Cuando uno es chico los pasillos y patios del colegio parecen enormes. Alguna vez prueben volver a su colegio de la primaria y verán que la cancha de fútbol que parecía enorme, ahora sólo sirve para jugar un cabeza y que las gradas que parecían del estadio Monumental son apenas un par de escalones.
Con el Cabezón y el Tano recorríamos los pasadizos del colegio República del Perú como si fuéramos Indiana Jones. Podíamos escondernos debajo del escenario del comedor o recorrer un pasillo oscuro al que llamábamos las catacumbas. Por ese pasillo oscuro di mi primer beso, pero eso es otra historia.
En las catacumbas fue donde una tarde de hora libre planeamos el golpe perfecto, la travesura jamás pensada por nadie: el asalto al kiosco de Natalio.
Les cuento, justo al lado de la escuela estaba el local de Natalio y Debora. Era un negocio minúsculo, pero tenía de todo. Desde golosinas y figuritas, hasta trajes de yudo de todos los talles.
Una tarde de primavera esperamos el fin de clases y ejecutamos el plan maestro. Entramos a lo de Nata y mientras el Tano pedía dos plasticolas de colores, con el Cabeza nos mandamos para abajo del mostrador. Ahora, sólo restaba esperar que cierre y abrirle la puerta al Tano.
Teníamos la coartada perfecta para pasar la noche en el local: íbamos a dormir en lo de otro compañero del grado, al cual no le avisamos nada, claro. Natalio no nos había visto y media hora después cerró el local como todos los días, sólo un rato después de la hora de salida de la escuela. Cayó el Tano, le abrimos y empezó nuestra aventura.
Todo estaba oscuro y el pequeño local se abría enorme ante nuestros ojos. Desde los primeros estantes más altos empezaron a caer chorros de colores de las plasticolas, como si fueran cañones. Con sus dotes de tenista, el Cabezón agarró una raqueta de madera que estaba sobre el mostrador y bajó todas los tarritos de un saque.
La cosa se ponía fulera. Parecía que Don Nata tenía todo armado para defender su local a como diera lugar. Avanzamos hacia el fondo del local y recibimos un ataque furioso de los aviones de madera balsa, los mismos que armábamos en la clase de Actividades Prácticas.
Se lanzaban contra nosotros y nos disparaban bolones, unos caramelos horribles que el kiosquero regalaba al primer chico que le abría la ventanita. El Cabezón esta vez no pudo pararlos con la raqueta, pero nos escondimos debajo de unos estantes y logramos despistar a la mini Fuerza Aérea.
Pero la pesadilla continuó. Seguimos por el pasillo hacia la oscuridad total, con rumbo incierto. A la izquierda del pasillo oscuro brillaba una luz. Los tres exploradores nos miramos y, sin hablar, decidimos seguir adelante. Estábamos cerca de descubrir el secreto mejor guardado, cómo hacía Natalio para ser el kiosco mejor provisto del mundo.
Con una pequeña bombita arriba, apareció ante nuestros ojos una caja fuerte de las tradicionales con combinación y todo. Otra vez las miradas y avanti, pero cuando estábamos llegando empiezan a llovernos desde los costados un montón de figuritas redondas de lata con las caricaturas de los jugadores del momento.
A mí me cortó la cara la del Loco Gatti y el cabezón sufrió una herida en la pierna del mismísimo Roberto Pasucci. Ya era demasiado para nosotros, apenas unos aprendices de Indiana Jones.
Mientras intentábamos salir del kiosco maldito nos cortaron el camino tres trajes de yudo que estaban parados frente a nosotros con cinturón negro, pese a que no tenían ni cabeza, ni manos. Se pusieron al costado nuestro y apenas con un gesto nos hicieron huir despavoridos de lo de Nata.
Ya estaba amaneciendo y nos quedamos sentados en la puerta del Perú a esperar que sea la hora de entrar. Al rato llega Natalio con su Renault 12 azul y abre su kiosco maldito. Todo estaba en orden y el buen hombre nos ofreció un bolón si le abríamos la ventana. Nos negamos rotundamente y con el Cabezón y el Tano nunca más hablamos del tema. El misterio aún continúa vigente por las calles de Floresta.
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1 comentario:
Excelente... como siempre. Ahora yo quiero 'la otra historia...'
Abrazo de gol
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