martes, 5 de agosto de 2008

El canillita gurú del Gallo desplumado

Cuando uno tiene 15 años siente que el alcohol y los bares son la puerta de entrada al mundo de los adultos. Con mis amigos frecuentábamos dos tugurios en el barrio de floresta: el Asgard en la avenida Rivadavia y El gallo desplumado en la esquina de Juan B. Justo y Carrasco.

Los dos bares eran refugio de tacheros, tenían en la puerta un canillita y una luz muy tenue amarillenta. En las temporadas de fiesta de 15 solíamos recalar en uno u otro puerto, depende la ocasión, para calentar el alma con un café con leche y hablar sobre nuestros fracasos en los primeros intentos de conquistas.

Otros sábados con los pibes rumbeábamos para el centro. Comíamos una Ugis en plena Avenida 9 de Julio bajo la luz del Obelisco y nos revelábamos todos nuestros secretos, esos que van afianzando las amistades hasta hacerlas indestructibles.

Después con la panza llena, jugábamos unos flippers y volvíamos en el 99 a recalar en el puerto del Gallo desplumado. La tele de fondo con alguna pelea de Canal 9, un par de birras con maní y las charlas que no se terminan nunca.

Una tarde de verano, con Claudio, Martín, Néstor y Pablo nos juntamos en nuestra esquina para algún desafío futbolero. Vengo caminando por la avenida con mis topper grises de tierra y la mente puesta en el match difícil que se avecinaba. De golpe levantó la vista y veo la mismísima Sarajevo en la esquina de Juan B. Justo y Carrasco. El Gallo desplumado ya era historia.

Sólo quedaba el canillita de la puerta, el viejo Gallego de cejas anchas que vendía la sexta de la Crónica todos los días en forma religiosa. Pasaron los años y el señor se paraba en la puerta de la concesionaria, la misma que era antes del bar, y ofrecía sus “papeles con tinta”.

Nosotros seguimos usando esa esquina como punto de reunión para partir rumbo a la noche. El tipo parecía que estaba todo el día parado en esa esquina esperando la vuelta del Gallo desplumado. Una noche me alertó sobre que se venía el fin del mundo: “Ojo pibe que se están derritiendo los polos y el agua va a borrar del mapa Buenos Aires”.

Otra tardecita, con su porta diarios colgando del hombro, le confesó a Néstor y Martín que nos íbamos a derretir. “Es por la tala de la selva brasileña”, mientras arqueaba sus cejas peludas. Y ese verano Floresta fue un verdadero horno de spiedo.

Todos los sábados, en procesión, desde los 4 puntos cardinales llegábamos a esa esquina de Floresta a esperar la nueva premonición del gurú. Nunca lo vimos vender un solo diario.

Un fin de semana de diciembre, de esos que empiezan el jueves y parece que no van a terminar nunca, llegamos puntuales a nuestra esquina, a las diez de la noche. La luna llena brillaba y hacia resaltar los ojos cansados del Gallego, eran como dos huevos duros. Nos miró desde el escaloncito de la concesionaria, lo único que había quedado del Gallo desplumado, y nos dijo: “Muchachos ya están grandes, a ustedes los conozco desde cuando venían al bar de pibes. Tengan cuidado que la mano viene pesada con el tema del tráfico de órganos”.

Nosotros lo miramos medio con lástima. Esa cosa que a veces tienen los jóvenes de llevarse el maldito mundo por delante. Lo palmeamos y nos fuimos hacia la noche. Atrás quedaba el Gallego, sus diarios y los bares.

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