Mis primeros amores eran inventados, pura fantasía. Con el cabezón, en su casa del pasaje Mar del Plata, recortábamos fotos de chicas de la revista del Clarín y las pegábamos en hojas. La mía, por alguna razón extraña, siempre se llamaba Leticia.
La elegía con boina y polleras, recuerdo. Después de nuestro banquete revisteril, los lunes en los recreos inventábamos historias de salidas y besos robados. También, en la peluquería de JR -le pusimos ese apodo por su parecido con el malo de Dallas- me dejaban embobado las tapas con la carita de Graciela Alfano, era un ángel.
Cuando estaba en segundo grado tenía una maestra muy linda. Era rubia, media petiza y de rulitos. Se reía todo el tiempo, pero más cuando la iba a visitar el director. El hombre era verdaderamente popular dentro del colegio. Su nombre era coreado en las fiestas de fin de año. Tenía un Renault 12 celeste y años después lo vieron fuera de horario escolar con la señorita de la risa fácil.
A mi me gustaba esa maestra, confieso, como a casi todos mis colegas de grado. Taca, medio en joda medio celosa, le recordaba a mi abuelo su interés en irme a buscar al colegio durante ese año. Para mi fue el año más generoso de mi abuelo, me compraba los viernes dos paquetes de figuritas del Mundial 82. Igual nunca me salió la “figu” maldita, la del tano Paolo Rossi.
Pero bueno, después estaban las minas reales, las que estaban al alcance de la mano, las compañeras. Había una increíblemente bella y con aire de vedette. Era claramente la más linda del grado. Lo peor era que lo sabía.
Todas las semanas la chica A, llamémosla así, armaba su ranking semanal. El papelito era enviado por alguno de nosotros y decía: “¿De quién gustas? Primero, segundo y tercero. En silencio, como presos que se pasan algún mensaje, el papelito llegaba con las noticias sobre los elegidos para los próximos 7 días.
De esta manera, durante esa semana, cada uno de nosotros se transformaba en una especie de novio de América. La chica A sonreía, sus dientes eran perlas, y hablaba con los elegidos del ranking.
Después estaba la chica B, que estaba perdidamente enamorada de mí. Bueno, por lo menos, eso me decía en sus cartas. Recibía varias por semana perfumadas, con dibujos, versos y declaraciones de amor eterno. Claro es fácil hablar de eternidad a los 8 años, pero bueno esa es otra historia.
El tema es que la luz de la chica A brillaba con demasiada fuerza. La semana que me tocó liderar el ranking de la aprendiz de vedette, estaba en un embrollo. Fue el momento de enfrentar mi primer drama amoroso y sin la ayuda de una cerveza.
Después de un match de tenis con el Cabezón y el Tano en el pasaje Mar del Plata, les conté mi problema. Esto ya excedía largamente el recorte de las chicas de la revista de Clarín. Ahora me enfrentaba a dos “Leticias” de carne y hueso.
Sentados en el cordón, frente a la casa de una vieja que tenía un árbol de mandarinas, se decidió el pequeño drama. El cabezón era un tierno, pese a que ya tenía la fuerza de un mastodonte, y me decía que me quede con B que A te olvida en una semana. El Tano, mucho más pillo (ya les voy a contar sus caminatas lunares algún día), me pedía que intente lo imposible: “Tenés que besar a la chica A, ser el primero”.
Bueno ese lunes aparecí al tope del ranking, lamentablemente. Los cachetes se me pusieron más colorados que nunca. Mis pecas eran casi violetas y transpiraba toda la maldita polera que me había puesto mi mamá.
Como preferido de esa semana tenía el privilegio de ver a la chica A de cerca, mientras jugaba al elástico. Estaba en el segundo patio, el que tenía una pequeña pileta de natación en el fondo, pasé cerca de ella sin mirarla. Me acerque a B le dediqué una sonrisa y me fui con el Tano y el Cabezón a jugar a Swat, por suerte esa semana me había tocado el papel de Luca, el francotirador. Ya había tomado una decisión.
domingo, 27 de abril de 2008
martes, 22 de abril de 2008
Un pedido para Papá Noel
El primer regalo que me trajo Papá Noel fue un muñeco de Robin articulado. Nunca pude entender bien por qué le faltaba Batman, su compañero y protagonista principal de las aventuras. El Joven Maravilla estaba en la puerta de entrada de mi casa de Floresta, ya que en mi casa de Floresta no había arbolito de Navidad.
Yo nunca aguantaba hasta las 12, obviamente, y el regalo me llegaba al otro día. Me levantaba muy temprano y mi abuela ya estaba amasando los ravioles para el mediodía. Por esas cosas de la vida, Robin se incorporó a los buenos de las Guerra de las Galaxias, junto a Han Solo y Luke. Todo un refuerzo para enfrentar a Vader y el lado oscuro de la fuerza.
Enseguida les cuento como fue que llegó el Joven Maravilla a mis manos. No recuerdo otros grandes regalos de Navidad, pero sí tengo en mi memoria frescos los momentos de los pedidos. Era toda una ceremonia: me sentaba con mi vieja en la mesa de fórmica de la cocina. Mi mamá escribía como la mejor secretaria del mundo. Creo que tiene la mejor letra del mundo, una verdadera letra de maestra. Mientras tanto, entre sus masas, Taca me soplaba ideas para regalos.
La lista para Papa Noel era interminable. Una bici cross, el barco pirata del playmobil, la espada de Sandokán, la moto de Poncharelo y el sable de Luke. Mi vieja anotaba en silencio. Desde ese instante, yo me la pasaba esperando el momento de ir a visitar al hombre de la barba blanca.
Y llegaba ese bendito sábado. Siempre hacía calor y mi vieja me ponía las bermudas nuevas y la camisa que, por una extraña razón, la recuerdo apretada al cuello. Me peinaba con raya al medio, pese a mi resistencia lo juro, y me perfumaba todo con una olorosa colonia Pibes. Mi vieja se ponía un vestido color celeste, igualito a la bandera argentina. Tenía que esperarla mientras se pintaba la cara y se hacía la cola de caballo.
