Soy hijo único y crecí rodeado de adultos en una familia de las llamadas disfuncional. En la casa de Mercedes viví con mi mamá, mi abuela, mi abuelo y mi tía. Ustedes ya saben, “los grandes” se cansan rápido de jugar con los chicos y, además, manejan otro idioma y su imaginación es limitada por el paso de los años y los golpes de la vida.
Sin embargo, mi abuelo se esforzaba por llevarme a la plaza. Igual, no recuerdo que intente enseñarme a jugar al fútbol. Quizá lo conocí ya cansado y viejo. Yo peloteaba y tiraba paredes contra la pared del corralón de al lado de casa. Intentaba emular a Garcha, el monstruo del pasaje Don Cristóbal.
Mi abuela, pobre, tampoco sabía que hacer conmigo. Por las tardes me llevaba a la pieza de la terraza, dónde estaba su taller de costura. Me daba una tela, botones y a coser. A la vieja le daba el sol sobre la máquina Singer. Nos quedábamos toda la tarde ahí hasta que se iba el sol y venía el frío.
Mis días pasaban, también, con mi “amiga” la tele. Me quedaba horas frente al televisor. Arrancaba con un tipo que gritaba y hacia caminar a los paralíticos por la mañana. Era Club 700 y me paralizaba frente a las historias de ciegos que volvían a ver con sólo un toque en la frente. Seguía con las series del mediodía. Mi favoritas eran el Llanero solitario y el Zorro.
Yo tenía un sombrero de “convoy”, así le decía mi abuela Taca, y una cartuchera sin revolver (el arma se había perdido en alguna visita de mis primos) y mi caballo era un banquito marrón de esos que se hacen escalera. “Aiu Silver”, gritaba y hacía el sonido del galope con mi boca mientras perseguía a ladrones de bancos.
Luego del almuerzo, mi vieja me cortaba la tele. Decía que se recalentaba y podía explotar. Yo imaginaba el tremendo aparato volar por los aires y le hacía caso. Ahí empezaba a armar mis propias historias sobre la alfombra de mi pieza.
Entonces, sin la tele me quedaban los muñequitos de La Guerra de las Galaxias y los hacía participar en miles de películas. Jugaban partidos de fútbol, la princesa Leia iba al arco, y guerras en plena pieza con las sillas y el banquito marrón como naves espaciales. Estaban divididos entre buenos (los humanos) y malos (“los extraterrestres” con Darth Vader a la cabeza). Así fue corriendo la década del 80.
martes, 25 de marzo de 2008
Por favor, no bombardeen Buenos Aires
Todos los jueves acompañaba a mi abuela a la feria de la calle Bahía Blanca. Yo era el encargado de llevar el changuito. A la ida era un fórmula 1, hacía willy en los cordones y hasta jugaba carreras con las señoras que iban adelante en procesión hacia la feria. La vuelta no era tan divertida, el changuito rojo cargado apenas me permitía moverlo.
Taca iba adelante y siempre se robaba alguna plantita que le gustaba de los jardines de los vecinos. Un día un helecho, otro día una lavanda, siempre se llevaba algo para plantar en la casa de la calle Mercedes.
La feria era una especie de circo, pero sin carpa principal. Empezaba por las frutas y verduras. Ahí ya el changuito estaba lleno. Después pasábamos por el paraíso de la quesería. Don Oscar siempre me daba un pedacito de queso o alguna aceitunita. Nunca más volví a comer aceitunas de ese tamaño, se los juro. Al final estaban las pescaderías con un olor tan fuerte que creo que me hizo odiar el pescado para siempre.
Una mañana de otoño, Taca llevó dos changuitos en vez de uno. Los cargó los dos hasta el tope. Mientras volvíamos mis quejas llegaron hasta tal punto que mi abuela confesó su temor: “Lo que pasa es que estamos en guerra con Inglaterra y no sé lo que puede pasar”.
Yo siempre había jugado a la guerra. Usaba el paraguas de mi vieja como rifle, una cantimplora enganchada en el pantalón y el casco rojo de la patineta. Jugaba a ser el sargento Sanders de la serie Combate. Mis objetivos eran la toma del comedor o patrullar la última pieza, donde dormían mi vieja y mi tía. Pero parece que esta vez la cosa iba en serio.
