En el techo está mi refugio
Corro por las escaleras hacia el cielo de Floresta
De cara al sol y cerca de los árboles
Mi mente vuela en la soledad de las baldosas rojas
Coso botones inútiles en telas viejas
Juego a ser Dios en un mundo de cajitas de remedio
Después me duermo a la sombra de la parra
En cada vaso de vino que me tomo,
Huelo esas uvas dulces que explotaban de jugo
Entonces, vuelvo a mi refugio.
miércoles, 8 de octubre de 2008
martes, 9 de septiembre de 2008
Mi mundo privado
En Floresta, mi refugio era la vereda
El límite era el cordón gris
Un río me separaba de la calle Mercedes
Por donde pasaban los colectivos verdes
Sobre las baldosas amarillas
Le pateé penales a Fiyol
Y le tiré centros a Gareca,
Mientras relataba Víctor Hugo
Pero mi mundo privado
A veces se inundaba
Y me dejaba sentado en el umbral
Hasta que llegaba Pepa con su escoba mágica
El límite era el cordón gris
Un río me separaba de la calle Mercedes
Por donde pasaban los colectivos verdes
Sobre las baldosas amarillas
Le pateé penales a Fiyol
Y le tiré centros a Gareca,
Mientras relataba Víctor Hugo
Pero mi mundo privado
A veces se inundaba
Y me dejaba sentado en el umbral
Hasta que llegaba Pepa con su escoba mágica
domingo, 7 de septiembre de 2008
Fin de año
Las manos de mi abuela cosiendo el matambre
El ronquido de mi abuelo con la Tonomac a todo lo que da
Mi vieja lava los platos y se queja de todo
Tía Elena, con la toca roja, pasa la aspiradora
Mi boca pastosa y las ganas de fugarme
Las manos de mi abuela amasando
Mi abuelo parte nueces
Mamá insiste con que me corte el pelo
La tía lava los manteles blancos
Yo, me quiero morir.
El ronquido de mi abuelo con la Tonomac a todo lo que da
Mi vieja lava los platos y se queja de todo
Tía Elena, con la toca roja, pasa la aspiradora
Mi boca pastosa y las ganas de fugarme
Las manos de mi abuela amasando
Mi abuelo parte nueces
Mamá insiste con que me corte el pelo
La tía lava los manteles blancos
Yo, me quiero morir.
martes, 26 de agosto de 2008
Fin de mes
Tirado en el colchón, mi cama
El techo se me cae encima otra vez
Afuera, dicen que hay sol
Siento hambre y sed
Me arrastro a la heladera sin ganas
Medio limón usado, una zanahoria negra,
Olor a podrido,
Una cubetera y una botella de agua vacías
La nada
Todo indica que llegó el fin del mundo
El techo se me cae encima otra vez
Afuera, dicen que hay sol
Siento hambre y sed
Me arrastro a la heladera sin ganas
Medio limón usado, una zanahoria negra,
Olor a podrido,
Una cubetera y una botella de agua vacías
La nada
Todo indica que llegó el fin del mundo
lunes, 18 de agosto de 2008
Ruinas
Y un día volví a mi casa de Floresta
Todo me quedaba chico
Apenas entraba en la cocina amarilla de mi abuela
El mármol seguía roto en el mismo lugar
Ahí adónde iba el rallador
Las alacenas vacías, el horno manchado
Y el hueco para la enorme heladera amarilla
Mi cuarto era una miniatura
La alfombra gastada y manchada en el mismo lugar
El espacio para el tocadisco
Y el hueco vacío dónde escondía mis secretos
Di una vuelta al comedor, prohibido para los nenes
La pieza de mis abuelos, sin la tele
Pero con el ropero que todo lo guarda
Cerré la puerta y me fui.
Todo me quedaba chico
Apenas entraba en la cocina amarilla de mi abuela
El mármol seguía roto en el mismo lugar
Ahí adónde iba el rallador
Las alacenas vacías, el horno manchado
Y el hueco para la enorme heladera amarilla
Mi cuarto era una miniatura
La alfombra gastada y manchada en el mismo lugar
El espacio para el tocadisco
Y el hueco vacío dónde escondía mis secretos
Di una vuelta al comedor, prohibido para los nenes
La pieza de mis abuelos, sin la tele
Pero con el ropero que todo lo guarda
Cerré la puerta y me fui.