Y salíamos a la aventura. Primero pasábamos por Natalio para comprar algunas golosinas. El hombre pelado y de bigotes amarillos atendía el negocio junto a su esposa Debora. La mujer parecía tener ojos en la espalda, como Bochini, y era imposible birlarle un caramelo. El local era el negocio mas extraño de Floresta. Vendía desde las tradicionales golosinas hasta cualquier elemento que pidieran en el colegio, en especial en las clases de actividades prácticas. En los estantes más lejanos había desde un avión de madera balsa para armar hasta un traje de yudo.
Volvamos al viaje que era tan largo como el del Valiant a la lejana patria de la felicidad. Subíamos al 106 verde, con cartel rojo, ahí en el asiento ya empezaba a recordar todo lo que le iba a decir al hombre del traje rojo. Pero una vez, me guardé un pedido especial, que ni mi vieja lo supo.
Durante el traqueteo del viaje jugaba con mi vieja a contar los autos rojos o amarillos que pasaban al lado del gigante verde. Por alguna casualidad de la vida siempre ganaba yo con los colorados. Llegaba el momento de bajar. La ceremonia, en este caso, era el toque del timbre del colectivo. Yo insistía en hacerlo varias veces, casi me quedaba pegado al botón. Mi vieja me zamarreaba del brazo para que afloje.
Bajábamos del 106, para mi los escalones del bondi eran gigantes, y enfilábamos por la peatonal. Mi mamá ponía una voz como solemne cuando nombraba la casa de Papá Noel: “Vive en la calle Florida, en Harrod’s”, me contaba al oído.
Hacíamos la cola con cientos de madres junto a colegas con listas de regalos parecidas a las mías. La espera se me hacía interminable y me cansaba de ver siempre las mismas vidrieras. Se me acalambraban las piernas y las botanguitas ya me hacían doler los dedos.
Hasta que llegaba el momento de encontrarme con él. Todo era como medio de cotillón a su alrededor y eso me gustaba aún más. Dejé la carta en una urna, llena de otras hojas, y me acerqué a su trono. “Quiero una bici con rueditas, la espada de Sandokán”, le dije y hasta ahí fue todo sonrisa. Luego agregué: “También quiero ver a mi papá, que está lejos y no lo dejan volver”. En ese instante, al mismo tiempo que Papa Noel se siguió riendo sin entender, mi vieja me agarró del brazo fuerte y me sacó de la casita de cotillón.
Por primera vez en mi vida sentí que mi mamá tenía miedo de verdad, como cuando después entró el murciélago en la casa de Gesell. Volvimos sin hablar en el colectivo verde. Esa Navidad, sólo recibí un Robin sin Batman.
Yo nunca aguantaba hasta las 12, obviamente, y el regalo me llegaba al otro día. Me levantaba muy temprano y mi abuela ya estaba amasando los ravioles para el mediodía. Por esas cosas de la vida, Robin se incorporó a los buenos de las Guerra de las Galaxias, junto a Han Solo y Luke. Todo un refuerzo para enfrentar a Vader y el lado oscuro de la fuerza.
Enseguida les cuento como fue que llegó el Joven Maravilla a mis manos. No recuerdo otros grandes regalos de Navidad, pero sí tengo en mi memoria frescos los momentos de los pedidos. Era toda una ceremonia: me sentaba con mi vieja en la mesa de fórmica de la cocina. Mi mamá escribía como la mejor secretaria del mundo. Creo que tiene la mejor letra del mundo, una verdadera letra de maestra. Mientras tanto, entre sus masas, Taca me soplaba ideas para regalos.
La lista para Papa Noel era interminable. Una bici cross, el barco pirata del playmobil, la espada de Sandokán, la moto de Poncharelo y el sable de Luke. Mi vieja anotaba en silencio. Desde ese instante, yo me la pasaba esperando el momento de ir a visitar al hombre de la barba blanca.
Y llegaba ese bendito sábado. Siempre hacía calor y mi vieja me ponía las bermudas nuevas y la camisa que, por una extraña razón, la recuerdo apretada al cuello. Me peinaba con raya al medio, pese a mi resistencia lo juro, y me perfumaba todo con una olorosa colonia Pibes. Mi vieja se ponía un vestido color celeste, igualito a la bandera argentina. Tenía que esperarla mientras se pintaba la cara y se hacía la cola de caballo.
Y salíamos a la aventura. Primero pasábamos por Natalio para comprar algunas golosinas. El hombre pelado y de bigotes amarillos atendía el negocio junto a su esposa Debora. La mujer parecía tener ojos en la espalda, como Bochini, y era imposible birlarle un caramelo. El local era el negocio mas extraño de Floresta. Vendía desde las tradicionales golosinas hasta cualquier elemento que pidieran en el colegio, en especial en las clases de actividades prácticas. En los estantes más lejanos había desde un avión de madera balsa para armar hasta un traje de yudo.
Volvamos al viaje que era tan largo como el del Valiant a la lejana patria de la felicidad. Subíamos al 106 verde, con cartel rojo, ahí en el asiento ya empezaba a recordar todo lo que le iba a decir al hombre del traje rojo. Pero una vez, me guardé un pedido especial, que ni mi vieja lo supo.
Durante el traqueteo del viaje jugaba con mi vieja a contar los autos rojos o amarillos que pasaban al lado del gigante verde. Por alguna casualidad de la vida siempre ganaba yo con los colorados. Llegaba el momento de bajar. La ceremonia, en este caso, era el toque del timbre del colectivo. Yo insistía en hacerlo varias veces, casi me quedaba pegado al botón. Mi vieja me zamarreaba del brazo para que afloje.
Bajábamos del 106, para mi los escalones del bondi eran gigantes, y enfilábamos por la peatonal. Mi mamá ponía una voz como solemne cuando nombraba la casa de Papá Noel: “Vive en la calle Florida, en Harrod’s”, me contaba al oído.