Llegamos a Mercedes con los dos changuitos y mi abuela llenó la parte de arriba de la alacena amarilla de la cocina. La guerra era lejos de Floresta, pero existía la posibilidad de que bombardeen Buenos Aires, eso decían.
En el colegio, yo estaba en segundo grado, me explicaron la importancia estratégica de dos islas en el sur del país. La maestra, llamémosla Marité, nos contó que las Malvinas eran la llave para dominar los océanos Atlántico y Pacífico. Nos pidieron que escribamos cartas para los soldados que estaban peleando. Yo no recuerdo haber escrito nada, pero si llevé chocolates y una bufanda marrón muy larga.
Desde ese momento tengo una especie de laguna. De la guerra no se habló más. Mi abuela fue vaciando la alacena amarilla de a poco. Nunca más usamos dos changuitos para ir a la feria y en el colegio usamos el salón de música para ver los partidos del Mundial 82. Yo empecé a soñar con conseguir en algún lado la figurita de Paolo Rossi, la más difícil del álbum.
Un par de años después en la peluquería de JR, le decíamos así por su parecido al malo de la serie Dinastía, pude ver algunas tapas de la revista GENTE. Yo no entendía muy bien la historia. Se contaba como un partido de fútbol. Parece que íbamos ganando, pero al final perdimos. Y así fue.
Taca iba adelante y siempre se robaba alguna plantita que le gustaba de los jardines de los vecinos. Un día un helecho, otro día una lavanda, siempre se llevaba algo para plantar en la casa de la calle Mercedes.
La feria era una especie de circo, pero sin carpa principal. Empezaba por las frutas y verduras. Ahí ya el changuito estaba lleno. Después pasábamos por el paraíso de la quesería. Don Oscar siempre me daba un pedacito de queso o alguna aceitunita. Nunca más volví a comer aceitunas de ese tamaño, se los juro. Al final estaban las pescaderías con un olor tan fuerte que creo que me hizo odiar el pescado para siempre.
Una mañana de otoño, Taca llevó dos changuitos en vez de uno. Los cargó los dos hasta el tope. Mientras volvíamos mis quejas llegaron hasta tal punto que mi abuela confesó su temor: “Lo que pasa es que estamos en guerra con Inglaterra y no sé lo que puede pasar”.
Yo siempre había jugado a la guerra. Usaba el paraguas de mi vieja como rifle, una cantimplora enganchada en el pantalón y el casco rojo de la patineta. Jugaba a ser el sargento Sanders de la serie Combate. Mis objetivos eran la toma del comedor o patrullar la última pieza, donde dormían mi vieja y mi tía. Pero parece que esta vez la cosa iba en serio.
Llegamos a Mercedes con los dos changuitos y mi abuela llenó la parte de arriba de la alacena amarilla de la cocina. La guerra era lejos de Floresta, pero existía la posibilidad de que bombardeen Buenos Aires, eso decían.
En el colegio, yo estaba en segundo grado, me explicaron la importancia estratégica de dos islas en el sur del país. La maestra, llamémosla Marité, nos contó que las Malvinas eran la llave para dominar los océanos Atlántico y Pacífico. Nos pidieron que escribamos cartas para los soldados que estaban peleando. Yo no recuerdo haber escrito nada, pero si llevé chocolates y una bufanda marrón muy larga.
Desde ese momento tengo una especie de laguna. De la guerra no se habló más. Mi abuela fue vaciando la alacena amarilla de a poco. Nunca más usamos dos changuitos para ir a la feria y en el colegio usamos el salón de música para ver los partidos del Mundial 82. Yo empecé a soñar con conseguir en algún lado la figurita de Paolo Rossi, la más difícil del álbum.
Un par de años después en la peluquería de JR, le decíamos así por su parecido al malo de la serie Dinastía, pude ver algunas tapas de la revista GENTE. Yo no entendía muy bien la historia. Se contaba como un partido de fútbol. Parece que íbamos ganando, pero al final perdimos. Y así fue.
sábado, 15 de marzo de 2008
El monstruo del pasaje Don Cristóbal
El barrio donde me crié está plagado de pequeños pasadizos que tienen un máximo de extensión de dos cuadras. Son los pasajes que, además, tienen nombres muchos más copados que las calles que recuerdan próceres muertos.
