miércoles, 11 de junio de 2008

El verano del 98

Cuando uno es joven siente que es una tragedia no salir un sábado a la noche o no estar en la costa en la segunda quincena de enero. El primer impacto fuerte que sentí fue cuando dejé de festejar el día de la primavera. Era la muerte misma.

Otro año, cuando yo ya tenía un poco más de 20, con mis amigos no pudimos estar frente al mar durante el enero mágico. Nos tocó febrero, eso si en la lejana patria de la felicidad.

Estábamos todos: Claudio, Martín, Néstor, Pablo y yo. La verdad es que ese año y, como es común en la costa, nos tocó un tiempo de mierda. Lluvia, frío y viento. Nosotros soportábamos las tardes de playa a puro mate y escuchando como uno de los chicos, el cantante del grupo, entonaba canciones de Arjona.

Llegaba la noche y nos preparábamos para matar o morir en el boliche. Había cerveza, vino y, hasta, whisky. Se estaba terminando el uno a uno menemista. Después de repasar 150 veces el gol de Néstor a Sacachispas y escuchar nuevamente al imitador de Arjona, que encima se parecía a Ricky Martin, salíamos rumbo a la 3 con cero esperanza y mucho alcohol en la sangre, era fin de temporada.

Cada uno llevaba un vasito de whisky importado en la mano, agarrábamos por el paseo 107 y parábamos en los videojuegos a patear unos penales virtuales. Cada uno ejecutaba con sus características de juego. Pablo y yo le dábamos con un caño al medio, Claudio le daba lo mismo meterlo que errarlo, y Martín y Nestor la acariciaban junto a un palo. En el metegol la cosa se ponía furiosa y el whisky se derramaba sobre el verde césped con cada gol.

De ahí, le poníamos rumbo hacia el boliche en una avenida 3 semivacía casi de fin de temporada. Adentro se bailaba poco, se seguía tomando tupido para olvidar que habíamos llegado a la costa en el mes equivocado. Pero una de esas noches en las que se repetía playa fría, canciones de Arjona, alcohol, penales y boliche; algo fue diferente.

Entre el cortinado oscuro y pesado que servía de puerta de Sabash veo entrar una morocha increíble con ojos achinados, una remera violeta desteñida y el pelo mal cortado a propósito. De algún lado saqué fuerzas, me acerqué y le pregunté no se qué cosa al oído, mientras intentaba disimular el aliento etílico de la madrugada. Lo primero fue intercambiar información estúpida sobre el barrio, la edad y el signo. Mientras tanto nos mirábamos, creo que con ganas.

Le dije que me gustaban los Caballeros de la Quema y obvié el dato del imitador de Arjona. Ella se copaba con Spinetta y yo saqué el primer y único conejo de mi galera de mago de cuarta. Le canté al oído una canción del Flaco que yo conocía por otra banda, Demente Caracol.

“Hoy tu pollera gira al viento, quiero verte bailar
entre la gente, entre la gente, quiero verte bailar
no importa tu nombre si me puedes contestar
son tantos tus sueños que ves el cielo, mientras te veo bailar

De ahí vinieron los besos, abrazos y caricias. Nos fuimos a la playa a seguir con más besos, mientras soñábamos cómo iba a hacer el reencuentro en Buenos Aires. Me dictó su teléfono, que quedó guardado en mi memoria para siempre y nos fuimos cada uno por su lado.

Otra de las tardes grises de ese verano nos cruzamos en la playa, en el balneario Merimar, mientras actuaba el imitador de Arjona. Nos saludamos, nos miramos a los ojos y le juré que recordaba su teléfono de memoria. Nunca más me la volví a cruzar, ni en la arena, ni por la 3. Nosotros seguimos con la rutina un par de días más, pero yo ya estaba pensando en otra cosa.

martes, 10 de junio de 2008

¿Feliz cumpleaños?

La primera fiesta de cumpleaños que recuerdo fue la de los 4. Invité a mis compañeros del jardín y el comedor de la casa de Floresta se transformó en un salón de fiestas infantiles. La heladera Saccol estaba llena de gaseosas desde la mañana.

Mi abuela Taca se encargó de la imitación de sándwiches de miga hechos con pan lactal, jamón y queso. Había también papa fritas, chizitos y cientos de vasos de plástico de colores.

La torta fue toda una sorpresa para mí. Eran los muñequitos de la guerra de las galaxias, junto a un cohete plateado en un paisaje de merengues blancos muy parecido a la luna. Nunca lo supe, pero debí haber sido la envidia de más de uno de mis compañeritos. No recuerdo haber apagado las velitas, ni tampoco el cantito tradicional.

Mi vieja y mi tía fueron las animadoras de esa tarde ya casi de primavera. Hubo carrera de mini embolsado, la prueba del huevo duro en la cuchara y títeres en un teatro improvisado con una sábana sobre el marco de la puerta del comedor.

Había un príncipe, una princesa y un hombre de negro que intentaba robarse a la muchacha, un clásico inoxidable. A cada intento del malo, desde la platea se escuchaba muy fuerte “cuidado atrás, ahí viene”.

Mi abuela, mientras tanto, abastecía la mesa del comedor sin parar un segundo. Mi abuelo no apareció en escena en toda la tarde. O jugaba Boca o le molestaba tanta cantidad de infantes gritando al mismo tiempo, casi más fuerte que su radio Tonomac negra.

Por esos días había llegado la primera carta de mi viejo. Estaba en el buzón del pasillo de Mercedes junto a otros sobres. Mi vieja me sentó en el catre en el que dormía yo, junto a su cama, y me la leyó. Yo intentado hacerme el que también leía. Las letras parecían un gran camino de hormigas, como cuando están trasladando toda una planta hacia sus dominios.