Hacíamos la cola con cientos de madres junto a colegas con listas de regalos parecidas a las mías. La espera se me hacía interminable y me cansaba de ver siempre las mismas vidrieras. Se me acalambraban las piernas y las botanguitas ya me hacían doler los dedos.
Hasta que llegaba el momento de encontrarme con él. Todo era como medio de cotillón a su alrededor y eso me gustaba aún más. Dejé la carta en una urna, llena de otras hojas, y me acerqué a su trono. “Quiero una bici con rueditas, la espada de Sandokán”, le dije y hasta ahí fue todo sonrisa. Luego agregué: “También quiero ver a mi papá, que está lejos y no lo dejan volver”. En ese instante, al mismo tiempo que Papa Noel se siguió riendo sin entender, mi vieja me agarró del brazo fuerte y me sacó de la casita de cotillón.
Por primera vez en mi vida sentí que mi mamá tenía miedo de verdad, como cuando después entró el murciélago en la casa de Gesell. Volvimos sin hablar en el colectivo verde. Esa Navidad, sólo recibí un Robin sin Batman.
viernes, 18 de abril de 2008
La tele a colores llega a mi casa de Floresta
Yo miraba varias horas de televisión por día. Cuando estaba aburrido de armar historias con los muñequitos de la guerra de las galaxias o de jugar a ser Poncharelo, el policía de Chips, prendía un gran aparato color marrón que heredé cuando me mudé a la pieza que había sido ocupada por uno de mis tíos.
Miraba las series del mediodía y a la noche a veces, cuando mi vieja no se daba cuenta veía algunas de las novelas prohibidas. Recuerdo una que era presentada por una vieja en sillas de ruedas. En cada capítulo había una muerte trágica. A mi ya me asustaba la cara de la señora, así que imaginen en que estado dormía esa noche.
Luego de una de esas noches de insomnio y pesadillas, noté cierto revuelo para un sábado invernal. Mi vieja evitó pintarse el pelo de amarillo, mi abuelo tenía la Tonomac apagada, mi tía no encendió la maldita aspiradora y mi abuela casi no había visitado su cocina amarilla.
Empecé a mirar para todos lados y abrí la heladera, la del hielo por todas partes. Confirmado, algo raro estaba pasando. El gigante amarillo estaba repleto de gaseosas como si se fuera a festejar un cumpleaños o Navidad.
Mi abuelo se plantó en el balcón de la casa de Mercedes. Todavía lo veo con sus patas flacas y su gorra gris, la misma que hoy cuelga de mi biblioteca. Estaba ansioso y Taca iba y venía con la pava y el mate de metal amarillo.
Mi tía y mi vieja no pelearon ese sábado. Y comimos sándwiches con las figazas de la panadería de la calle Segurola, como cuando nos íbamos de viaje. Yo me metí en la pieza y armé un clásico de fútbol entre los malos y los buenos de la Guerra de las Galaxias.
El partido iba 1 a 0 para los extraterrestres. Yo siempre los hacía arrancar ganando, para después darle más emoción al triunfo de Han Solo, Luke y la princesa Leia, la gran arquera. En eso escucho unos gritos de mi abuelo: “Ahí viene, ahí viene”.
Suspendo el partido, a pesar de la derrota, y corro por el pasillo hasta la puerta del balcón. Toda mi familia ya estaba apoyada en la baranda mirando para abajo. Mi tío estaciona su citroneta amarilla entre el Torino y la Chevy de los vecinos. Tenía en el techo tres enormes cajas blancas con unas letras grandes en negro.
Entre mi abuelo y mi tío bajan una de esas cajas, mientras Taca le servía un vaso de Coca bien helada, la misma botella que no me había dejado tocar durante toda la mañana. En eso llega mi otro tío, experto en electricidad, con una antena bajo el brazo.
La caja tenía una tele como la de mi pieza, pero con otros botones. Los hombres estuvieron toda la tarde tratando de conectarla. Mi tío electricista colgado del techo de la terraza y las mujeres desde abajo ordenando la orientación. Yo, todavía, no entendía nada.
En eso, se enciende un mundo nuevo de colores ante mis ojos. Lo primero que recuerdo es a una señora de vestido rojo y con una mesa y sillas detrás. Año después me enteré que era Mirtha Legrand. Extrañamente, la recuerdo muy parecida a lo que es ahora.
Después mi tío se fumó un 43/70, despedía un olor fuerte de sus manos, de su ropa, de todos lados y partió en su citroneta amarilla a repartir el resto de los televisores en la familia. Ese año vimos Malvinas en blanco y negro, pero a Kempes y Maradona a todo color desde España.
Miraba las series del mediodía y a la noche a veces, cuando mi vieja no se daba cuenta veía algunas de las novelas prohibidas. Recuerdo una que era presentada por una vieja en sillas de ruedas. En cada capítulo había una muerte trágica. A mi ya me asustaba la cara de la señora, así que imaginen en que estado dormía esa noche.
Luego de una de esas noches de insomnio y pesadillas, noté cierto revuelo para un sábado invernal. Mi vieja evitó pintarse el pelo de amarillo, mi abuelo tenía la Tonomac apagada, mi tía no encendió la maldita aspiradora y mi abuela casi no había visitado su cocina amarilla.
Empecé a mirar para todos lados y abrí la heladera, la del hielo por todas partes. Confirmado, algo raro estaba pasando. El gigante amarillo estaba repleto de gaseosas como si se fuera a festejar un cumpleaños o Navidad.
Mi abuelo se plantó en el balcón de la casa de Mercedes. Todavía lo veo con sus patas flacas y su gorra gris, la misma que hoy cuelga de mi biblioteca. Estaba ansioso y Taca iba y venía con la pava y el mate de metal amarillo.
Mi tía y mi vieja no pelearon ese sábado. Y comimos sándwiches con las figazas de la panadería de la calle Segurola, como cuando nos íbamos de viaje. Yo me metí en la pieza y armé un clásico de fútbol entre los malos y los buenos de la Guerra de las Galaxias.
