viernes, 25 de julio de 2008

Corbatta, Maradona, Caniggia y…el gol a Sacachispas

Cuando tenía alrededor de 20 años solíamos comer en la casa del padre de mi amigo Claudio, el filósofo de la calle Moliere. Con Martín, Néstor y Pablo nos reuníamos puntualmente a las 22 en la esquina de Carrasco y Juan B. Justo y partíamos en caravana hacia el sábado a la noche.

A la tarde ya habíamos comprado decenas de cerveza y el filósofo había planeado algunas de sus especialidades. La tele prendida en una repetición de un partido de tenis o básquet con el cual se entretenía la madre de Claudio. Iban pasando las cervezas, se acercaba la madrugada y crecían los debates.

Cuál fue el gol que más gritaste en tu vida, disparaba la consigna Claudi. Martín y Pablo se inclinaban por el de Diego a los ingleses. Yo mientras abría otra chela me cagaba de risa, sacaba cuentas y trataba de chicanearlos: “Cuando Maradona hizo ese gol, todavía usábamos chupete nosotros”. Saltaban los gritos por todos lados. El filósofo terciaba y recordaba un gol de Corbatta a no sé quién y no sé en qué año. Poco serio. Mientras tanto su hijo aprovechó para poner unos videosclips desconocidos en MTV.

Para mí por calidad y momento el gol de Caniggia a nuestros primos de Brasil en el Mundial 90 era perfecto. Un equipo criticado por todos, vapuleados por los inventores del samba había sacado pecho gracias a un pase de Maradona para un rubio que, con toda la tranquilidad del mundo, gambeteó al arquero y le hizo un verdadero pase a la red. Hago un pequeño paréntesis para saludar a Alemao, el volante brasileño y amigo del Diego, que lo dejó arrancar con facilidad en esa tarde italiana.

La discusión crecía entre Corbatta, Maradona y Caniggia. Pero Néstor sacó su propio as de la manga: “el gol que más grité en mi vida fue el que le hice a Sacachispas sobre la hora a los 9 años. Es más Cani me lo copió 6 años después”. Estallaron las carcajadas. El filósofo no se acordaba de ese día maravilloso, entonces nuestro amigo pasó a relatarlo otra vez. La previa del sábado estaba en su apogeo.

Pequeño gran héroe

Los sábados cuando jugábamos de visitante mi papá me levantaba temprano. No recuerdo bien la hora pero el desayuno pasaba de largo y le entrábamos a unos bifecitos de lomo en unos sanguchitos que preparaba mi vieja. De ahí directo a la puerta del colegio a esperar el micro. Esa tarde el República del Perú enfrentaba a los pibes de Sacachispas, un rival casi invencible para cualquier equipo, menos para la gloriosa clase 1975.

Muchos años después en los bares y esquinas de Floresta y Villa Luro se recuerdan las hazañas de un grupo de petisos destinados a la gloria. De 5 jugaba mi amigo Martín, un verdadero pulpo en la mitad de la cancha que le pegaba a la pelota más fuerte de lo que lo hace ahora.

Adelante estaban otros dos niños con carita de ángel y pies endemoniados. Yo, claro, me comía el banco todos los partidos pero verlos jugar y tocar la pelota era un lujo. Subimos al micro con mi viejo Cacho, Fernando el chofer me guiña el ojo y me pregunta si estaba preparado para la batalla contra Sacachispas. Le contestó que más o menos, si total yo voy al banco. Tranquilo Néstitor me dijo: “Hoy vas a tener tu chance, acordate”.

En el micro íbamos todos cantando por el Perú como una barrabrava kids. Ahí lo interrumpimos a Néstor en la mesa de Moliere al grito de “barú, barú somos los machos del Perú”, mientras volaban las cervezas de acá para allá. “Esperen que sigo”, nos dijo entusiasmado. El filósofo nos hizo callar y el mejor wing derecho que vi en un potrero de Floresta siguió con su historia.

Primero jugó la categoría 1973 y fue un desastre, perdió por 10 goles. Los de Sacachispas parecían hombres frente a nuestros chicos. Junto a la línea esperaba “La 75”. Martín me miró medio con cara de asustado, se venía una muy fiera. Era una tarde fría de julio y la cancha era pura tierra húmeda, ni una mísera mata de pasto.

Yo estaba sentado en el banco con mis medias caídas, mis Topper Baby negras y las piernas heladas. Cacho al lado mirando el partido callado. Raúl, el técnico también callado. Ibámos 2-2 para sorpresa de todo el público de Sacachispas. En una de esas, Raúl me llama y me dice “vas a entrar por uno de los delanteros. Tranquilo que el partido ya está definido”.

Mi viejo me guiñó el ojo cómplice y ahí fui hacia la tierra con mis medias bajas. Martín me toca la primer pelota y el defensor que medía el doble que yo me sacude un patadón de aquellos en el tobillo. Parece decirme “bienvenido al partido petiso”. Me pego a la raya y recuerdo haber tocado dos pelotas. Un pase hacia atrás a nuestro defensor para que le pegue a las nubes y una tijera a la pelota con piernas incluida al mismo rival que me había sacudido al principio.

El referí, un gordo impresentable con aliento a vino y asado, adicionó un minuto. El empate estaba asegurado. Martín la tiene en un costado contra la raya y le van de atrás con toda la furia, foul. Viene el centro y yo me ubico entre los dos defensores inmensos, sin ninguna esperanza.

Veo venir la pelota embarrada, pesada. El primer defensor apenas la roza me llega y doy un pequeño saltito la peino con mis rulos y veo que el balón hace un globo perfecto y se mete por atrás del arquero. Es un golazo, igualito que el de Cani a Italia pero 6 años antes. Salgo gritando por la línea, mi mejor aliada, en esa me agarra Raúl y me revolea por el aire. Nunca lo vi gritar así, se acercan mis compañeros y hacemos la clásica montaña humana como jugadores profesionales.

Cacho, mi viejo, primero fue a consolar al arquero de Sacachispas que estaba llorando junto al palo. La pelota todavía estaba adentro del arco. Después vino y me dio un abrazo interminable. Así fue.

En Moliere volvieron los gritos. El filósofo seguía defendiendo el gol de Corbatta y Claudio manejaba el control remoto con maestría. Se acercaba la hora de partir hacia el sábado a la noche.

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