Yo miraba varias horas de televisión por día. Cuando estaba aburrido de armar historias con los muñequitos de la guerra de las galaxias o de jugar a ser Poncharelo, el policía de Chips, prendía un gran aparato color marrón que heredé cuando me mudé a la pieza que había sido ocupada por uno de mis tíos.
Miraba las series del mediodía y a la noche a veces, cuando mi vieja no se daba cuenta veía algunas de las novelas prohibidas. Recuerdo una que era presentada por una vieja en sillas de ruedas. En cada capítulo había una muerte trágica. A mi ya me asustaba la cara de la señora, así que imaginen en que estado dormía esa noche.
Luego de una de esas noches de insomnio y pesadillas, noté cierto revuelo para un sábado invernal. Mi vieja evitó pintarse el pelo de amarillo, mi abuelo tenía la Tonomac apagada, mi tía no encendió la maldita aspiradora y mi abuela casi no había visitado su cocina amarilla.
Empecé a mirar para todos lados y abrí la heladera, la del hielo por todas partes. Confirmado, algo raro estaba pasando. El gigante amarillo estaba repleto de gaseosas como si se fuera a festejar un cumpleaños o Navidad.
Mi abuelo se plantó en el balcón de la casa de Mercedes. Todavía lo veo con sus patas flacas y su gorra gris, la misma que hoy cuelga de mi biblioteca. Estaba ansioso y Taca iba y venía con la pava y el mate de metal amarillo.
Mi tía y mi vieja no pelearon ese sábado. Y comimos sándwiches con las figazas de la panadería de la calle Segurola, como cuando nos íbamos de viaje. Yo me metí en la pieza y armé un clásico de fútbol entre los malos y los buenos de la Guerra de las Galaxias.
El partido iba 1 a 0 para los extraterrestres. Yo siempre los hacía arrancar ganando, para después darle más emoción al triunfo de Han Solo, Luke y la princesa Leia, la gran arquera. En eso escucho unos gritos de mi abuelo: “Ahí viene, ahí viene”.
Suspendo el partido, a pesar de la derrota, y corro por el pasillo hasta la puerta del balcón. Toda mi familia ya estaba apoyada en la baranda mirando para abajo. Mi tío estaciona su citroneta amarilla entre el Torino y la Chevy de los vecinos. Tenía en el techo tres enormes cajas blancas con unas letras grandes en negro.
Entre mi abuelo y mi tío bajan una de esas cajas, mientras Taca le servía un vaso de Coca bien helada, la misma botella que no me había dejado tocar durante toda la mañana. En eso llega mi otro tío, experto en electricidad, con una antena bajo el brazo.
La caja tenía una tele como la de mi pieza, pero con otros botones. Los hombres estuvieron toda la tarde tratando de conectarla. Mi tío electricista colgado del techo de la terraza y las mujeres desde abajo ordenando la orientación. Yo, todavía, no entendía nada.
En eso, se enciende un mundo nuevo de colores ante mis ojos. Lo primero que recuerdo es a una señora de vestido rojo y con una mesa y sillas detrás. Año después me enteré que era Mirtha Legrand. Extrañamente, la recuerdo muy parecida a lo que es ahora.
Después mi tío se fumó un 43/70, despedía un olor fuerte de sus manos, de su ropa, de todos lados y partió en su citroneta amarilla a repartir el resto de los televisores en la familia. Ese año vimos Malvinas en blanco y negro, pero a Kempes y Maradona a todo color desde España.
viernes, 18 de abril de 2008
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2 comentarios:
A mi casa de Martinez la tele color (y el control remoto!!)llegó tarde y como regalo de mi abuelo, que no vivía con nosotros pero era quien compraba esas cosas caras. No me acuerdo bien que año era pero lo que sí me acuerdo es que fue un revuelo familiar, estábamos todos en el living girando alrededor del nuevo (ya maldito) artefacto tratando que funcione, y después siempre había problemas con la antena que estaba en la terraza.
Cómo se llamaba la vieja esa de la silla de ruedasssssssss? La puta, no m eacuerdo. Buen post. Saludos
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