El partido iba 1 a 0 para los extraterrestres. Yo siempre los hacía arrancar ganando, para después darle más emoción al triunfo de Han Solo, Luke y la princesa Leia, la gran arquera. En eso escucho unos gritos de mi abuelo: “Ahí viene, ahí viene”.
Suspendo el partido, a pesar de la derrota, y corro por el pasillo hasta la puerta del balcón. Toda mi familia ya estaba apoyada en la baranda mirando para abajo. Mi tío estaciona su citroneta amarilla entre el Torino y la Chevy de los vecinos. Tenía en el techo tres enormes cajas blancas con unas letras grandes en negro.
Entre mi abuelo y mi tío bajan una de esas cajas, mientras Taca le servía un vaso de Coca bien helada, la misma botella que no me había dejado tocar durante toda la mañana. En eso llega mi otro tío, experto en electricidad, con una antena bajo el brazo.
La caja tenía una tele como la de mi pieza, pero con otros botones. Los hombres estuvieron toda la tarde tratando de conectarla. Mi tío electricista colgado del techo de la terraza y las mujeres desde abajo ordenando la orientación. Yo, todavía, no entendía nada.
En eso, se enciende un mundo nuevo de colores ante mis ojos. Lo primero que recuerdo es a una señora de vestido rojo y con una mesa y sillas detrás. Año después me enteré que era Mirtha Legrand. Extrañamente, la recuerdo muy parecida a lo que es ahora.
Después mi tío se fumó un 43/70, despedía un olor fuerte de sus manos, de su ropa, de todos lados y partió en su citroneta amarilla a repartir el resto de los televisores en la familia. Ese año vimos Malvinas en blanco y negro, pero a Kempes y Maradona a todo color desde España.
miércoles, 16 de abril de 2008
La invasión a mi lejana patria de la felicidad
Tenía dos amigos en la lejana patria de la felicidad con los cuales sólo nos veíamos durante los veranos. En ese tiempo, en la playa, éramos inseparables. Armábamos pistas de autos, yo manejaba el braham blanco de Piquet, volcanes de arena y barrenábamos como en pleno Hawai. Años más tarde, con estos mismos compañeros compartí mis primeras salidas nocturnas, pero eso ya es otra historia.
La única imagen que me quedó de ellos era en malla y, a lo sumo, una salida de baño de toalla turquesa que usaba uno de ellos. Una tarde lluviosa, mi vieja me había llevado a los jueguitos. Yo estaba subiendo y bajando en un helicóptero de esos de mentira y pasó uno de los pibes con su viejo. Fue todo un impacto verlo con ropa de calle, casi no lo conocí.
Creo que mis primeras tristezas fuertes me las agarré cuando llegaba febrero y me tenía que separar de mis dos amigos de playa. Pero vayamos al punto.
Una tarde, estábamos los tres armando una muralla frente al mar. Arrodillados, con arena por todos lados y tratando de evitar las filtraciones del agua. De pronto, pasaron muy cerca del mar dos aviones de los de guerra, parecidos a los de la película Top Gun. Hicieron un ruido increíble.
Esa noche, en mi segunda pieza, la del altillo del edificio Aguará, me dormí soñando con la llegada de una invasión extraterrestre por el mar. Yo veía luces rojas, gente corriendo. Terminaba escondido en el balneario Merimar con mi familia. En el refugio también estaba el bañero Charlie. Un muchacho musculoso, de bigote y voz finita, que jugaba a la paleta como un verdadero campeón.
Yo nunca llegaba a ver al enemigo, sólo puntos luminosos en el cielo y cosas que explotaban. Al final la película quedaba inconclusa cuando me levantaba la voz de Taca y llegaba la ceremonia de la leche.
Esa mañana, en la playa, con mis dos cumpas cavamos trincheras y dibujamos ametralladoras para esperar el paso de los aviones enemigos. Nos pasamos toda la mañana bajo tierra y hablando en voz baja. Nos hacíamos señas copiadas del sargento Sanders, el de la serie Combate. Pero las naves no volvieron a pasar.
Meses más tarde, en el otoño, las trincheras y los aviones se trasladaron hacia el sur. Y ya no era un juego de nenes.
La única imagen que me quedó de ellos era en malla y, a lo sumo, una salida de baño de toalla turquesa que usaba uno de ellos. Una tarde lluviosa, mi vieja me había llevado a los jueguitos. Yo estaba subiendo y bajando en un helicóptero de esos de mentira y pasó uno de los pibes con su viejo. Fue todo un impacto verlo con ropa de calle, casi no lo conocí.
Creo que mis primeras tristezas fuertes me las agarré cuando llegaba febrero y me tenía que separar de mis dos amigos de playa. Pero vayamos al punto.
Una tarde, estábamos los tres armando una muralla frente al mar. Arrodillados, con arena por todos lados y tratando de evitar las filtraciones del agua. De pronto, pasaron muy cerca del mar dos aviones de los de guerra, parecidos a los de la película Top Gun. Hicieron un ruido increíble.
Esa noche, en mi segunda pieza, la del altillo del edificio Aguará, me dormí soñando con la llegada de una invasión extraterrestre por el mar. Yo veía luces rojas, gente corriendo. Terminaba escondido en el balneario Merimar con mi familia. En el refugio también estaba el bañero Charlie. Un muchacho musculoso, de bigote y voz finita, que jugaba a la paleta como un verdadero campeón.
Yo nunca llegaba a ver al enemigo, sólo puntos luminosos en el cielo y cosas que explotaban. Al final la película quedaba inconclusa cuando me levantaba la voz de Taca y llegaba la ceremonia de la leche.
Esa mañana, en la playa, con mis dos cumpas cavamos trincheras y dibujamos ametralladoras para esperar el paso de los aviones enemigos. Nos pasamos toda la mañana bajo tierra y hablando en voz baja. Nos hacíamos señas copiadas del sargento Sanders, el de la serie Combate. Pero las naves no volvieron a pasar.
