Cuando uno es joven siente que es una tragedia no salir un sábado a la noche o no estar en la costa en la segunda quincena de enero. El primer impacto fuerte que sentí fue cuando dejé de festejar el día de la primavera. Era la muerte misma.
Otro año, cuando yo ya tenía un poco más de 20, con mis amigos no pudimos estar frente al mar durante el enero mágico. Nos tocó febrero, eso si en la lejana patria de la felicidad.
Estábamos todos: Claudio, Martín, Néstor, Pablo y yo. La verdad es que ese año y, como es común en la costa, nos tocó un tiempo de mierda. Lluvia, frío y viento. Nosotros soportábamos las tardes de playa a puro mate y escuchando como uno de los chicos, el cantante del grupo, entonaba canciones de Arjona.
Llegaba la noche y nos preparábamos para matar o morir en el boliche. Había cerveza, vino y, hasta, whisky. Se estaba terminando el uno a uno menemista. Después de repasar 150 veces el gol de Néstor a Sacachispas y escuchar nuevamente al imitador de Arjona, que encima se parecía a Ricky Martin, salíamos rumbo a la 3 con cero esperanza y mucho alcohol en la sangre, era fin de temporada.
Cada uno llevaba un vasito de whisky importado en la mano, agarrábamos por el paseo 107 y parábamos en los videojuegos a patear unos penales virtuales. Cada uno ejecutaba con sus características de juego. Pablo y yo le dábamos con un caño al medio, Claudio le daba lo mismo meterlo que errarlo, y Martín y Nestor la acariciaban junto a un palo. En el metegol la cosa se ponía furiosa y el whisky se derramaba sobre el verde césped con cada gol.
De ahí, le poníamos rumbo hacia el boliche en una avenida 3 semivacía casi de fin de temporada. Adentro se bailaba poco, se seguía tomando tupido para olvidar que habíamos llegado a la costa en el mes equivocado. Pero una de esas noches en las que se repetía playa fría, canciones de Arjona, alcohol, penales y boliche; algo fue diferente.
Entre el cortinado oscuro y pesado que servía de puerta de Sabash veo entrar una morocha increíble con ojos achinados, una remera violeta desteñida y el pelo mal cortado a propósito. De algún lado saqué fuerzas, me acerqué y le pregunté no se qué cosa al oído, mientras intentaba disimular el aliento etílico de la madrugada. Lo primero fue intercambiar información estúpida sobre el barrio, la edad y el signo. Mientras tanto nos mirábamos, creo que con ganas.
Le dije que me gustaban los Caballeros de la Quema y obvié el dato del imitador de Arjona. Ella se copaba con Spinetta y yo saqué el primer y único conejo de mi galera de mago de cuarta. Le canté al oído una canción del Flaco que yo conocía por otra banda, Demente Caracol.
“Hoy tu pollera gira al viento, quiero verte bailar
entre la gente, entre la gente, quiero verte bailar
no importa tu nombre si me puedes contestar
son tantos tus sueños que ves el cielo, mientras te veo bailar
De ahí vinieron los besos, abrazos y caricias. Nos fuimos a la playa a seguir con más besos, mientras soñábamos cómo iba a hacer el reencuentro en Buenos Aires. Me dictó su teléfono, que quedó guardado en mi memoria para siempre y nos fuimos cada uno por su lado.
Otra de las tardes grises de ese verano nos cruzamos en la playa, en el balneario Merimar, mientras actuaba el imitador de Arjona. Nos saludamos, nos miramos a los ojos y le juré que recordaba su teléfono de memoria. Nunca más me la volví a cruzar, ni en la arena, ni por la 3. Nosotros seguimos con la rutina un par de días más, pero yo ya estaba pensando en otra cosa.
miércoles, 11 de junio de 2008
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