Mi prima vivía cerca de mi casa en un pasaje que se llama Jacarandá. Usábamos ese asfalto para aprender a patinar. Nuestro “patinando por un sueño” lo jugamos con unos de ruedas y tiras naranjas. Ibamos desde el Peugeot 404 bordó de mi tío Enrique hasta la calle Camarones. No podíamos pasar de esa cuadra porque el colectivo 25 era una gran amenaza.
El pasaje Haití, a la vuelta de mi casa, estaba vedado para mí. Yo era amigo de los chicos de Remedios de Escalada y la rivalidad con “Los Polacos” del pasaje era tremenda. Se disputaba en los desafíos al fútbol o en carreras de carritos con rulemanes.
Mar del Plata era otro pasaje que solía transitar. Ahí vivía el Cabezón. Un chico que a los 10 años tenía la fuerza de un hombre de 40, se los juro. En la puerta de su casa jugábamos al tenis. Los cuadrados de brea eran las líneas del court central del Pasaje Mar del Plata.
El Cabeza tenía una muñeca increíble para el simulacro de tenis que jugábamos. Imitábamos a Vilas y Clerc. Usábamos muñequeras, nos soplábamos las manos para lograr la concentración adecuada y mirábamos los encordados de nuestras raquetas de madera.
Ya de más grande cuando comencé a cruzar la frontera de las avenidas Juan B. Justo y Gaona, fuimos a dar con el Cabezón al pasaje Don Cristóbal.
En esa callecita de una cuadra se practicaba fútbol de alto nivel. Recuerdo a un muchacho, en ese momento de unos 11 años. Le decían Garcha, pero no piensen mal era sólo porque su apellido era García. Era imposible quitarle la pelota de los pies. Iba de arco a arco tirando paredes con el cordón o con las ruedas de los autos. Les juro que los pases entre Bochini y Bertoni no se comparan con la habilidad de Garcha.
Una tarde tuvimos un desafío con Los Polacos de Haití. Esta vez, el clásico se iba a jugar en la cancha de tierra del Poli. Todas nuestras esperanzas estaban en Garcha. No voy a relatarles el cotejo. Sólo les cuento que perdimos por un lapidario 5-0.
Claro ninguno de nosotros tenía la precisión de un cordón para devolverle una pared al monstruo del pasaje Don Cristóbal. Luego de la derrota lo vimos salir a Garcha con sus medias de tubo bajas y sus topper de lonas color marrón. Le pegó derecho por Mercedes, en silencio, hasta su casa.
Nunca volvió a ser el mismo. Años después, se decía en el barrio, emprendió una larga caminata. Su objetivo era llegar hasta California y convertirse en estrella de rock. Nunca más se supo de él.
Mi prima vivía cerca de mi casa en un pasaje que se llama Jacarandá. Usábamos ese asfalto para aprender a patinar. Nuestro “patinando por un sueño” lo jugamos con unos de ruedas y tiras naranjas. Ibamos desde el Peugeot 404 bordó de mi tío Enrique hasta la calle Camarones. No podíamos pasar de esa cuadra porque el colectivo 25 era una gran amenaza.
El pasaje Haití, a la vuelta de mi casa, estaba vedado para mí. Yo era amigo de los chicos de Remedios de Escalada y la rivalidad con “Los Polacos” del pasaje era tremenda. Se disputaba en los desafíos al fútbol o en carreras de carritos con rulemanes.
Mar del Plata era otro pasaje que solía transitar. Ahí vivía el Cabezón. Un chico que a los 10 años tenía la fuerza de un hombre de 40, se los juro. En la puerta de su casa jugábamos al tenis. Los cuadrados de brea eran las líneas del court central del Pasaje Mar del Plata.
El Cabeza tenía una muñeca increíble para el simulacro de tenis que jugábamos. Imitábamos a Vilas y Clerc. Usábamos muñequeras, nos soplábamos las manos para lograr la concentración adecuada y mirábamos los encordados de nuestras raquetas de madera.
Ya de más grande cuando comencé a cruzar la frontera de las avenidas Juan B. Justo y Gaona, fuimos a dar con el Cabezón al pasaje Don Cristóbal.