Meses más tarde, en el otoño, las trincheras y los aviones se trasladaron hacia el sur. Y ya no era un juego de nenes.
lunes, 14 de abril de 2008
La abuela Taca versus Doña Petrona
La casa de la calle Mercedes tenía dos enormes aparatos de TV blanco y negro. Uno en la pieza de mis abuelos y otro en la pieza de mi tío más joven, que heredé cuando se casó.
Las tardes que no se dedicaba a coser, Taca solía ver un programa de cocina llamado “Buenas tardes, mucho gusto”. Apoyaba el mate y la pava en un banquito marrón, de esos que se vuelven escalerita. El mismo que se transformaba en mi caballo, cuando yo me convertía en el Llanero solitario.
Yo me sentaba al lado de ella, mientras mi abuelo dormitaba con la radio a todo lo que da en el sillón verde del comedor. Cada tanto, desde la pieza se escuchaba un ruido como de serrucho intentando cortar un sauce. Eran los ronquidos de mi abuelo que acompañaban a los tangos de la Tonomac.
Miraba a mi abuela atento, el programa me aburría demasiado. Pero esperaba un momento de la tarde especial. Ya les cuento en detalles.
La vida también tiene pases de comedia repetidos. En un momento dado mi abuela repetía una escena que me hacía reír más que los payasos del circo Rodas. Llegaba una cocinera medio gordita y algo anciana, para mí. Taca se desesperaba y me mandaba corriendo a buscar lápiz y papel al lado del teléfono negro del comedor.
“Apurate, que llegó Doña Petrona C. de Gandulfo”, me decía. El nombre ya me daba la sensación de estar frente a una reina de la cocina. Mi abuela, claro, le disputaba el trono y para eso tenía que copiar sus recetas sin que ella se enterara.
La mujer de la tele se vestía muy parecida a mi abuela y tenía unos brazos fuertes de tanto amasar. A mí siempre me gustaba jugar con el antebrazo de Taca, que eran enormes de tanto amasar.
Doña Petrona usaba una batidora moderna y cuando la prendía en la tele ponían música de fondo. Ese era el momento en que mi abuela podía distraerse un poco de la receta y prepararme mi vaso de leche de la tarde. Luego volvía a su papel de espía copiona de la vieja de la tele.
Una vez terminada la audición, Taca volaba a la cocina conmigo detrás. “Manos a la obra”, me decía y empezaba a cocinar para la noche. Armaba un volcán de harina sobre el mármol amarillo y gastado de la cocina de Floresta. Yo intentaba despertar a mi abuelo con cosquillas en los pies y me ganaba unas lindas palabras para que me retire del comedor. Volvía a la cocina y la masa ya estaba armada.
Todo era amarillo en la cocina de Floresta: las paredes, las alacenas, los azulejos y hasta las masas que construía mi abuela con sus manos. Yo me subía a una silla, era lo único que no era amarillo creo, y Taca me regalaba un pedazo de su masa para que arme mis propias medialunas.
Ella estiraba la masa, yo estiraba la masa. Taca le ponía más harina, yo también. Después armábamos los pasteles. Los míos en una bandeja especial más chiquita y los poníamos a cocinar.
Mientras cocinaba, pensaba que le estábamos ganando la carrera a la vieja cocinera de la tele. Con mi voz de nene, pero ya recorriendo este mundo de adultos, le decía a Taca: “A vos te sale más rico que a Petrona”. Mi abuela se reía. Y yo soñaba con algún día ver a mi abuela en la tele cocinando.
Las tardes que no se dedicaba a coser, Taca solía ver un programa de cocina llamado “Buenas tardes, mucho gusto”. Apoyaba el mate y la pava en un banquito marrón, de esos que se vuelven escalerita. El mismo que se transformaba en mi caballo, cuando yo me convertía en el Llanero solitario.
Yo me sentaba al lado de ella, mientras mi abuelo dormitaba con la radio a todo lo que da en el sillón verde del comedor. Cada tanto, desde la pieza se escuchaba un ruido como de serrucho intentando cortar un sauce. Eran los ronquidos de mi abuelo que acompañaban a los tangos de la Tonomac.
Miraba a mi abuela atento, el programa me aburría demasiado. Pero esperaba un momento de la tarde especial. Ya les cuento en detalles.
La vida también tiene pases de comedia repetidos. En un momento dado mi abuela repetía una escena que me hacía reír más que los payasos del circo Rodas. Llegaba una cocinera medio gordita y algo anciana, para mí. Taca se desesperaba y me mandaba corriendo a buscar lápiz y papel al lado del teléfono negro del comedor.
“Apurate, que llegó Doña Petrona C. de Gandulfo”, me decía. El nombre ya me daba la sensación de estar frente a una reina de la cocina. Mi abuela, claro, le disputaba el trono y para eso tenía que copiar sus recetas sin que ella se enterara.
La mujer de la tele se vestía muy parecida a mi abuela y tenía unos brazos fuertes de tanto amasar. A mí siempre me gustaba jugar con el antebrazo de Taca, que eran enormes de tanto amasar.
Doña Petrona usaba una batidora moderna y cuando la prendía en la tele ponían música de fondo. Ese era el momento en que mi abuela podía distraerse un poco de la receta y prepararme mi vaso de leche de la tarde. Luego volvía a su papel de espía copiona de la vieja de la tele.
Una vez terminada la audición, Taca volaba a la cocina conmigo detrás. “Manos a la obra”, me decía y empezaba a cocinar para la noche. Armaba un volcán de harina sobre el mármol amarillo y gastado de la cocina de Floresta. Yo intentaba despertar a mi abuelo con cosquillas en los pies y me ganaba unas lindas palabras para que me retire del comedor. Volvía a la cocina y la masa ya estaba armada.
Todo era amarillo en la cocina de Floresta: las paredes, las alacenas, los azulejos y hasta las masas que construía mi abuela con sus manos. Yo me subía a una silla, era lo único que no era amarillo creo, y Taca me regalaba un pedazo de su masa para que arme mis propias medialunas.
