martes, 25 de marzo de 2008

Por favor, no bombardeen Buenos Aires

Todos los jueves acompañaba a mi abuela a la feria de la calle Bahía Blanca. Yo era el encargado de llevar el changuito. A la ida era un fórmula 1, hacía willy en los cordones y hasta jugaba carreras con las señoras que iban adelante en procesión hacia la feria. La vuelta no era tan divertida, el changuito rojo cargado apenas me permitía moverlo.

Taca iba adelante y siempre se robaba alguna plantita que le gustaba de los jardines de los vecinos. Un día un helecho, otro día una lavanda, siempre se llevaba algo para plantar en la casa de la calle Mercedes.

La feria era una especie de circo, pero sin carpa principal. Empezaba por las frutas y verduras. Ahí ya el changuito estaba lleno. Después pasábamos por el paraíso de la quesería. Don Oscar siempre me daba un pedacito de queso o alguna aceitunita. Nunca más volví a comer aceitunas de ese tamaño, se los juro. Al final estaban las pescaderías con un olor tan fuerte que creo que me hizo odiar el pescado para siempre.

Una mañana de otoño, Taca llevó dos changuitos en vez de uno. Los cargó los dos hasta el tope. Mientras volvíamos mis quejas llegaron hasta tal punto que mi abuela confesó su temor: “Lo que pasa es que estamos en guerra con Inglaterra y no sé lo que puede pasar”.

Yo siempre había jugado a la guerra. Usaba el paraguas de mi vieja como rifle, una cantimplora enganchada en el pantalón y el casco rojo de la patineta. Jugaba a ser el sargento Sanders de la serie Combate. Mis objetivos eran la toma del comedor o patrullar la última pieza, donde dormían mi vieja y mi tía. Pero parece que esta vez la cosa iba en serio.

Llegamos a Mercedes con los dos changuitos y mi abuela llenó la parte de arriba de la alacena amarilla de la cocina. La guerra era lejos de Floresta, pero existía la posibilidad de que bombardeen Buenos Aires, eso decían.

En el colegio, yo estaba en segundo grado, me explicaron la importancia estratégica de dos islas en el sur del país. La maestra, llamémosla Marité, nos contó que las Malvinas eran la llave para dominar los océanos Atlántico y Pacífico. Nos pidieron que escribamos cartas para los soldados que estaban peleando. Yo no recuerdo haber escrito nada, pero si llevé chocolates y una bufanda marrón muy larga.

Desde ese momento tengo una especie de laguna. De la guerra no se habló más. Mi abuela fue vaciando la alacena amarilla de a poco. Nunca más usamos dos changuitos para ir a la feria y en el colegio usamos el salón de música para ver los partidos del Mundial 82. Yo empecé a soñar con conseguir en algún lado la figurita de Paolo Rossi, la más difícil del álbum.

Un par de años después en la peluquería de JR, le decíamos así por su parecido al malo de la serie Dinastía, pude ver algunas tapas de la revista GENTE. Yo no entendía muy bien la historia. Se contaba como un partido de fútbol. Parece que íbamos ganando, pero al final perdimos. Y así fue.

2 comentarios:

Rockero Hi Fi dijo...

Yo les mandé unos chocolates con una cartita a los soldados. Pero me acuerdo menos porque estaba en el pre escolar. Me acuerdo que Argentina perdió dos partidos seguidos, con Brasil e Italia por la Copa del Mundo. De eso hablaba mi maestra con el profesor de música.

Saludos!

Anónimo dijo...

Che, que bueno! Me gustó mucho este texto. Cierra perfecto, me parece sólido, contundente y una explicación brillante y síntética de la incoherencia de aquellos años. La guerra de Malvinas y el mundial, me encontraron en España, viviendo con una familia muy amiga de mi viejo, que en ese momento hacía un rato largo que estaba en cana. Y lo que más recuerdo es que esta familia, no nos dejaba, ni a mi ni a sus hijos, festejar el mundial, o ver los partidos y yo pensaba: "si mi viejo estuviera acá saldríamos a festejar seguro".
Porque claro, había algo que los que estabamos afuera sabíamos de sobra, Malvinas estaba perdida desde el principio. El mundial era una especie de revancha absurda.
Un placer enorme leerte. Espero nuevos textos. Un abrazo. Juan.