En esa callecita de una cuadra se practicaba fútbol de alto nivel. Recuerdo a un muchacho, en ese momento de unos 11 años. Le decían Garcha, pero no piensen mal era sólo porque su apellido era García. Era imposible quitarle la pelota de los pies. Iba de arco a arco tirando paredes con el cordón o con las ruedas de los autos. Les juro que los pases entre Bochini y Bertoni no se comparan con la habilidad de Garcha.
Una tarde tuvimos un desafío con Los Polacos de Haití. Esta vez, el clásico se iba a jugar en la cancha de tierra del Poli. Todas nuestras esperanzas estaban en Garcha. No voy a relatarles el cotejo. Sólo les cuento que perdimos por un lapidario 5-0.
Claro ninguno de nosotros tenía la precisión de un cordón para devolverle una pared al monstruo del pasaje Don Cristóbal. Luego de la derrota lo vimos salir a Garcha con sus medias de tubo bajas y sus topper de lonas color marrón. Le pegó derecho por Mercedes, en silencio, hasta su casa.
Nunca volvió a ser el mismo. Años después, se decía en el barrio, emprendió una larga caminata. Su objetivo era llegar hasta California y convertirse en estrella de rock. Nunca más se supo de él.
El nene y el piano están en peligro
Los chicos suelen escuchar frases inconvenientes en momentos justos. Eso en las películas sirve para hacer avanzar la trama. El secreto revelado soluciona problemas a los guionistas. En la vida real también sucede y con mucha más crudeza que en los films.
Yo tenía unos 12 años cuando escuche en la cocina de mi casa de Floresta como mi abuelo le decía a mi abuela “este año no lo paso”, mientras mi tía intentaba curarle una úlcera en uno de los pies con agua de alibur. Dijeron los médicos que sus pulmones no aguantaron todo el polvo de cal que tragó en el corralón de materiales. Y el viejo no pasó ese año nomás. Era 1987.
Pero esta no fue la única vez que escuche detrás de las puertas cual Maxwell Smart. Ahora les cuento.
Mi mamá y mi tía tenían dos amigos o pretendientes podríamos llamarlos. El gordo Félix y el petiso Raimundo. Queda a la libre imaginación como se repartían el corazón. Dos seres increíbles que pasaban horas sentados en los sillones verdes del living de Floresta, mientras devoraban el café y el strudel que preparaba mi abuela.
Félix pesaba unos 150 kilos, no les miento, y tenía un bigotito finito y el peinado digno de una película de Fellini. Intentaba disimular el poco pelo con un desmechado sobre la frente. Raimundo estaba enfermo de los riñones. Era muy petiso en serio y tenía unas ojeras enormes que a mí me asustaban.
Eso sí, sus autos eran imponentes. Félix tenía un Falcón azul exageradamente brillante y el pitufo un Taunus Ghía exageradamente grande y de color amarillo huevo. Lo estacionaban en la puerta de Mercedes uno detrás del otro. Compartían la cuadra con el chevy taxi de Omar, con el Torino del Pollín y con el Valiant blanco de mi abuelo. Sí, Mercedes entre Haití y Remedios Escalada parecía los boxes de una carrera de TC.
Pero volvamos al chico espía. Una noche me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a la puerta del comedor que estaba entornada. Jugando a ser el Superagente 86 apoyo mi oreja en la puerta. Ahí estaban Félix, Raimundo, mi tía y mi mamá llorando. “Tengo miedo, yo sé que en cualquier momento pueden venir, me matan y se llevan al nene y el piano”, tiró de un sopetón mi vieja.
Corrí hacia la cama me acosté y me tapé con la sabana que más me gustaba, la que tenía dibujos de veleros y era celeste como el mar. Creo que fue la primera noche de mi vida que tuve insomnio. Ni cuando esperaba la salida de campo del colegio dormía tan poco.
Mi vieja tenía miedo de que alguien viniera y se llevase a su hijo y al piano del comedor. ¿Quién? ¿Por qué al piano? Yo me imaginaba a señores vestidos de oscuro con escopetas largas. Su jefe seguro era el malvado Sigfrido, el de KAOS, ¿se acuerdan?
Al otro día mi abuela me cantó, me levanté, hice mi tradicional fondo blanco lácteo y me fui al colegio. Corría el año 1980.
