jueves, 22 de mayo de 2008

¿Qué son esas siluetas que me persiguen?

A los 8 años, yo ya recorría el barrio con total libertad. Mi único límite era el cruce de la avenida Juan B. Justo. Pero con la bici, por la vereda, ya llegaba hasta el campito y a la casa de mi prima para probar los patines de ruedas naranjas a toda velocidad por el pasaje Jacarandá. Esas calles ya eran mías. Las caminaba con mis primeros amigos: el Cabezón y el Tano, ya los conocen. Más adelante, extendí mis fronteras y cambié algunos amigos, pero eso ya es otra historia.

Una mañana de sábado de mucho calor, la aspiradora de mi tía no me dejaba seguir lo que decía el predicador de Club 700, Entonces, agarré mi pelota pulpo y me fui a patear contra el portón verde del corralón. Empecé con la clásica pared y mano a mano frente al arquero imaginario. De fondo relataba un partido como los que escuchaba con mi abuelo los fines de semana por la tarde con la radio Tonomac negra.

En un momento fallé uno de mis disparos al arco, la derecha no era mi fuerte. La pulpo se alejó contra el costado del Corralón hacia la casa del vecino, el que tenía el Torino gris. En la pared verde, habían pintado a dos personas sin cara y tomados de la mano. Pasé, miré y agarré la pelota. Algo quedó flotando en mi mente, era como si hubiese revelado un secreto, algo peligroso.

Esos muñecos aparecían por todos lados. Conté más de cinco parejitas en las paredes, mientras mi vieja me llevaba al colegio a puro zigzag. Yo sentía que las pintaban para mí, que me miraban y me seguían, pese a no tener ni ojos, ni boca, ni nariz.

Después vi los dibujos cerca de la casa de mi prima en el pasaje Jacarandá y tampoco le dije nada. También estaban en los paredones que cercaron el campito, antes de que el lugar dónde aprendí a andar en bici se transformara en un centro deportivo rodeado de rejas.

Las siluetas estaban dentro de mi cabeza. Una noche, después de ver un programa en la tele que me daba miedo, ese que presentaba la vieja en silla de ruedas, soñé con el patio del recreo del jardín de infantes y las siluetas jugaban a la ronda entre el tobogán de plástico y la trepadora. Estaban agarradas de la mano y tomaban alta velocidad. Iban cayendo de a una y desaparecían. Me desperté sobresaltado, mojado y a los gritos. Pero nadie se enteró.

Los dibujos seguían apareciendo por toda Floresta y volvían en mis sueños a jugar a la ronda y desaparecer. Una noche, hacía frío, mi vieja volvía de trabajar de la escuela, tenía cara de cansada, entró a mi pieza y me lancé a sus brazos.

Me largué a llorar, el olor a madre me hizo largar todo. “¿Qué son esas siluetas de las paredes?”, pregunté con los ojos colorados. Mi vieja me miró resignada: “Están protestando contra los militares” y se fue por el pasillo rumbo a su pieza. Se estaba terminando la noche de la dictadura.

miércoles, 21 de mayo de 2008

El circo y la risa del abuelo

A un par de cuadras de mi casa de Floresta había dos enormes descampados. Con el Cabezón y el Tano lo usábamos para jugar al fútbol. Armábamos un arco entre un árbol y un buzo o un par de piedras. Jugábamos un “metegol va al arco” y siempre se armaban discusiones cuando la pelota tocaba el palo menos imponente. ¿Si toca el buzo es palo o es palo y gol?, la duda aún me persigue más de 20 años después.

En el mismo campito yo aprendí a pedalear sin rueditas en una bici colorada de esas que se plegaban. La mini moto de tracción a sangre fue uno de los regalos que me mandaba mi viejo desde la clandestinidad. Después llegaron un jueguito electrónico y un súper Atari que me dejaron los ojos colorados por varias semanas de intentar sobrepasar mis récords. Clásicos regalos para nenes solos.

Volviendo a la bici roja, mi vieja me empujaba de atrás para darme envión y yo salía a toda velocidad. Tengo en mi mente clara la cara de emoción al sentir la velocidad que había agarrado. El flequillo se me volaba para atrás como a Mr Moto, el ídolo de Titanes en el Ring, el de la toma manubrio.

El problema que tuve, mientras recorría el campito a toda velocidad, era cómo frenar al bólido rojo. La primera vez fue contra el mismo árbol que usaba de arco con el Cabezón y el Tano. La segunda, usé mis botanguitas nuevas contra la tierra. Sólo meses después conocí lo que era el freno de la bicicleta y todo anduvo mejor.

El mismo año que aprendí a andar en bici, un sábado frío de invierno, mi abuelo se jugó y me dijo que tenía una sorpresa para mí. “Vamos al campito, pero vestite bien y no lleves la bici”. Mi vieja me corrió el flequillo y me hizo una raya al costado que duró lo que tardé en mover dos veces la cabeza. Ahí fui de la mano de mi abuelo. En cada cuadra yo jugaba a que me escondía atrás de un árbol y veía alejarse al viejo. Cuando llegaba a la esquina me pegaba un grito y yo salía corriendo. A esa altura ya estaba de nuevo con mi flequillo y las botanguitas llenas de tierra.

Llegamos al campito y se escuchaban quejas de elefantes y tigres. Yo me sentía parte de la troupe de la serie Daktari. El circo no me gustó: los payasos no me hicieron reír, hasta me dieron un poco de miedo, no le creí al domador, ni tampoco me emocionaron los malabaristas. Sólo quería que termine todo lo más rápido posible. Eso sí, lo que sí me sorprendió es ver disfrutar a mi abuelo como casi nunca lo había visto. En ese momento, me sentí cerca de él.