sábado, 16 de agosto de 2008
Oda al yampú
Por Maripi
Me gusta cuando estás
Porque puedo sentirte suave
Y esponjoso
Pero si faltas no sé qué hacer
Nadie quiere ir a buscarte
Y yo tampoco
No esta vez
Me gusta cuando estás
Porque puedo sentirte suave
Y esponjoso
Pero si faltas no sé qué hacer
Nadie quiere ir a buscarte
Y yo tampoco
No esta vez
lunes, 11 de agosto de 2008
Siempre se vuelve
Estoy parado en la puerta de mi casa de Floresta
Ya pasaron más de 20 años, pero las paredes siguen igual
Los mismos olores a humedad y las grietas sin pintura
Traspaso la puerta cancel y huele al pesto de mi abuela
La cocina amarilla y mi familia alrededor de la mesa
Me miran y me invitan a sentarme
Mi abuelo en la punta con su botella de Resero
Mi vieja y mi tía en los costados aullando
La abuela parada con su delantal gastado
Sus manos están intactas, igual que ayer
Los vasos marrones pasan de mano en mano
Y la soda que siempre salpica al más débil
Hay silencio y todos comen, y no me miran
Mi abuelo me convida la última gotita de vino
Es dulce, siempre se vuelve
Ya pasaron más de 20 años, pero las paredes siguen igual
Los mismos olores a humedad y las grietas sin pintura
Traspaso la puerta cancel y huele al pesto de mi abuela
La cocina amarilla y mi familia alrededor de la mesa
Me miran y me invitan a sentarme
Mi abuelo en la punta con su botella de Resero
Mi vieja y mi tía en los costados aullando
La abuela parada con su delantal gastado
Sus manos están intactas, igual que ayer
Los vasos marrones pasan de mano en mano
Y la soda que siempre salpica al más débil
Hay silencio y todos comen, y no me miran
Mi abuelo me convida la última gotita de vino
Es dulce, siempre se vuelve
miércoles, 6 de agosto de 2008
Rumbo a la escuela
Siempre el mismo camino en zigzag
Haití, Gualeguaychú, Juan B. Justo, Sanabria y Gaona
Un bolso bordó y las manos en el bolsillo de la campera
De mi boca sale humo y juego a que tengo un pucho
Un 43/70, los mismos que fuma mi tío
Sigue el zigzag por las veredas de colores
Me robo un pan de la puerta del local del Gallego
Y siempre me mojo las zapatillas con la misma baldosa floja
Juego carreras con los obreros que van en busca del tren
Gano y pierdo, como siempre en la vida
Los perros ladran con bronca desde las terrazas
Y el zigzag que se termina
Justo cuando veo a otros pibes con mi mismo uniforme blanco
El chico que va sin coche al colegio.
Haití, Gualeguaychú, Juan B. Justo, Sanabria y Gaona
Un bolso bordó y las manos en el bolsillo de la campera
De mi boca sale humo y juego a que tengo un pucho
Un 43/70, los mismos que fuma mi tío
Sigue el zigzag por las veredas de colores
Me robo un pan de la puerta del local del Gallego
Y siempre me mojo las zapatillas con la misma baldosa floja
Juego carreras con los obreros que van en busca del tren
Gano y pierdo, como siempre en la vida
Los perros ladran con bronca desde las terrazas
Y el zigzag que se termina
Justo cuando veo a otros pibes con mi mismo uniforme blanco
El chico que va sin coche al colegio.
martes, 5 de agosto de 2008
El canillita gurú del Gallo desplumado
Cuando uno tiene 15 años siente que el alcohol y los bares son la puerta de entrada al mundo de los adultos. Con mis amigos frecuentábamos dos tugurios en el barrio de floresta: el Asgard en la avenida Rivadavia y El gallo desplumado en la esquina de Juan B. Justo y Carrasco.
Los dos bares eran refugio de tacheros, tenían en la puerta un canillita y una luz muy tenue amarillenta. En las temporadas de fiesta de 15 solíamos recalar en uno u otro puerto, depende la ocasión, para calentar el alma con un café con leche y hablar sobre nuestros fracasos en los primeros intentos de conquistas.
Otros sábados con los pibes rumbeábamos para el centro. Comíamos una Ugis en plena Avenida 9 de Julio bajo la luz del Obelisco y nos revelábamos todos nuestros secretos, esos que van afianzando las amistades hasta hacerlas indestructibles.
