jueves, 8 de mayo de 2008

El día que Banderín perdió la final

Aprendí a jugar al fútbol solo, usando de arco el portón verde del corralón que estaba pegado a mi casa. Ubicaba la pelota en un punto penal imaginario, en el arco estaba el Pato Fiyol, que a veces adivinaba y me la atajaba, pero otras se tiraba para el otro lado y el placer era total. Salía a gritar el gol hacia el balcón de mi casa, mi vieja se cagaba de risa desde la ventana del comedor.

Otras veces armaba jugadas entre el árbol y la pared hasta enfrentar mano a mano a Fiyol. Y gol otra vez.

A mi abuelo, el único hombre de la casa, nunca lo vi patear una pelota. Yo no heredé mi humilde zurda de él, pero sí el disfrute de ver partidos en canchitas de barrio. De muy chico me llevaba los sábados a la tarde a ver a Banderín. La cancha estaba en un descampado a una cuadra del estadio de All Boys. Nos poníamos atrás de un arco y con la tierra que se levantaba apenas se veía el otro lado de la cancha.

Banderín usaba una remera verde gastada y medias del mismo color. Los desafíos eran a muerte. Una tarde, recuerdo gritos e insultos al referí y un gol que le hicieron a nuestro equipo. Antes de terminar el partido, mi abuelo me agarró fuerte del brazo –la mano del viejo era la más grande del mundo- y me sacó corriendo cuando empezaron los primeros forcejeos en medio de la tierra. En la esquina, sobre la calle Mercedes, el patrullero Ford Falcón se ponía en acción.

Un par de años después, cuando no conseguíamos una pelota decente para jugar, con el Cabezón nos íbamos a ver a Banderín. Dos equipos con camiseta, un referí, arcos con red, para nosotros eso era fútbol de primera división. Nunca supe en que campeonato jugaba mi equipo, pero recuerdo una especie de final contra otro grupo de camiseta a rayas negras y blancas, los malos de esta película.

Mi abuelo ya no estaba para alentar, pero yo no iba a faltar. En Banderín jugaba mi vecino, Jaime. Un hombre muy simpático que cuando me veía jugar en la vereda intentaba enseñarme a hacer jueguito con la pulpo de goma. Misión imposible.

El hombre jugaba de 10, en esa época todavía los números indicaban las posiciones en la cancha. La camiseta número 10 para mí es la más linda de todas y eso que en aquella época yo aún no conocía al Diego. En los verdes también jugaba de defensor el padre de los polacos, mis enemigos del pasaje Haití. Pero bueno, en ésta estábamos unidos.

Ese sábado de la final, agarramos por Mercedes con el Cabezón y caminamos en procesión hacia el potrero de Banderín. Al lado nuestro iba el almacenero Don Santiago, el dueño del Torino y, hasta la vieja, que me pinchó varias pelotas, esta vez estaba de nuestro lado. La cancha estaba rodeada de vecinos. Estaba hasta el heladero que iba a la puerta de mi escuela, un gordo de bigotes negros, que usaba una casaca blanca de Frigor todo el día.

Y empezó el partido. Los malos de esta historia fueron una tromba durante todo el primer tiempo. Tenían un número 9 que pesaba como 100 kilos, o eso me parecía a mi. El gordo hizo dos goles y el padre de los polacos no lo podía parar de ninguna manera.

Yo estaba atrás del arco, como siempre, y en un córner se me acerca Jaime me guiña el ojo y me dice: “Está difícil la cosa”. Yo sufría, pensaba que en la vereda de mi casa yo le ganaba los duelos al mismísimo Fiyol. Pero esta era otra historia.

En el segundo tiempo las cosas no mejoraron. El tanque de los rivales siguió parando todos los balazos que le tiraba el arquero desde la lejanía del arco contrario. Jaime usaba unos botines negros increíbles, nuevos, pero esa tarde apenas tuvo un tiro libre que se fue un metro por arriba del travesaño. El partido terminó 0-3, pero muchos vecinos se habían ido retirando de a poco. Cuando el referí estiró los brazos al cielo quedaban apenas 10 personas.

Yo me volví con el Cabezón y Jaime, que llevaba un bolso violeta al hombro, nadie dijo nada. El sol se escondía al costado entre los pasajes que rodean la canchita de Banderín. Cuando llegué a mi casa, armé la revancha con los muñequitos de la Guerra de las Galaxias. Han Solo, Luke y Leia se jugaron un partidazo.

1 comentario:

Nahuel dijo...

Lindo relato.

No dejes de llevarnos a recorrer tu barrio, y los recuerdos que ahí se esconden.

Abrazo de gol