Ella estiraba la masa, yo estiraba la masa. Taca le ponía más harina, yo también. Después armábamos los pasteles. Los míos en una bandeja especial más chiquita y los poníamos a cocinar.
Mientras cocinaba, pensaba que le estábamos ganando la carrera a la vieja cocinera de la tele. Con mi voz de nene, pero ya recorriendo este mundo de adultos, le decía a Taca: “A vos te sale más rico que a Petrona”. Mi abuela se reía. Y yo soñaba con algún día ver a mi abuela en la tele cocinando.
sábado, 5 de abril de 2008
Voy a tomar la ruta 2
La noche anterior se dormía poco. El cuartel de la calle Mercedes estaba en plena ebullición. Yo desde mi pieza, trataba de no asomar la cabeza, corría el riesgo de que me asignen tareas inhumanas de limpieza o descongelamiento de la enorme heladera amarilla, una verdadera Antártida, antes del cambio climático.
Se comían sándwiches de peceto con figazas de manteca de la panadería de la calle Segurola. Esa noche, la última por mucho tiempo en Floresta, la cocina no se usaba. Mi primera pizza de delivery la comí pasados los 20 años.
Mi tía y mi mamá se encargaban de las valijas de toda la familia. Mi abuela acopiaba matambres, pecetos y pandulces para llevar. Mi abuelo miraba todo desde lejos y decía: “Chicas, todo no entra, el auto no es de goma”. Las mujeres amenazaban con postergar el viaje o directamente quedarse a pasar el verano bajo el sol de Floresta. Yo seguía en la pieza mirando como Martín Karadagián y la Momia negra, la boxeadora, se daban con todo.
Cuando terminaba Titanes, todo estaba en calma por unas horas. Pero cerca de las 6 de la matina todo volvía a empezar. Mi tía armaba la canasta para el viaje, mientras mi abuelo cargaba el Valiant blanco hasta el techo. Yo me levantaba y mi abuela me servía mi súper vaso de leche. El fondo blanco lácteo era irrenunciable, tanto para Taca como para mí.
Ya estaba todo listo. Mi tía era la última en salir, pero antes rociaba la casa con Baygon para combatir a las cucas, una verdadera plaga en la casa de la calle Mercedes. Se cerraba la puerta cancel -así llamaban a la puerta de calle en mi familia- y empezaba la aventura.
Manejaba mi mamá y mi abuelo venía sentado al lado. Atrás, mi abuela, mi tía, yo y la canasta cargada con agua, mate, sándwiches y facturas. Pero todavía no se podía tocar nada. La ciudad estaba vacía y el sol se asomaba frente a nosotros. Yo iba mirando por la ventanilla, medio dormido todavía. Pasaban algunos camiones, colectivos y algún otro auto que también emprendía el viaje a la costa.
Después de casi dos horas de cruzar la Capital llegábamos a la ruta 2. En el Valiant se escuchaba, por ejemplo, “ojo, que ya estamos en la ruta”. Era como algo importante, solemne. Como el verdadero comienzo del viaje, luego de la previa.
Mi tía abría el paquete y repartía facturas. Mi abuela era la encargada de preparar el mate. Yo, al mismo tiempo, pedía agua y mi abuelo llevaba su radio portátil al máximo. A todo esto mi mamá pedía silencio y traía a esta verdadera asamblea familiar la inquietud de cuál era el mejor momento para pasar a un camión jaula cargado de vaquitas. Al final se decidía, mientras el viejo decía “sí, ahora”, y mi tía de atrás apretaba un freno imaginario.
Yo ya soñaba con la primera parada: Un lugar lleno de banderas que regalaba yogur y agua mineral fría, la de la canasta ya estaba tibia. Entrábamos con el Valiant a todo vapor. Mi abuela pedía un par de tarritos de más “porque el viaje es largo”, decía. Las promotoras se negaban con una sonrisa.
De vuelta en la ruta, abríamos los yogures todos al mismo tiempo. Mi tía había traído sólo dos cucharitas. Así que nos turnábamos para comer. Mi vieja, era la más perjudicada. Imaginenla al frente del barco con el duro volante del Valiant y las dudas ante cada camión que se cruzaba en nuestro camino.
Después, con el estómago lleno, esperaba poder ver el castillo de la ruta 2. Estaba cruzando un río y detrás de un frondoso bosque, apenas se dejaba ver. Cuando estábamos cerca, mi mamá comenzaba a gritar que me prepare que era sólo un segundo y seguimos. Yo me pegaba a la ventanilla del auto.
Ahí estaba, inmenso y de color rojo furioso. Era un flash y mi mente se disparaba. Siempre creí que era la casa del pirata Sandokán y su amada, Mariana, la perla de Labuan. Soñaba que allí en el castillo de la ruta 2 habían encontrado refugio para esconderse de los barcos ingleses que lo perseguían. Los mismos ingleses malos que nos habían robado las Malvinas.
Pero el viaje seguía. En Dolores parábamos para ir al baño. Mi abuelo me obligaba a mear sí o sí. “Mirá que después no paramos más”, me advertía. Le cargábamos nafta al Valiant y seguíamos rumbo al mar, a la lejana patria de la felicidad.
Yo esperaba la señal para empezar a darle a los sándwiches de pan lactal. Doblábamos en Las Armas y ahí automáticamente empezaba a pedir mi ración. De nuevo comenzaban los gritos. Yo sabía que todavía faltaba una parada. Era un clásico, a mi abuela le gustaba adornar el departamento del edificio Aguará con “los plumeros” de la ruta. La vieja esperaba el mejor momento, agazapada, y le tiraba a mi mamá la señal para detenerse. Mi tía pegaba un grito de aquellos, mi abuelo se lo bancaba piola.
