A los 8 años, yo ya recorría el barrio con total libertad. Mi único límite era el cruce de la avenida Juan B. Justo. Pero con la bici, por la vereda, ya llegaba hasta el campito y a la casa de mi prima para probar los patines de ruedas naranjas a toda velocidad por el pasaje Jacarandá. Esas calles ya eran mías. Las caminaba con mis primeros amigos: el Cabezón y el Tano, ya los conocen. Más adelante, extendí mis fronteras y cambié algunos amigos, pero eso ya es otra historia.
Una mañana de sábado de mucho calor, la aspiradora de mi tía no me dejaba seguir lo que decía el predicador de Club 700, Entonces, agarré mi pelota pulpo y me fui a patear contra el portón verde del corralón. Empecé con la clásica pared y mano a mano frente al arquero imaginario. De fondo relataba un partido como los que escuchaba con mi abuelo los fines de semana por la tarde con la radio Tonomac negra.
En un momento fallé uno de mis disparos al arco, la derecha no era mi fuerte. La pulpo se alejó contra el costado del Corralón hacia la casa del vecino, el que tenía el Torino gris. En la pared verde, habían pintado a dos personas sin cara y tomados de la mano. Pasé, miré y agarré la pelota. Algo quedó flotando en mi mente, era como si hubiese revelado un secreto, algo peligroso.
Esos muñecos aparecían por todos lados. Conté más de cinco parejitas en las paredes, mientras mi vieja me llevaba al colegio a puro zigzag. Yo sentía que las pintaban para mí, que me miraban y me seguían, pese a no tener ni ojos, ni boca, ni nariz.
Después vi los dibujos cerca de la casa de mi prima en el pasaje Jacarandá y tampoco le dije nada. También estaban en los paredones que cercaron el campito, antes de que el lugar dónde aprendí a andar en bici se transformara en un centro deportivo rodeado de rejas.
Las siluetas estaban dentro de mi cabeza. Una noche, después de ver un programa en la tele que me daba miedo, ese que presentaba la vieja en silla de ruedas, soñé con el patio del recreo del jardín de infantes y las siluetas jugaban a la ronda entre el tobogán de plástico y la trepadora. Estaban agarradas de la mano y tomaban alta velocidad. Iban cayendo de a una y desaparecían. Me desperté sobresaltado, mojado y a los gritos. Pero nadie se enteró.
Los dibujos seguían apareciendo por toda Floresta y volvían en mis sueños a jugar a la ronda y desaparecer. Una noche, hacía frío, mi vieja volvía de trabajar de la escuela, tenía cara de cansada, entró a mi pieza y me lancé a sus brazos.
Me largué a llorar, el olor a madre me hizo largar todo. “¿Qué son esas siluetas de las paredes?”, pregunté con los ojos colorados. Mi vieja me miró resignada: “Están protestando contra los militares” y se fue por el pasillo rumbo a su pieza. Se estaba terminando la noche de la dictadura.
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2 comentarios:
Hola Caminante, me gustaron mucho tus textos, todos, me ayudaron a recordar mil cosas con mis hijos, que supongo tendrán tu edad, ya que también fueron niños durante la dictadura. Pero este relato, en particular me emocionó mucho. Infinidad de veces, sentí que los compañeros que perdí, son siluetas, sombras que me acompañan, que nos acompañan, y es esa mirada, la de los que nos miran desde algún lugar que no conocemos, la que muchas veces me dio el impulso para seguir un poco más. Esa mirada la que todos los dias nos obliga a renovar el compromiso de pensar en un país más digno y justo para todos. Un placer leerte, gracias por tantos recuerdos. Un abrazo fuerte. Magda.
Así es Magda. La historia nos atraviesa, no pide permiso y determina nuestras vidas para siempre. La memoria nos ayuda a construir el futuro, creo. Abrazo.
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