La noche anterior se dormía poco. El cuartel de la calle Mercedes estaba en plena ebullición. Yo desde mi pieza, trataba de no asomar la cabeza, corría el riesgo de que me asignen tareas inhumanas de limpieza o descongelamiento de la enorme heladera amarilla, una verdadera Antártida, antes del cambio climático.
Se comían sándwiches de peceto con figazas de manteca de la panadería de la calle Segurola. Esa noche, la última por mucho tiempo en Floresta, la cocina no se usaba. Mi primera pizza de delivery la comí pasados los 20 años.
Mi tía y mi mamá se encargaban de las valijas de toda la familia. Mi abuela acopiaba matambres, pecetos y pandulces para llevar. Mi abuelo miraba todo desde lejos y decía: “Chicas, todo no entra, el auto no es de goma”. Las mujeres amenazaban con postergar el viaje o directamente quedarse a pasar el verano bajo el sol de Floresta. Yo seguía en la pieza mirando como Martín Karadagián y la Momia negra, la boxeadora, se daban con todo.
Cuando terminaba Titanes, todo estaba en calma por unas horas. Pero cerca de las 6 de la matina todo volvía a empezar. Mi tía armaba la canasta para el viaje, mientras mi abuelo cargaba el Valiant blanco hasta el techo. Yo me levantaba y mi abuela me servía mi súper vaso de leche. El fondo blanco lácteo era irrenunciable, tanto para Taca como para mí.
Ya estaba todo listo. Mi tía era la última en salir, pero antes rociaba la casa con Baygon para combatir a las cucas, una verdadera plaga en la casa de la calle Mercedes. Se cerraba la puerta cancel -así llamaban a la puerta de calle en mi familia- y empezaba la aventura.
Manejaba mi mamá y mi abuelo venía sentado al lado. Atrás, mi abuela, mi tía, yo y la canasta cargada con agua, mate, sándwiches y facturas. Pero todavía no se podía tocar nada. La ciudad estaba vacía y el sol se asomaba frente a nosotros. Yo iba mirando por la ventanilla, medio dormido todavía. Pasaban algunos camiones, colectivos y algún otro auto que también emprendía el viaje a la costa.
Después de casi dos horas de cruzar la Capital llegábamos a la ruta 2. En el Valiant se escuchaba, por ejemplo, “ojo, que ya estamos en la ruta”. Era como algo importante, solemne. Como el verdadero comienzo del viaje, luego de la previa.
Mi tía abría el paquete y repartía facturas. Mi abuela era la encargada de preparar el mate. Yo, al mismo tiempo, pedía agua y mi abuelo llevaba su radio portátil al máximo. A todo esto mi mamá pedía silencio y traía a esta verdadera asamblea familiar la inquietud de cuál era el mejor momento para pasar a un camión jaula cargado de vaquitas. Al final se decidía, mientras el viejo decía “sí, ahora”, y mi tía de atrás apretaba un freno imaginario.
Yo ya soñaba con la primera parada: Un lugar lleno de banderas que regalaba yogur y agua mineral fría, la de la canasta ya estaba tibia. Entrábamos con el Valiant a todo vapor. Mi abuela pedía un par de tarritos de más “porque el viaje es largo”, decía. Las promotoras se negaban con una sonrisa.
De vuelta en la ruta, abríamos los yogures todos al mismo tiempo. Mi tía había traído sólo dos cucharitas. Así que nos turnábamos para comer. Mi vieja, era la más perjudicada. Imaginenla al frente del barco con el duro volante del Valiant y las dudas ante cada camión que se cruzaba en nuestro camino.
Después, con el estómago lleno, esperaba poder ver el castillo de la ruta 2. Estaba cruzando un río y detrás de un frondoso bosque, apenas se dejaba ver. Cuando estábamos cerca, mi mamá comenzaba a gritar que me prepare que era sólo un segundo y seguimos. Yo me pegaba a la ventanilla del auto.
Ahí estaba, inmenso y de color rojo furioso. Era un flash y mi mente se disparaba. Siempre creí que era la casa del pirata Sandokán y su amada, Mariana, la perla de Labuan. Soñaba que allí en el castillo de la ruta 2 habían encontrado refugio para esconderse de los barcos ingleses que lo perseguían. Los mismos ingleses malos que nos habían robado las Malvinas.
Pero el viaje seguía. En Dolores parábamos para ir al baño. Mi abuelo me obligaba a mear sí o sí. “Mirá que después no paramos más”, me advertía. Le cargábamos nafta al Valiant y seguíamos rumbo al mar, a la lejana patria de la felicidad.
Yo esperaba la señal para empezar a darle a los sándwiches de pan lactal. Doblábamos en Las Armas y ahí automáticamente empezaba a pedir mi ración. De nuevo comenzaban los gritos. Yo sabía que todavía faltaba una parada. Era un clásico, a mi abuela le gustaba adornar el departamento del edificio Aguará con “los plumeros” de la ruta. La vieja esperaba el mejor momento, agazapada, y le tiraba a mi mamá la señal para detenerse. Mi tía pegaba un grito de aquellos, mi abuelo se lo bancaba piola.
“Los plumeros” viajaban en el asiento de atrás entre mi tía, con cara de culo, mi abuela y yo. El viaje estaba terminando. Ya se veían médanos al costado de la ruta y Taca me contaba que una vez a un hombre se le descompuso el auto y trató de llegar al mar y se perdió. Yo miraba el cielo y ya me imaginaba en la playa haciendo montañas, nadando en el mar y jugando con las paletas.
Así, el Valiant daba vuelta por la rotonda y entrábamos en la Villa. Todo se nombra con números en Gesell. Ahí estaba esperándome la 3 con los jueguitos electrónicos y nuestra segunda casa, el departamento 12 de la avenida 2. En el pasillo, el olor a mar era fuerte y mi nariz me decía ya estás de vacaciones. El viaje terminó.
sábado, 5 de abril de 2008
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3 comentarios:
Excelente y emotivo relato de los típicos viajes de vacaciones a la costa. Como siempre, este blog motiva los recuerdos; con mi viejo íbamos a Uruguay en auto (primero en un Dodge 1500 naranja, luego en un Peugeot 504 negro de techo amarillo). Pero generalmente viajábamos de noche. Lo que si recuerdo perfectamente era el cruce del puente 'Zarate Brazo Largo', que como está en subida, no parece tener fín... o, mejor dicho, no parece tener medio.
Entonces mi viejo me decia 'Uh... otra vez el puente esta roto, ahora vamos a tenemos que saltar' y aceleraba.... yo iba entusiasmado cogotrando entre los dos asientos delanteros. Pero para que el efecto tenga sentido, mi viejo (pícaro) me hacía cerrar los ojos durante el salto, pero lo relataba.
'Ahora vamos a saltar... ahí saltamos!! llegamos, llegamos!!', me decía.
A mi me encantaba creerle...
Qué lindas las vacaciones de la infancia!!! Nosotros no teníamos auto, asi que mi memoria lo que registra es el micro de la Anton o del Río de la Plata, y el destino era Pinamar, que ya empezaba a ser de Altieri, pero sin Yabrán, ni Cabezas, y menos que menos las 4x4, pero también me traía los famosos plumeros!!! Hermoso volver a acordarme de todo... incluso de que en esas épocas los yogures no eran bebibles!!!! por eso las cucharitas!!! gracias, Marian!!!
Me vas a hacer llorar pibe...
Un abrazo
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