Después con la panza llena, jugábamos unos flippers y volvíamos en el 99 a recalar en el puerto del Gallo desplumado. La tele de fondo con alguna pelea de Canal 9, un par de birras con maní y las charlas que no se terminan nunca.
Una tarde de verano, con Claudio, Martín, Néstor y Pablo nos juntamos en nuestra esquina para algún desafío futbolero. Vengo caminando por la avenida con mis topper grises de tierra y la mente puesta en el match difícil que se avecinaba. De golpe levantó la vista y veo la mismísima Sarajevo en la esquina de Juan B. Justo y Carrasco. El Gallo desplumado ya era historia.
Sólo quedaba el canillita de la puerta, el viejo Gallego de cejas anchas que vendía la sexta de la Crónica todos los días en forma religiosa. Pasaron los años y el señor se paraba en la puerta de la concesionaria, la misma que era antes del bar, y ofrecía sus “papeles con tinta”.
Nosotros seguimos usando esa esquina como punto de reunión para partir rumbo a la noche. El tipo parecía que estaba todo el día parado en esa esquina esperando la vuelta del Gallo desplumado. Una noche me alertó sobre que se venía el fin del mundo: “Ojo pibe que se están derritiendo los polos y el agua va a borrar del mapa Buenos Aires”.
Otra tardecita, con su porta diarios colgando del hombro, le confesó a Néstor y Martín que nos íbamos a derretir. “Es por la tala de la selva brasileña”, mientras arqueaba sus cejas peludas. Y ese verano Floresta fue un verdadero horno de spiedo.
Todos los sábados, en procesión, desde los 4 puntos cardinales llegábamos a esa esquina de Floresta a esperar la nueva premonición del gurú. Nunca lo vimos vender un solo diario.
Un fin de semana de diciembre, de esos que empiezan el jueves y parece que no van a terminar nunca, llegamos puntuales a nuestra esquina, a las diez de la noche. La luna llena brillaba y hacia resaltar los ojos cansados del Gallego, eran como dos huevos duros. Nos miró desde el escaloncito de la concesionaria, lo único que había quedado del Gallo desplumado, y nos dijo: “Muchachos ya están grandes, a ustedes los conozco desde cuando venían al bar de pibes. Tengan cuidado que la mano viene pesada con el tema del tráfico de órganos”.
Nosotros lo miramos medio con lástima. Esa cosa que a veces tienen los jóvenes de llevarse el maldito mundo por delante. Lo palmeamos y nos fuimos hacia la noche. Atrás quedaba el Gallego, sus diarios y los bares.
Los dos bares eran refugio de tacheros, tenían en la puerta un canillita y una luz muy tenue amarillenta. En las temporadas de fiesta de 15 solíamos recalar en uno u otro puerto, depende la ocasión, para calentar el alma con un café con leche y hablar sobre nuestros fracasos en los primeros intentos de conquistas.
Otros sábados con los pibes rumbeábamos para el centro. Comíamos una Ugis en plena Avenida 9 de Julio bajo la luz del Obelisco y nos revelábamos todos nuestros secretos, esos que van afianzando las amistades hasta hacerlas indestructibles.
Después con la panza llena, jugábamos unos flippers y volvíamos en el 99 a recalar en el puerto del Gallo desplumado. La tele de fondo con alguna pelea de Canal 9, un par de birras con maní y las charlas que no se terminan nunca.
Una tarde de verano, con Claudio, Martín, Néstor y Pablo nos juntamos en nuestra esquina para algún desafío futbolero. Vengo caminando por la avenida con mis topper grises de tierra y la mente puesta en el match difícil que se avecinaba. De golpe levantó la vista y veo la mismísima Sarajevo en la esquina de Juan B. Justo y Carrasco. El Gallo desplumado ya era historia.
Sólo quedaba el canillita de la puerta, el viejo Gallego de cejas anchas que vendía la sexta de la Crónica todos los días en forma religiosa. Pasaron los años y el señor se paraba en la puerta de la concesionaria, la misma que era antes del bar, y ofrecía sus “papeles con tinta”.
Nosotros seguimos usando esa esquina como punto de reunión para partir rumbo a la noche. El tipo parecía que estaba todo el día parado en esa esquina esperando la vuelta del Gallo desplumado. Una noche me alertó sobre que se venía el fin del mundo: “Ojo pibe que se están derritiendo los polos y el agua va a borrar del mapa Buenos Aires”.