“Los plumeros” viajaban en el asiento de atrás entre mi tía, con cara de culo, mi abuela y yo. El viaje estaba terminando. Ya se veían médanos al costado de la ruta y Taca me contaba que una vez a un hombre se le descompuso el auto y trató de llegar al mar y se perdió. Yo miraba el cielo y ya me imaginaba en la playa haciendo montañas, nadando en el mar y jugando con las paletas.
Así, el Valiant daba vuelta por la rotonda y entrábamos en la Villa. Todo se nombra con números en Gesell. Ahí estaba esperándome la 3 con los jueguitos electrónicos y nuestra segunda casa, el departamento 12 de la avenida 2. En el pasillo, el olor a mar era fuerte y mi nariz me decía ya estás de vacaciones. El viaje terminó.
Se comían sándwiches de peceto con figazas de manteca de la panadería de la calle Segurola. Esa noche, la última por mucho tiempo en Floresta, la cocina no se usaba. Mi primera pizza de delivery la comí pasados los 20 años.
Mi tía y mi mamá se encargaban de las valijas de toda la familia. Mi abuela acopiaba matambres, pecetos y pandulces para llevar. Mi abuelo miraba todo desde lejos y decía: “Chicas, todo no entra, el auto no es de goma”. Las mujeres amenazaban con postergar el viaje o directamente quedarse a pasar el verano bajo el sol de Floresta. Yo seguía en la pieza mirando como Martín Karadagián y la Momia negra, la boxeadora, se daban con todo.
Cuando terminaba Titanes, todo estaba en calma por unas horas. Pero cerca de las 6 de la matina todo volvía a empezar. Mi tía armaba la canasta para el viaje, mientras mi abuelo cargaba el Valiant blanco hasta el techo. Yo me levantaba y mi abuela me servía mi súper vaso de leche. El fondo blanco lácteo era irrenunciable, tanto para Taca como para mí.
Ya estaba todo listo. Mi tía era la última en salir, pero antes rociaba la casa con Baygon para combatir a las cucas, una verdadera plaga en la casa de la calle Mercedes. Se cerraba la puerta cancel -así llamaban a la puerta de calle en mi familia- y empezaba la aventura.
Manejaba mi mamá y mi abuelo venía sentado al lado. Atrás, mi abuela, mi tía, yo y la canasta cargada con agua, mate, sándwiches y facturas. Pero todavía no se podía tocar nada. La ciudad estaba vacía y el sol se asomaba frente a nosotros. Yo iba mirando por la ventanilla, medio dormido todavía. Pasaban algunos camiones, colectivos y algún otro auto que también emprendía el viaje a la costa.
Después de casi dos horas de cruzar la Capital llegábamos a la ruta 2. En el Valiant se escuchaba, por ejemplo, “ojo, que ya estamos en la ruta”. Era como algo importante, solemne. Como el verdadero comienzo del viaje, luego de la previa.
Mi tía abría el paquete y repartía facturas. Mi abuela era la encargada de preparar el mate. Yo, al mismo tiempo, pedía agua y mi abuelo llevaba su radio portátil al máximo. A todo esto mi mamá pedía silencio y traía a esta verdadera asamblea familiar la inquietud de cuál era el mejor momento para pasar a un camión jaula cargado de vaquitas. Al final se decidía, mientras el viejo decía “sí, ahora”, y mi tía de atrás apretaba un freno imaginario.
Yo ya soñaba con la primera parada: Un lugar lleno de banderas que regalaba yogur y agua mineral fría, la de la canasta ya estaba tibia. Entrábamos con el Valiant a todo vapor. Mi abuela pedía un par de tarritos de más “porque el viaje es largo”, decía. Las promotoras se negaban con una sonrisa.
De vuelta en la ruta, abríamos los yogures todos al mismo tiempo. Mi tía había traído sólo dos cucharitas. Así que nos turnábamos para comer. Mi vieja, era la más perjudicada. Imaginenla al frente del barco con el duro volante del Valiant y las dudas ante cada camión que se cruzaba en nuestro camino.
Después, con el estómago lleno, esperaba poder ver el castillo de la ruta 2. Estaba cruzando un río y detrás de un frondoso bosque, apenas se dejaba ver. Cuando estábamos cerca, mi mamá comenzaba a gritar que me prepare que era sólo un segundo y seguimos. Yo me pegaba a la ventanilla del auto.
Ahí estaba, inmenso y de color rojo furioso. Era un flash y mi mente se disparaba. Siempre creí que era la casa del pirata Sandokán y su amada, Mariana, la perla de Labuan. Soñaba que allí en el castillo de la ruta 2 habían encontrado refugio para esconderse de los barcos ingleses que lo perseguían. Los mismos ingleses malos que nos habían robado las Malvinas.
Pero el viaje seguía. En Dolores parábamos para ir al baño. Mi abuelo me obligaba a mear sí o sí. “Mirá que después no paramos más”, me advertía. Le cargábamos nafta al Valiant y seguíamos rumbo al mar, a la lejana patria de la felicidad.
Yo esperaba la señal para empezar a darle a los sándwiches de pan lactal. Doblábamos en Las Armas y ahí automáticamente empezaba a pedir mi ración. De nuevo comenzaban los gritos. Yo sabía que todavía faltaba una parada. Era un clásico, a mi abuela le gustaba adornar el departamento del edificio Aguará con “los plumeros” de la ruta. La vieja esperaba el mejor momento, agazapada, y le tiraba a mi mamá la señal para detenerse. Mi tía pegaba un grito de aquellos, mi abuelo se lo bancaba piola.
“Los plumeros” viajaban en el asiento de atrás entre mi tía, con cara de culo, mi abuela y yo. El viaje estaba terminando. Ya se veían médanos al costado de la ruta y Taca me contaba que una vez a un hombre se le descompuso el auto y trató de llegar al mar y se perdió. Yo miraba el cielo y ya me imaginaba en la playa haciendo montañas, nadando en el mar y jugando con las paletas.
Así, el Valiant daba vuelta por la rotonda y entrábamos en la Villa. Todo se nombra con números en Gesell. Ahí estaba esperándome la 3 con los jueguitos electrónicos y nuestra segunda casa, el departamento 12 de la avenida 2. En el pasillo, el olor a mar era fuerte y mi nariz me decía ya estás de vacaciones. El viaje terminó.