Yo tenía unos 12 años cuando escuche en la cocina de mi casa de Floresta como mi abuelo le decía a mi abuela “este año no lo paso”, mientras mi tía intentaba curarle una úlcera en uno de los pies con agua de alibur. Dijeron los médicos que sus pulmones no aguantaron todo el polvo de cal que tragó en el corralón de materiales. Y el viejo no pasó ese año nomás. Era 1987.
Pero esta no fue la única vez que escuche detrás de las puertas cual Maxwell Smart. Ahora les cuento.
Mi mamá y mi tía tenían dos amigos o pretendientes podríamos llamarlos. El gordo Félix y el petiso Raimundo. Queda a la libre imaginación como se repartían el corazón. Dos seres increíbles que pasaban horas sentados en los sillones verdes del living de Floresta, mientras devoraban el café y el strudel que preparaba mi abuela.
Félix pesaba unos 150 kilos, no les miento, y tenía un bigotito finito y el peinado digno de una película de Fellini. Intentaba disimular el poco pelo con un desmechado sobre la frente. Raimundo estaba enfermo de los riñones. Era muy petiso en serio y tenía unas ojeras enormes que a mí me asustaban.
Eso sí, sus autos eran imponentes. Félix tenía un Falcón azul exageradamente brillante y el pitufo un Taunus Ghía exageradamente grande y de color amarillo huevo. Lo estacionaban en la puerta de Mercedes uno detrás del otro. Compartían la cuadra con el chevy taxi de Omar, con el Torino del Pollín y con el Valiant blanco de mi abuelo. Sí, Mercedes entre Haití y Remedios Escalada parecía los boxes de una carrera de TC.
Pero volvamos al chico espía. Una noche me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a la puerta del comedor que estaba entornada. Jugando a ser el Superagente 86 apoyo mi oreja en la puerta. Ahí estaban Félix, Raimundo, mi tía y mi mamá llorando. “Tengo miedo, yo sé que en cualquier momento pueden venir, me matan y se llevan al nene y el piano”, tiró de un sopetón mi vieja.
Corrí hacia la cama me acosté y me tapé con la sabana que más me gustaba, la que tenía dibujos de veleros y era celeste como el mar. Creo que fue la primera noche de mi vida que tuve insomnio. Ni cuando esperaba la salida de campo del colegio dormía tan poco.
Mi vieja tenía miedo de que alguien viniera y se llevase a su hijo y al piano del comedor. ¿Quién? ¿Por qué al piano? Yo me imaginaba a señores vestidos de oscuro con escopetas largas. Su jefe seguro era el malvado Sigfrido, el de KAOS, ¿se acuerdan?
Al otro día mi abuela me cantó, me levanté, hice mi tradicional fondo blanco lácteo y me fui al colegio. Corría el año 1980.
miércoles, 12 de marzo de 2008
El campeón de la copa de leche 1978
A los 4 años yo vivía con mi vieja, mi tía, mi abuela y mi abuelo. La dictadura generó las primeras familias disfuncionales de este país. Iba al jardín de una escuela pública y mi abuela me despertaba cantando (levántese contento, contento...Levántese contento que el día ya empezó).
Me sentaba en la mesa de la cocina y me tomaba mi vaso de leche con Nesquik (no es chivo). Mi abuela me gritaba campeón, mientras me levantaba el brazo como a un boxeador. Y "Campeón" era la palabra que estaba escrita en una enorme bandera argentina colgada de la pared amarilla de la cocina de la casa de Floresta. Me alegraba, Pensaba que ese "campeón" sobre la tela era por mi adicción a tomarme el vaso de leche de un saque.
Mi vieja me llevaba al jardín. Caminábamos por Mercedes, el pasaje Haití, Gualeguaychú, Juan B. Justo, Sanabria y Gaona. no se crean que eran muchas cuadras, era puro zig zag.
Yo iba con mi delantal a cuadros azul y blanco y mi vieja con un vestido celeste. A nuestro paso, todos los balcones embanderados con los mismos colores y con la palabra campeón. Mi abuela era regrossa, pensaba, había decorado todo el barrio para en mi honor.
