La casa de la calle Mercedes tenía dos enormes aparatos de TV blanco y negro. Uno en la pieza de mis abuelos y otro en la pieza de mi tío más joven, que heredé cuando se casó.
Las tardes que no se dedicaba a coser, Taca solía ver un programa de cocina llamado “Buenas tardes, mucho gusto”. Apoyaba el mate y la pava en un banquito marrón, de esos que se vuelven escalerita. El mismo que se transformaba en mi caballo, cuando yo me convertía en el Llanero solitario.
Yo me sentaba al lado de ella, mientras mi abuelo dormitaba con la radio a todo lo que da en el sillón verde del comedor. Cada tanto, desde la pieza se escuchaba un ruido como de serrucho intentando cortar un sauce. Eran los ronquidos de mi abuelo que acompañaban a los tangos de la Tonomac.
Miraba a mi abuela atento, el programa me aburría demasiado. Pero esperaba un momento de la tarde especial. Ya les cuento en detalles.
La vida también tiene pases de comedia repetidos. En un momento dado mi abuela repetía una escena que me hacía reír más que los payasos del circo Rodas. Llegaba una cocinera medio gordita y algo anciana, para mí. Taca se desesperaba y me mandaba corriendo a buscar lápiz y papel al lado del teléfono negro del comedor.
“Apurate, que llegó Doña Petrona C. de Gandulfo”, me decía. El nombre ya me daba la sensación de estar frente a una reina de la cocina. Mi abuela, claro, le disputaba el trono y para eso tenía que copiar sus recetas sin que ella se enterara.
La mujer de la tele se vestía muy parecida a mi abuela y tenía unos brazos fuertes de tanto amasar. A mí siempre me gustaba jugar con el antebrazo de Taca, que eran enormes de tanto amasar.
Doña Petrona usaba una batidora moderna y cuando la prendía en la tele ponían música de fondo. Ese era el momento en que mi abuela podía distraerse un poco de la receta y prepararme mi vaso de leche de la tarde. Luego volvía a su papel de espía copiona de la vieja de la tele.
Una vez terminada la audición, Taca volaba a la cocina conmigo detrás. “Manos a la obra”, me decía y empezaba a cocinar para la noche. Armaba un volcán de harina sobre el mármol amarillo y gastado de la cocina de Floresta. Yo intentaba despertar a mi abuelo con cosquillas en los pies y me ganaba unas lindas palabras para que me retire del comedor. Volvía a la cocina y la masa ya estaba armada.
Todo era amarillo en la cocina de Floresta: las paredes, las alacenas, los azulejos y hasta las masas que construía mi abuela con sus manos. Yo me subía a una silla, era lo único que no era amarillo creo, y Taca me regalaba un pedazo de su masa para que arme mis propias medialunas.
Ella estiraba la masa, yo estiraba la masa. Taca le ponía más harina, yo también. Después armábamos los pasteles. Los míos en una bandeja especial más chiquita y los poníamos a cocinar.
Mientras cocinaba, pensaba que le estábamos ganando la carrera a la vieja cocinera de la tele. Con mi voz de nene, pero ya recorriendo este mundo de adultos, le decía a Taca: “A vos te sale más rico que a Petrona”. Mi abuela se reía. Y yo soñaba con algún día ver a mi abuela en la tele cocinando.
lunes, 14 de abril de 2008
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