La lejana patria de la felicidad
Villa Gesell es para mí como la felicidad misma. Allí nos mudábamos con mi familia todos los veranos desde chico. Allí conocí el mar, me acerqué por primera vez a las chicas en la adolescencia y, también, conocí al amor de mi vida. Pero esa es otra historia.
Cada vez que se acercaba diciembre yo empezaba a ver y oler los signos de nuestro viaje a la patria de la felicidad. Mi abuela se ponía frenética a cocinar un pandulce tras otro. Mi nariz todavía recuerda el aroma del agua de azar. Yo la acompañaba a comprar los moldes en una papelera de la calle Mercedes. El vendedor era rengo y de rulos blancos. Siempre estaba fumando, pero siempre eh. Me regalaba moldecitos y yo armaba mis propios y humildes pandulces.
Mi abuelo llevaba el Valiant al mecánico, a la vuelta de casa en pleno pasaje Haití, el de Los Polacos. Imaginen a Don Barrito: vivía manchado de grasa y siempre estaba con dos o tres autos a medio armar en la puerta de su casa, el asfalto era su taller. Años después, lo vi en el velorio de mi abuelo de punta en blanco, irreconocible.
Otra señal de que nos íbamos, era que se abría la puerta más lejana del ropero de la abuela y se bajaban las valijas. Mi tía y mi mamá se la pasaban peleando. La disputa era a muerte para dilucidar qué ropa nos acompañaba al viaje al mar. Al final todo se zanjaba cuando se acercaba la fecha de la partida. Otro día les cuento los increíbles viajes en el Valiant blanco de mi abuelo.
Ahora vayamos a otro tema. Ya en la Villa, como le decimos los amantes de esas playas, una tarde lluviosa yo estaba acostado leyendo unas revistas de historietas usadas que compraba mi abuela. Estaba metido de lleno en las aventuras de Nippur de Lagash, un guerrero de espada afilada y buen corazón. En el final de la historia muere uno de sus mejores amigos, por la traición de un rey malvado. El último cuadrito era tremendo: uno de mis héroes favoritos llorando la muerte de su compinche más querido. Cerré la revista y me largue a llorar, yo también, como lo que era, un nene.
Trate de esconderme entre las decenas de almohadones que mi abuela solía poner en los sillones. Pasó mi abuelo para la pieza con su radio Tonomac a todo lo que da y no se dio cuenta.
¿Qué es la muerte? ¿Qué pasa cuando te morís? Son preguntas que aún hoy me persiguen. Pero ese día me las hice por primera vez. Al rato mi vieja me vio los ojos colorados y se me sentó al lado. Le conté como pude lo del amigo de Nippur y la muerte. Me abrazó fuerte. El olor de madre les juro, es curativo.
Después le pregunté: ¿Vos te vas a morir? Sí, me dijo, pero cuando vos seas ya un hombre grande y ya casi no me necesites. Enseguida retruqué: ¿Y mi papá se murió? Tardó en responder. Me miró y me dijo: Está vivo, pero vive muy lejos y por ahora no puede venir. Desde ese momento lo esperé.
Cada vez que se acercaba diciembre yo empezaba a ver y oler los signos de nuestro viaje a la patria de la felicidad. Mi abuela se ponía frenética a cocinar un pandulce tras otro. Mi nariz todavía recuerda el aroma del agua de azar. Yo la acompañaba a comprar los moldes en una papelera de la calle Mercedes. El vendedor era rengo y de rulos blancos. Siempre estaba fumando, pero siempre eh. Me regalaba moldecitos y yo armaba mis propios y humildes pandulces.
Mi abuelo llevaba el Valiant al mecánico, a la vuelta de casa en pleno pasaje Haití, el de Los Polacos. Imaginen a Don Barrito: vivía manchado de grasa y siempre estaba con dos o tres autos a medio armar en la puerta de su casa, el asfalto era su taller. Años después, lo vi en el velorio de mi abuelo de punta en blanco, irreconocible.
Otra señal de que nos íbamos, era que se abría la puerta más lejana del ropero de la abuela y se bajaban las valijas. Mi tía y mi mamá se la pasaban peleando. La disputa era a muerte para dilucidar qué ropa nos acompañaba al viaje al mar. Al final todo se zanjaba cuando se acercaba la fecha de la partida. Otro día les cuento los increíbles viajes en el Valiant blanco de mi abuelo.
Ahora vayamos a otro tema. Ya en la Villa, como le decimos los amantes de esas playas, una tarde lluviosa yo estaba acostado leyendo unas revistas de historietas usadas que compraba mi abuela. Estaba metido de lleno en las aventuras de Nippur de Lagash, un guerrero de espada afilada y buen corazón. En el final de la historia muere uno de sus mejores amigos, por la traición de un rey malvado. El último cuadrito era tremendo: uno de mis héroes favoritos llorando la muerte de su compinche más querido. Cerré la revista y me largue a llorar, yo también, como lo que era, un nene.
Trate de esconderme entre las decenas de almohadones que mi abuela solía poner en los sillones. Pasó mi abuelo para la pieza con su radio Tonomac a todo lo que da y no se dio cuenta.
¿Qué es la muerte? ¿Qué pasa cuando te morís? Son preguntas que aún hoy me persiguen. Pero ese día me las hice por primera vez. Al rato mi vieja me vio los ojos colorados y se me sentó al lado. Le conté como pude lo del amigo de Nippur y la muerte. Me abrazó fuerte. El olor de madre les juro, es curativo.
Después le pregunté: ¿Vos te vas a morir? Sí, me dijo, pero cuando vos seas ya un hombre grande y ya casi no me necesites. Enseguida retruqué: ¿Y mi papá se murió? Tardó en responder. Me miró y me dijo: Está vivo, pero vive muy lejos y por ahora no puede venir. Desde ese momento lo esperé.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)