Otra tardecita, con su porta diarios colgando del hombro, le confesó a Néstor y Martín que nos íbamos a derretir. “Es por la tala de la selva brasileña”, mientras arqueaba sus cejas peludas. Y ese verano Floresta fue un verdadero horno de spiedo.
Todos los sábados, en procesión, desde los 4 puntos cardinales llegábamos a esa esquina de Floresta a esperar la nueva premonición del gurú. Nunca lo vimos vender un solo diario.
Un fin de semana de diciembre, de esos que empiezan el jueves y parece que no van a terminar nunca, llegamos puntuales a nuestra esquina, a las diez de la noche. La luna llena brillaba y hacia resaltar los ojos cansados del Gallego, eran como dos huevos duros. Nos miró desde el escaloncito de la concesionaria, lo único que había quedado del Gallo desplumado, y nos dijo: “Muchachos ya están grandes, a ustedes los conozco desde cuando venían al bar de pibes. Tengan cuidado que la mano viene pesada con el tema del tráfico de órganos”.
Nosotros lo miramos medio con lástima. Esa cosa que a veces tienen los jóvenes de llevarse el maldito mundo por delante. Lo palmeamos y nos fuimos hacia la noche. Atrás quedaba el Gallego, sus diarios y los bares.
domingo, 3 de agosto de 2008
Amanecer
Doy varias vueltas en la cama
No puedo dormir
Tengo frío, calor, sed o hambre
Una luz gris entra por la ventana sin cortinas
Es invierno, pero da igual
Veo tu cara cerca de la mía
Es perfecta, con la luz ideal
Te saco una foto con mis ojos
Y ahora sí me duermo en paz.
No puedo dormir
Tengo frío, calor, sed o hambre
Una luz gris entra por la ventana sin cortinas
Es invierno, pero da igual
Veo tu cara cerca de la mía
Es perfecta, con la luz ideal
Te saco una foto con mis ojos
Y ahora sí me duermo en paz.
jueves, 31 de julio de 2008
La lejana patria de la felicidad
El mar me llega por la nariz y los ojos, siempre
Las valijas de mi casa tienen el olor del mar
Las ojotas, como caracoles, tienen el sabor del mar
La malla huele a esa humedad hermosa también
Hace poco descubrí que no puedo estar sin ver el mar
Desde chico siempre fui feliz en sus orillas
Como cuando armaba castillos
O corría en mi fórmula uno de plástico
Años después conocí a mi amor en la orilla del mar
Era medio china y con el pelo mal cortado apropósito
Después le canté Spinetta y nunca más se fue
El mar me llegó hasta el corazón, siempre.
Las valijas de mi casa tienen el olor del mar
Las ojotas, como caracoles, tienen el sabor del mar
La malla huele a esa humedad hermosa también
Hace poco descubrí que no puedo estar sin ver el mar
Desde chico siempre fui feliz en sus orillas
Como cuando armaba castillos
O corría en mi fórmula uno de plástico
Años después conocí a mi amor en la orilla del mar
Era medio china y con el pelo mal cortado apropósito
Después le canté Spinetta y nunca más se fue
El mar me llegó hasta el corazón, siempre.
sábado, 26 de julio de 2008
Resaca
El mundo se termina hoy, seguro
Anoche no pude parar de tomar y hoy no puedo parar de morir
El bar estaba lleno y con mis amigos discutíamos a los gritos
Saltábamos de las minas al fútbol, todo era cuestión de piernas
Después las sillas arriba de la mesa nos fueron rodeando.
La discusión no quedó saldada, la cuenta sí
Me tomé el primer taxi cómplice que me sacó de ahí
En el viaje toda la vida me pasó por la ventanilla mojada
Mi abuela amasando en el mármol y yo que me voy a dormir
Después no recuerdo nada más
El hígado duele, la cabeza duele, la vida duele
El mundo se termina hoy, seguro.
Anoche no pude parar de tomar y hoy no puedo parar de morir
El bar estaba lleno y con mis amigos discutíamos a los gritos
Saltábamos de las minas al fútbol, todo era cuestión de piernas
Después las sillas arriba de la mesa nos fueron rodeando.
La discusión no quedó saldada, la cuenta sí
Me tomé el primer taxi cómplice que me sacó de ahí
En el viaje toda la vida me pasó por la ventanilla mojada
Mi abuela amasando en el mármol y yo que me voy a dormir
Después no recuerdo nada más
El hígado duele, la cabeza duele, la vida duele
El mundo se termina hoy, seguro.
viernes, 25 de julio de 2008
Corbatta, Maradona, Caniggia y…el gol a Sacachispas
Cuando tenía alrededor de 20 años solíamos comer en la casa del padre de mi amigo Claudio, el filósofo de la calle Moliere. Con Martín, Néstor y Pablo nos reuníamos puntualmente a las 22 en la esquina de Carrasco y Juan B. Justo y partíamos en caravana hacia el sábado a la noche.
