El primer regalo que me trajo Papá Noel fue un muñeco de Robin articulado. Nunca pude entender bien por qué le faltaba Batman, su compañero y protagonista principal de las aventuras. El Joven Maravilla estaba en la puerta de entrada de mi casa de Floresta, ya que en mi casa de Floresta no había arbolito de Navidad.
Yo nunca aguantaba hasta las 12, obviamente, y el regalo me llegaba al otro día. Me levantaba muy temprano y mi abuela ya estaba amasando los ravioles para el mediodía. Por esas cosas de la vida, Robin se incorporó a los buenos de las Guerra de las Galaxias, junto a Han Solo y Luke. Todo un refuerzo para enfrentar a Vader y el lado oscuro de la fuerza.
Enseguida les cuento como fue que llegó el Joven Maravilla a mis manos. No recuerdo otros grandes regalos de Navidad, pero sí tengo en mi memoria frescos los momentos de los pedidos. Era toda una ceremonia: me sentaba con mi vieja en la mesa de fórmica de la cocina. Mi mamá escribía como la mejor secretaria del mundo. Creo que tiene la mejor letra del mundo, una verdadera letra de maestra. Mientras tanto, entre sus masas, Taca me soplaba ideas para regalos.
La lista para Papa Noel era interminable. Una bici cross, el barco pirata del playmobil, la espada de Sandokán, la moto de Poncharelo y el sable de Luke. Mi vieja anotaba en silencio. Desde ese instante, yo me la pasaba esperando el momento de ir a visitar al hombre de la barba blanca.
Y llegaba ese bendito sábado. Siempre hacía calor y mi vieja me ponía las bermudas nuevas y la camisa que, por una extraña razón, la recuerdo apretada al cuello. Me peinaba con raya al medio, pese a mi resistencia lo juro, y me perfumaba todo con una olorosa colonia Pibes. Mi vieja se ponía un vestido color celeste, igualito a la bandera argentina. Tenía que esperarla mientras se pintaba la cara y se hacía la cola de caballo.
Y salíamos a la aventura. Primero pasábamos por Natalio para comprar algunas golosinas. El hombre pelado y de bigotes amarillos atendía el negocio junto a su esposa Debora. La mujer parecía tener ojos en la espalda, como Bochini, y era imposible birlarle un caramelo. El local era el negocio mas extraño de Floresta. Vendía desde las tradicionales golosinas hasta cualquier elemento que pidieran en el colegio, en especial en las clases de actividades prácticas. En los estantes más lejanos había desde un avión de madera balsa para armar hasta un traje de yudo.
Volvamos al viaje que era tan largo como el del Valiant a la lejana patria de la felicidad. Subíamos al 106 verde, con cartel rojo, ahí en el asiento ya empezaba a recordar todo lo que le iba a decir al hombre del traje rojo. Pero una vez, me guardé un pedido especial, que ni mi vieja lo supo.
Durante el traqueteo del viaje jugaba con mi vieja a contar los autos rojos o amarillos que pasaban al lado del gigante verde. Por alguna casualidad de la vida siempre ganaba yo con los colorados. Llegaba el momento de bajar. La ceremonia, en este caso, era el toque del timbre del colectivo. Yo insistía en hacerlo varias veces, casi me quedaba pegado al botón. Mi vieja me zamarreaba del brazo para que afloje.
Bajábamos del 106, para mi los escalones del bondi eran gigantes, y enfilábamos por la peatonal. Mi mamá ponía una voz como solemne cuando nombraba la casa de Papá Noel: “Vive en la calle Florida, en Harrod’s”, me contaba al oído.
Hacíamos la cola con cientos de madres junto a colegas con listas de regalos parecidas a las mías. La espera se me hacía interminable y me cansaba de ver siempre las mismas vidrieras. Se me acalambraban las piernas y las botanguitas ya me hacían doler los dedos.
Hasta que llegaba el momento de encontrarme con él. Todo era como medio de cotillón a su alrededor y eso me gustaba aún más. Dejé la carta en una urna, llena de otras hojas, y me acerqué a su trono. “Quiero una bici con rueditas, la espada de Sandokán”, le dije y hasta ahí fue todo sonrisa. Luego agregué: “También quiero ver a mi papá, que está lejos y no lo dejan volver”. En ese instante, al mismo tiempo que Papa Noel se siguió riendo sin entender, mi vieja me agarró del brazo fuerte y me sacó de la casita de cotillón.
Por primera vez en mi vida sentí que mi mamá tenía miedo de verdad, como cuando después entró el murciélago en la casa de Gesell. Volvimos sin hablar en el colectivo verde. Esa Navidad, sólo recibí un Robin sin Batman.
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2 comentarios:
Una vez más, gracias por los recuerdos, las fantasías y los juguetes de plástico
Qué duro el recuerdo, muy emocionante el relato.
Saludos
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