Después vi al abuelo y a un tío gritar goles como desaforados frente al Tonomac blanco y negro. Les juró que me asusté de verdad. Nos subimos al Valiant blanco con la bandera que mi abuela Taca había hecho para mí y salimos a los bocinazos por Mercedes. Vi miles de personas en las calles al grito de dale campeón. Pero esos vítores ya no eran para mis fondos blancos lácteos.
Me sentaba en la mesa de la cocina y me tomaba mi vaso de leche con Nesquik (no es chivo). Mi abuela me gritaba campeón, mientras me levantaba el brazo como a un boxeador. Y "Campeón" era la palabra que estaba escrita en una enorme bandera argentina colgada de la pared amarilla de la cocina de la casa de Floresta. Me alegraba, Pensaba que ese "campeón" sobre la tela era por mi adicción a tomarme el vaso de leche de un saque.
Mi vieja me llevaba al jardín. Caminábamos por Mercedes, el pasaje Haití, Gualeguaychú, Juan B. Justo, Sanabria y Gaona. no se crean que eran muchas cuadras, era puro zig zag.
Yo iba con mi delantal a cuadros azul y blanco y mi vieja con un vestido celeste. A nuestro paso, todos los balcones embanderados con los mismos colores y con la palabra campeón. Mi abuela era regrossa, pensaba, había decorado todo el barrio para en mi honor.
Después vi al abuelo y a un tío gritar goles como desaforados frente al Tonomac blanco y negro. Les juró que me asusté de verdad. Nos subimos al Valiant blanco con la bandera que mi abuela Taca había hecho para mí y salimos a los bocinazos por Mercedes. Vi miles de personas en las calles al grito de dale campeón. Pero esos vítores ya no eran para mis fondos blancos lácteos.
La memoria y el ropero de la abuela
Abrí el blog hace unas semanas y recién hoy se me ocurre cómo empezar.
Mi memoria es como ese ropero que tenía mi abuela en nuestra casa de Floresta, ya les contaré sobre esa casa, sus espíritus y su pieza de la terraza. Entonces, los recuerdos están en esos cajones y puertas de ese ropero. La idea es abrir, ver qué hay y contarlo.
Si mi plan no tiene alteraciones, el barrio de Floresta durante la dictadura se llevarán las primeras entradas (creo que se dice así). Así van a pasar mis miedos de nene, los festejos del mundial y mi viaje a Brasil a visitar a un papá exiliado.
Ya sé que no descubro nada, pero lo tengo que decir: la memoria tiene recovecos raros. Imaginen a un nene de dos años dormido en el asiento de atrás de un Renault 12, mientras sus viejos ven una película en un autocine. Ese recuerdo está en mi cabeza y fue chequeado con mi mamá. Se los juro creanme. Así mi cerebro, en general cuando tengo insomnio, empieza a laburar horas extras. Aparecen olores, frases, texturas y todo eso. Así que bueno...veremos qué pasa. Allá vamos.
Me olvidaba, quiero aclarar algunas cosas: no todo lo que estará escrito será real y voy a cambiar los nombres de mis amigos que participan de mis recuerdos.
Mi memoria es como ese ropero que tenía mi abuela en nuestra casa de Floresta, ya les contaré sobre esa casa, sus espíritus y su pieza de la terraza. Entonces, los recuerdos están en esos cajones y puertas de ese ropero. La idea es abrir, ver qué hay y contarlo.
Si mi plan no tiene alteraciones, el barrio de Floresta durante la dictadura se llevarán las primeras entradas (creo que se dice así). Así van a pasar mis miedos de nene, los festejos del mundial y mi viaje a Brasil a visitar a un papá exiliado.
Ya sé que no descubro nada, pero lo tengo que decir: la memoria tiene recovecos raros. Imaginen a un nene de dos años dormido en el asiento de atrás de un Renault 12, mientras sus viejos ven una película en un autocine. Ese recuerdo está en mi cabeza y fue chequeado con mi mamá. Se los juro creanme. Así mi cerebro, en general cuando tengo insomnio, empieza a laburar horas extras. Aparecen olores, frases, texturas y todo eso. Así que bueno...veremos qué pasa. Allá vamos.
Me olvidaba, quiero aclarar algunas cosas: no todo lo que estará escrito será real y voy a cambiar los nombres de mis amigos que participan de mis recuerdos.
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