El mismo payaso triste y mal pintado que me daba terror, al viejo lo hacía llorar pero de la risa. Usaba sus dos manos enormes para aplaudir cada acto y luego me acariciaba la cabeza con toda esa enorme manopla áspera. Yo lo veía ponerse tenso en una prueba de los equilibristas y, también, cuando las motos recorrieron el círculo de la muerte a menor velocidad que el Mr Moto de Floresta con su bici roja. Y después, nuevos aplausos. Las manos se le ponían rojas.

Mi abuelo insistió con el circo cada invierno. Todos los años la misma ceremonia: la sorpresa en el campito, la raya al medio, la caminata por la calle Mercedes y la carpa con olor a zoológico. La risa del abuelo era la mayor atracción del show, y yo su pretexto para que el viejo vuelva a su propia infancia.

jueves, 8 de mayo de 2008

El día que Banderín perdió la final

Aprendí a jugar al fútbol solo, usando de arco el portón verde del corralón que estaba pegado a mi casa. Ubicaba la pelota en un punto penal imaginario, en el arco estaba el Pato Fiyol, que a veces adivinaba y me la atajaba, pero otras se tiraba para el otro lado y el placer era total. Salía a gritar el gol hacia el balcón de mi casa, mi vieja se cagaba de risa desde la ventana del comedor.

Otras veces armaba jugadas entre el árbol y la pared hasta enfrentar mano a mano a Fiyol. Y gol otra vez.

A mi abuelo, el único hombre de la casa, nunca lo vi patear una pelota. Yo no heredé mi humilde zurda de él, pero sí el disfrute de ver partidos en canchitas de barrio. De muy chico me llevaba los sábados a la tarde a ver a Banderín. La cancha estaba en un descampado a una cuadra del estadio de All Boys. Nos poníamos atrás de un arco y con la tierra que se levantaba apenas se veía el otro lado de la cancha.

Banderín usaba una remera verde gastada y medias del mismo color. Los desafíos eran a muerte. Una tarde, recuerdo gritos e insultos al referí y un gol que le hicieron a nuestro equipo. Antes de terminar el partido, mi abuelo me agarró fuerte del brazo –la mano del viejo era la más grande del mundo- y me sacó corriendo cuando empezaron los primeros forcejeos en medio de la tierra. En la esquina, sobre la calle Mercedes, el patrullero Ford Falcón se ponía en acción.

Un par de años después, cuando no conseguíamos una pelota decente para jugar, con el Cabezón nos íbamos a ver a Banderín. Dos equipos con camiseta, un referí, arcos con red, para nosotros eso era fútbol de primera división. Nunca supe en que campeonato jugaba mi equipo, pero recuerdo una especie de final contra otro grupo de camiseta a rayas negras y blancas, los malos de esta película.

Mi abuelo ya no estaba para alentar, pero yo no iba a faltar. En Banderín jugaba mi vecino, Jaime. Un hombre muy simpático que cuando me veía jugar en la vereda intentaba enseñarme a hacer jueguito con la pulpo de goma. Misión imposible.

El hombre jugaba de 10, en esa época todavía los números indicaban las posiciones en la cancha. La camiseta número 10 para mí es la más linda de todas y eso que en aquella época yo aún no conocía al Diego. En los verdes también jugaba de defensor el padre de los polacos, mis enemigos del pasaje Haití. Pero bueno, en ésta estábamos unidos.

Ese sábado de la final, agarramos por Mercedes con el Cabezón y caminamos en procesión hacia el potrero de Banderín. Al lado nuestro iba el almacenero Don Santiago, el dueño del Torino y, hasta la vieja, que me pinchó varias pelotas, esta vez estaba de nuestro lado. La cancha estaba rodeada de vecinos. Estaba hasta el heladero que iba a la puerta de mi escuela, un gordo de bigotes negros, que usaba una casaca blanca de Frigor todo el día.

Y empezó el partido. Los malos de esta historia fueron una tromba durante todo el primer tiempo. Tenían un número 9 que pesaba como 100 kilos, o eso me parecía a mi. El gordo hizo dos goles y el padre de los polacos no lo podía parar de ninguna manera.

Yo estaba atrás del arco, como siempre, y en un córner se me acerca Jaime me guiña el ojo y me dice: “Está difícil la cosa”. Yo sufría, pensaba que en la vereda de mi casa yo le ganaba los duelos al mismísimo Fiyol. Pero esta era otra historia.

En el segundo tiempo las cosas no mejoraron. El tanque de los rivales siguió parando todos los balazos que le tiraba el arquero desde la lejanía del arco contrario. Jaime usaba unos botines negros increíbles, nuevos, pero esa tarde apenas tuvo un tiro libre que se fue un metro por arriba del travesaño. El partido terminó 0-3, pero muchos vecinos se habían ido retirando de a poco. Cuando el referí estiró los brazos al cielo quedaban apenas 10 personas.

Yo me volví con el Cabezón y Jaime, que llevaba un bolso violeta al hombro, nadie dijo nada. El sol se escondía al costado entre los pasajes que rodean la canchita de Banderín. Cuando llegué a mi casa, armé la revancha con los muñequitos de la Guerra de las Galaxias. Han Solo, Luke y Leia se jugaron un partidazo.