A la tarde ya habíamos comprado decenas de cerveza y el filósofo había planeado algunas de sus especialidades. La tele prendida en una repetición de un partido de tenis o básquet con el cual se entretenía la madre de Claudio. Iban pasando las cervezas, se acercaba la madrugada y crecían los debates.
Cuál fue el gol que más gritaste en tu vida, disparaba la consigna Claudi. Martín y Pablo se inclinaban por el de Diego a los ingleses. Yo mientras abría otra chela me cagaba de risa, sacaba cuentas y trataba de chicanearlos: “Cuando Maradona hizo ese gol, todavía usábamos chupete nosotros”. Saltaban los gritos por todos lados. El filósofo terciaba y recordaba un gol de Corbatta a no sé quién y no sé en qué año. Poco serio. Mientras tanto su hijo aprovechó para poner unos videosclips desconocidos en MTV.
Para mí por calidad y momento el gol de Caniggia a nuestros primos de Brasil en el Mundial 90 era perfecto. Un equipo criticado por todos, vapuleados por los inventores del samba había sacado pecho gracias a un pase de Maradona para un rubio que, con toda la tranquilidad del mundo, gambeteó al arquero y le hizo un verdadero pase a la red. Hago un pequeño paréntesis para saludar a Alemao, el volante brasileño y amigo del Diego, que lo dejó arrancar con facilidad en esa tarde italiana.
La discusión crecía entre Corbatta, Maradona y Caniggia. Pero Néstor sacó su propio as de la manga: “el gol que más grité en mi vida fue el que le hice a Sacachispas sobre la hora a los 9 años. Es más Cani me lo copió 6 años después”. Estallaron las carcajadas. El filósofo no se acordaba de ese día maravilloso, entonces nuestro amigo pasó a relatarlo otra vez. La previa del sábado estaba en su apogeo.
Los sábados cuando jugábamos de visitante mi papá me levantaba temprano. No recuerdo bien la hora pero el desayuno pasaba de largo y le entrábamos a unos bifecitos de lomo en unos sanguchitos que preparaba mi vieja. De ahí directo a la puerta del colegio a esperar el micro. Esa tarde el República del Perú enfrentaba a los pibes de Sacachispas, un rival casi invencible para cualquier equipo, menos para la gloriosa clase 1975.
Muchos años después en los bares y esquinas de Floresta y Villa Luro se recuerdan las hazañas de un grupo de petisos destinados a la gloria. De 5 jugaba mi amigo Martín, un verdadero pulpo en la mitad de la cancha que le pegaba a la pelota más fuerte de lo que lo hace ahora.
Adelante estaban otros dos niños con carita de ángel y pies endemoniados. Yo, claro, me comía el banco todos los partidos pero verlos jugar y tocar la pelota era un lujo. Subimos al micro con mi viejo Cacho, Fernando el chofer me guiña el ojo y me pregunta si estaba preparado para la batalla contra Sacachispas. Le contestó que más o menos, si total yo voy al banco. Tranquilo Néstitor me dijo: “Hoy vas a tener tu chance, acordate”.
En el micro íbamos todos cantando por el Perú como una barrabrava kids. Ahí lo interrumpimos a Néstor en la mesa de Moliere al grito de “barú, barú somos los machos del Perú”, mientras volaban las cervezas de acá para allá. “Esperen que sigo”, nos dijo entusiasmado. El filósofo nos hizo callar y el mejor wing derecho que vi en un potrero de Floresta siguió con su historia.
Primero jugó la categoría 1973 y fue un desastre, perdió por 10 goles. Los de Sacachispas parecían hombres frente a nuestros chicos. Junto a la línea esperaba “La 75”. Martín me miró medio con cara de asustado, se venía una muy fiera. Era una tarde fría de julio y la cancha era pura tierra húmeda, ni una mísera mata de pasto.
Yo estaba sentado en el banco con mis medias caídas, mis Topper Baby negras y las piernas heladas. Cacho al lado mirando el partido callado. Raúl, el técnico también callado. Ibámos 2-2 para sorpresa de todo el público de Sacachispas. En una de esas, Raúl me llama y me dice “vas a entrar por uno de los delanteros. Tranquilo que el partido ya está definido”.
