunción casi perfecta. Un paisaje parecido al que soñó el fundador de la ciudad.
La pareja vuelve a traspasar la frontera, pero esta vez entre la playa y el bosque oscuro. Todo se torna marrón. Caminan, parecen potrillos que conocen la vuelta a casa de memoria. Se sientan en el tronco y sacan la petaca del escondite.
Ella es morocha y de ojos achinados, usa un pullover muy grueso y una campera que le queda inmensa. Acá en invierno no hay muchas modas para seguir, se resigna. Se la ve nerviosa como a punto de hacer la confesión de su vida. Enciende un cigarrillo, se le cae, putea fuerte. Prende otro, parece que estuviera actuando de “mujer nerviosa”.
Él recién ahora apagó su mp3, lo llevaba en una oreja de fondo con un disco del Flaco Spinetta, tampoco las nuevas olas del rock importan en Gesell. Se sacude su pantalón deportivo, la arena se pega en todos lados con el viento, se saca el gorro se lo pone a su amor y la besa dispuesto a escucharla.
jueves, 30 de julio de 2009
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