El barrio donde me crié está plagado de pequeños pasadizos que tienen un máximo de extensión de dos cuadras. Son los pasajes que, además, tienen nombres muchos más copados que las calles que recuerdan próceres muertos.
Mi prima vivía cerca de mi casa en un pasaje que se llama Jacarandá. Usábamos ese asfalto para aprender a patinar. Nuestro “patinando por un sueño” lo jugamos con unos de ruedas y tiras naranjas. Ibamos desde el Peugeot 404 bordó de mi tío Enrique hasta la calle Camarones. No podíamos pasar de esa cuadra porque el colectivo 25 era una gran amenaza.
El pasaje Haití, a la vuelta de mi casa, estaba vedado para mí. Yo era amigo de los chicos de Remedios de Escalada y la rivalidad con “Los Polacos” del pasaje era tremenda. Se disputaba en los desafíos al fútbol o en carreras de carritos con rulemanes.
Mar del Plata era otro pasaje que solía transitar. Ahí vivía el Cabezón. Un chico que a los 10 años tenía la fuerza de un hombre de 40, se los juro. En la puerta de su casa jugábamos al tenis. Los cuadrados de brea eran las líneas del court central del Pasaje Mar del Plata.
El Cabeza tenía una muñeca increíble para el simulacro de tenis que jugábamos. Imitábamos a Vilas y Clerc. Usábamos muñequeras, nos soplábamos las manos para lograr la concentración adecuada y mirábamos los encordados de nuestras raquetas de madera.
Ya de más grande cuando comencé a cruzar la frontera de las avenidas Juan B. Justo y Gaona, fuimos a dar con el Cabezón al pasaje Don Cristóbal.
En esa callecita de una cuadra se practicaba fútbol de alto nivel. Recuerdo a un muchacho, en ese momento de unos 11 años. Le decían Garcha, pero no piensen mal era sólo porque su apellido era García. Era imposible quitarle la pelota de los pies. Iba de arco a arco tirando paredes con el cordón o con las ruedas de los autos. Les juro que los pases entre Bochini y Bertoni no se comparan con la habilidad de Garcha.
Una tarde tuvimos un desafío con Los Polacos de Haití. Esta vez, el clásico se iba a jugar en la cancha de tierra del Poli. Todas nuestras esperanzas estaban en Garcha. No voy a relatarles el cotejo. Sólo les cuento que perdimos por un lapidario 5-0.
Claro ninguno de nosotros tenía la precisión de un cordón para devolverle una pared al monstruo del pasaje Don Cristóbal. Luego de la derrota lo vimos salir a Garcha con sus medias de tubo bajas y sus topper de lonas color marrón. Le pegó derecho por Mercedes, en silencio, hasta su casa.
Nunca volvió a ser el mismo. Años después, se decía en el barrio, emprendió una larga caminata. Su objetivo era llegar hasta California y convertirse en estrella de rock. Nunca más se supo de él.
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2 comentarios:
Muy bueno querido. Yo vivía en San Telmo y se me complicaba. Igual jugaba al fútbol en la plaza.
Un abrazo rockero
Genial!
En Chingolo City podíamos jugar en la calle sin la complicidad de algún pasaje salvador.
Qué lindos recuerdos!
Abrazo grande
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