A un par de cuadras de mi casa de Floresta había dos enormes descampados. Con el Cabezón y el Tano lo usábamos para jugar al fútbol. Armábamos un arco entre un árbol y un buzo o un par de piedras. Jugábamos un “metegol va al arco” y siempre se armaban discusiones cuando la pelota tocaba el palo menos imponente. ¿Si toca el buzo es palo o es palo y gol?, la duda aún me persigue más de 20 años después.
En el mismo campito yo aprendí a pedalear sin rueditas en una bici colorada de esas que se plegaban. La mini moto de tracción a sangre fue uno de los regalos que me mandaba mi viejo desde la clandestinidad. Después llegaron un jueguito electrónico y un súper Atari que me dejaron los ojos colorados por varias semanas de intentar sobrepasar mis récords. Clásicos regalos para nenes solos.
Volviendo a la bici roja, mi vieja me empujaba de atrás para darme envión y yo salía a toda velocidad. Tengo en mi mente clara la cara de emoción al sentir la velocidad que había agarrado. El flequillo se me volaba para atrás como a Mr Moto, el ídolo de Titanes en el Ring, el de la toma manubrio.
El problema que tuve, mientras recorría el campito a toda velocidad, era cómo frenar al bólido rojo. La primera vez fue contra el mismo árbol que usaba de arco con el Cabezón y el Tano. La segunda, usé mis botanguitas nuevas contra la tierra. Sólo meses después conocí lo que era el freno de la bicicleta y todo anduvo mejor.
El mismo año que aprendí a andar en bici, un sábado frío de invierno, mi abuelo se jugó y me dijo que tenía una sorpresa para mí. “Vamos al campito, pero vestite bien y no lleves la bici”. Mi vieja me corrió el flequillo y me hizo una raya al costado que duró lo que tardé en mover dos veces la cabeza. Ahí fui de la mano de mi abuelo. En cada cuadra yo jugaba a que me escondía atrás de un árbol y veía alejarse al viejo. Cuando llegaba a la esquina me pegaba un grito y yo salía corriendo. A esa altura ya estaba de nuevo con mi flequillo y las botanguitas llenas de tierra.
Llegamos al campito y se escuchaban quejas de elefantes y tigres. Yo me sentía parte de la troupe de la serie Daktari. El circo no me gustó: los payasos no me hicieron reír, hasta me dieron un poco de miedo, no le creí al domador, ni tampoco me emocionaron los malabaristas. Sólo quería que termine todo lo más rápido posible. Eso sí, lo que sí me sorprendió es ver disfrutar a mi abuelo como casi nunca lo había visto. En ese momento, me sentí cerca de él.
El mismo payaso triste y mal pintado que me daba terror, al viejo lo hacía llorar pero de la risa. Usaba sus dos manos enormes para aplaudir cada acto y luego me acariciaba la cabeza con toda esa enorme manopla áspera. Yo lo veía ponerse tenso en una prueba de los equilibristas y, también, cuando las motos recorrieron el círculo de la muerte a menor velocidad que el Mr Moto de Floresta con su bici roja. Y después, nuevos aplausos. Las manos se le ponían rojas.
Mi abuelo insistió con el circo cada invierno. Todos los años la misma ceremonia: la sorpresa en el campito, la raya al medio, la caminata por la calle Mercedes y la carpa con olor a zoológico. La risa del abuelo era la mayor atracción del show, y yo su pretexto para que el viejo vuelva a su propia infancia.
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2 comentarios:
Somos hermanos de la misma generación: regalos caros para chicos solos, fútbol contra los adoquines, payasos que dan miedo.
Gracias de nuevo, caminante. No es fácil emocionar, lo que no tiene es remedio.
Tantas veces me mataron
Mi querido... muchas emociones me despierta tu relato. Sobre todo porque la muerte, sobre todo de los que más queremos, sigue siendo algo que no tiene sentido. Leerte es volver a mi cuarto en el barrio de Quilmes, donde nací y viví hasta los 16 años. Yo jugaba a Chips con mi bici amarilla. Por supuesto que era Poncharello.
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