En la carta me felicitaba por mis 4 años. “Ya sos un hombre”, escribió, pero yo sabía que era sólo un chiste. Por primera vez escuché hablar de los malos de verdad, los que no dejaban que mi papá volviera a verme. Esa noche, soñé que me enfrentaba al títere vestido de negro y le cortaba la cabeza con la espada de Sandokan. Era justicia.

sábado, 7 de junio de 2008

Amigos

Hoy quiero escribir sobre la amistad. No sé en que se transformarán estas palabras que se sucederán a partir de ahora en esta hoja. Yo tengo un puñado de amigos a los que les soy fiel casi diría por naturaleza. Por ellos pongo las manos en el fuego, aunque me queme y se me caiga la piel.

Con todos ellos pasé momentos irrepetibles, en los que me gustó acompañarlos, abrazarlos y besarlos. Todos ellos también estuvieron cerca de mí en situaciones difíciles.

Con todos mis amigos tengo una intimidad única. Sin dar nombres…enterramos padres, nos peleamos, nos dimos besos en la boca, nos sentimos defraudados y nos reencontramos con alguna copa de por medio.

A los 20 un amigo, padre de un amigo, nos avisó que esto de la vida “era difícil”, mientras sumergía por tres veces un pulpo chileno en el agua hirviendo. Nunca le hice caso.

Yo tenía unos 27 años y vivía solo en un departamento de Plaza Italia con poca luz y menos espacio. Una mujer acababa de decirme que se iba, en ese momento para siempre, y mis amigos estaban cocinando unas mollejas a la crema. La imagen es esta: la pieza oscura, yo tirado en la cama llorando y ellos comiendo las mollejas. Yo sentía que me consolaban.

Otro, me banco demasiado en su casa, mientras vivía con su pareja. Fui el delivery de su negocio de comidas, dormí muy cerca de su cama de matrimonio y me escucharon decir varias veces que “la vida era una mierda”, mientras comíamos los mejores omeletes del mundo.

En otro momento, una tarde yo estaba sucio y despeinado, y un amigo me bancó toda una tarde en Barrancas de Belgrano. Otra vez le conté sobre el desamor y compramos el payasito más feo del mundo. Todo fue patético y hermoso.

Yendo más hacia atrás, una noche en la ciudad de Santa Fe, creo que en 1993, con los pibes, en un hotel barato usamos el pico de una botella de cerveza para sellar la amistad con nuestra propia sangre. Es difícil traicionar eso.

En la misma época, dos amigos me levantaron borracho del jardín de un edificio de San Bernardo con un dedo roto y una de las noches más increíbles que algún día voy a intentar recordar y reproducir.

Ahí están, ellos son. Hoy me tome un vino entero de un saque y me acordé de todos. Solo, frente al monitor me senté a repasar los días y noches que pasamos. La vida no es mucho más que eso. Unos amigos compartiendo una mesa, botellas que se van vaciando y recuerdos que nos unen.

martes, 3 de junio de 2008

Tantas veces me mataron

Cuando uno es chico muere heroicamente un par de veces por día. Yo jugaba a ser el pirata Sandokan y mi pieza era el barco con el que intentaba rescatar a Mariana, mi primer amor, la perla de Labuan. Yo usaba un gorro de "convoy", la espada era imaginaria y tenía un pañuelo de seda rojo que me ponía en la garganta.

Por la ventana miraba con unos largavistas viejos y después de un rato de hablar con mis marineros, descubríamos un barco inglés. Empezaban a caer los cañonazos de lado a lado y volaban los almohadones de mi cama. Después de un rato llegaba el abordaje de los ingleses y yo peleaba cuerpo a cuerpo con soldados de chaqueta roja imaginarios. Al rato, me sorprendían por atrás y me iba muriendo despacio sobre mi barco-cama.

Al rato renacía y me transformaba en el Llanero Solitario. Usaba el mismo sombrero de "convoy" y el pañuelo rojo, pero esta vez tenía cartuchera de vaquero pero sin revólver. Un banquito marrón, de esos que se hacen escaleras, era mi caballo Plata. Perseguía a pobres ladrones de banco desde mi pieza. La historia siempre terminaba con los bandidos escapando y yo con un tiro en el corazón y rodando desde mi caballo.

Así pasaba lo mismo cuando era miembro de Swat o de Chips. Hasta ahí, la muerte era parte del juego. Caer en plena lucha contra el enemigo y cerrar los ojos en forma heroica era divertido. Sabía que iba a despertar y pasar de ser un pirata a un policía motorizado, por ejemplo.

Mi viejo no estaba muerto, estaba lejos y no podía volver. Mi familia cercana estaba toda viva y yo pensaba que eran eternos, como los personajes de las series de la TV. Un día me cruzo con una historieta de Nippur de Lagash, un tipo que tenía más músculos que Martín Karadagian, una espada gigante y un amigo fiel. Yo lo leía en unas revistas usadas que tenían un olor que me hipnotizaba.

En una de las aventuras, se moría su amigo en una pelea cuerpo a cuerpo, parecidas a las que tenía yo cuando era Sandokan. En el último cuadrito aparecía Nippur llorando sobre el cuerpo de su amigo y se preguntaba: “¿Por qué?”. No podía creer ver al héroe llorando.

Después, mi vieja me encontró llorando como Nippur y me explicó que “todos nos vamos a morir, pero para eso falta mucho”, tratándose de convencerse a sí misma. Bueno, mi vieja mintió. Mi abuelo murió cuando yo todavía era un chico y no me animé ni a ver, ni a tocar su cuerpo dentro del cajón. Mi abuela Taca se fue muchos años después, pero creo que nunca me voy a olvidar como me miraba con sus ojos celestes en la cama del hospital. Ahí me di cuenta que el juego se había terminado.