Los chicos suelen escuchar frases inconvenientes en momentos justos. Eso en las películas sirve para hacer avanzar la trama. El secreto revelado soluciona problemas a los guionistas. En la vida real también sucede y con mucha más crudeza que en los films.
Yo tenía unos 12 años cuando escuche en la cocina de mi casa de Floresta como mi abuelo le decía a mi abuela “este año no lo paso”, mientras mi tía intentaba curarle una úlcera en uno de los pies con agua de alibur. Dijeron los médicos que sus pulmones no aguantaron todo el polvo de cal que tragó en el corralón de materiales. Y el viejo no pasó ese año nomás. Era 1987.
Pero esta no fue la única vez que escuche detrás de las puertas cual Maxwell Smart. Ahora les cuento.
Mi mamá y mi tía tenían dos amigos o pretendientes podríamos llamarlos. El gordo Félix y el petiso Raimundo. Queda a la libre imaginación como se repartían el corazón. Dos seres increíbles que pasaban horas sentados en los sillones verdes del living de Floresta, mientras devoraban el café y el strudel que preparaba mi abuela.
Félix pesaba unos 150 kilos, no les miento, y tenía un bigotito finito y el peinado digno de una película de Fellini. Intentaba disimular el poco pelo con un desmechado sobre la frente. Raimundo estaba enfermo de los riñones. Era muy petiso en serio y tenía unas ojeras enormes que a mí me asustaban.
Eso sí, sus autos eran imponentes. Félix tenía un Falcón azul exageradamente brillante y el pitufo un Taunus Ghía exageradamente grande y de color amarillo huevo. Lo estacionaban en la puerta de Mercedes uno detrás del otro. Compartían la cuadra con el chevy taxi de Omar, con el Torino del Pollín y con el Valiant blanco de mi abuelo. Sí, Mercedes entre Haití y Remedios Escalada parecía los boxes de una carrera de TC.
Pero volvamos al chico espía. Una noche me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a la puerta del comedor que estaba entornada. Jugando a ser el Superagente 86 apoyo mi oreja en la puerta. Ahí estaban Félix, Raimundo, mi tía y mi mamá llorando. “Tengo miedo, yo sé que en cualquier momento pueden venir, me matan y se llevan al nene y el piano”, tiró de un sopetón mi vieja.
Corrí hacia la cama me acosté y me tapé con la sabana que más me gustaba, la que tenía dibujos de veleros y era celeste como el mar. Creo que fue la primera noche de mi vida que tuve insomnio. Ni cuando esperaba la salida de campo del colegio dormía tan poco.
Mi vieja tenía miedo de que alguien viniera y se llevase a su hijo y al piano del comedor. ¿Quién? ¿Por qué al piano? Yo me imaginaba a señores vestidos de oscuro con escopetas largas. Su jefe seguro era el malvado Sigfrido, el de KAOS, ¿se acuerdan?
Al otro día mi abuela me cantó, me levanté, hice mi tradicional fondo blanco lácteo y me fui al colegio. Corría el año 1980.
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4 comentarios:
lllllllllllllll
Me gustó mucho tu relato. Esconde la ternura y la violencia en la que vivimos todos los que fuimos niños durante la dictadura. De alguna manera, más o menos conciente, todos nos sabíamos en peligro, y el enemigo era siempre incierto. Gracias por compartir estos recuerdos, que ayudan a no sentirse tan islas. Un abrazo. Juan.
Primero gracias por leerlo. Si, cuando se me ocurrió escribir de estos temas pensé que ya sabemos cómo vivieron los adultos de esa época. Perseguidos, escondidos o haciéndose los boludos. Es hora de que aflore un poco tamvbién cómo vivimos los chicos la dictadura. Volvé a pasar y a leer todas las veces que quieras. Es un gusto tender puentes entre las islas.
Mucho material para cuento. Hace falta escribir y mostrar.
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