Mi viejo me guiñó el ojo cómplice y ahí fui hacia la tierra con mis medias bajas. Martín me toca la primer pelota y el defensor que medía el doble que yo me sacude un patadón de aquellos en el tobillo. Parece decirme “bienvenido al partido petiso”. Me pego a la raya y recuerdo haber tocado dos pelotas. Un pase hacia atrás a nuestro defensor para que le pegue a las nubes y una tijera a la pelota con piernas incluida al mismo rival que me había sacudido al principio.
El referí, un gordo impresentable con aliento a vino y asado, adicionó un minuto. El empate estaba asegurado. Martín la tiene en un costado contra la raya y le van de atrás con toda la furia, foul. Viene el centro y yo me ubico entre los dos defensores inmensos, sin ninguna esperanza.
Veo venir la pelota embarrada, pesada. El primer defensor apenas la roza me llega y doy un pequeño saltito la peino con mis rulos y veo que el balón hace un globo perfecto y se mete por atrás del arquero. Es un golazo, igualito que el de Cani a Italia pero 6 años antes. Salgo gritando por la línea, mi mejor aliada, en esa me agarra Raúl y me revolea por el aire. Nunca lo vi gritar así, se acercan mis compañeros y hacemos la clásica montaña humana como jugadores profesionales.
Cacho, mi viejo, primero fue a consolar al arquero de Sacachispas que estaba llorando junto al palo. La pelota todavía estaba adentro del arco. Después vino y me dio un abrazo interminable. Así fue.
En Moliere volvieron los gritos. El filósofo seguía defendiendo el gol de Corbatta y Claudio manejaba el control remoto con maestría. Se acercaba la hora de partir hacia el sábado a la noche.
A la tarde ya habíamos comprado decenas de cerveza y el filósofo había planeado algunas de sus especialidades. La tele prendida en una repetición de un partido de tenis o básquet con el cual se entretenía la madre de Claudio. Iban pasando las cervezas, se acercaba la madrugada y crecían los debates.
Cuál fue el gol que más gritaste en tu vida, disparaba la consigna Claudi. Martín y Pablo se inclinaban por el de Diego a los ingleses. Yo mientras abría otra chela me cagaba de risa, sacaba cuentas y trataba de chicanearlos: “Cuando Maradona hizo ese gol, todavía usábamos chupete nosotros”. Saltaban los gritos por todos lados. El filósofo terciaba y recordaba un gol de Corbatta a no sé quién y no sé en qué año. Poco serio. Mientras tanto su hijo aprovechó para poner unos videosclips desconocidos en MTV.
Para mí por calidad y momento el gol de Caniggia a nuestros primos de Brasil en el Mundial 90 era perfecto. Un equipo criticado por todos, vapuleados por los inventores del samba había sacado pecho gracias a un pase de Maradona para un rubio que, con toda la tranquilidad del mundo, gambeteó al arquero y le hizo un verdadero pase a la red. Hago un pequeño paréntesis para saludar a Alemao, el volante brasileño y amigo del Diego, que lo dejó arrancar con facilidad en esa tarde italiana.
La discusión crecía entre Corbatta, Maradona y Caniggia. Pero Néstor sacó su propio as de la manga: “el gol que más grité en mi vida fue el que le hice a Sacachispas sobre la hora a los 9 años. Es más Cani me lo copió 6 años después”. Estallaron las carcajadas. El filósofo no se acordaba de ese día maravilloso, entonces nuestro amigo pasó a relatarlo otra vez. La previa del sábado estaba en su apogeo.
Pequeño gran héroe
Los sábados cuando jugábamos de visitante mi papá me levantaba temprano. No recuerdo bien la hora pero el desayuno pasaba de largo y le entrábamos a unos bifecitos de lomo en unos sanguchitos que preparaba mi vieja. De ahí directo a la puerta del colegio a esperar el micro. Esa tarde el República del Perú enfrentaba a los pibes de Sacachispas, un rival casi invencible para cualquier equipo, menos para la gloriosa clase 1975.
Muchos años después en los bares y esquinas de Floresta y Villa Luro se recuerdan las hazañas de un grupo de petisos destinados a la gloria. De 5 jugaba mi amigo Martín, un verdadero pulpo en la mitad de la cancha que le pegaba a la pelota más fuerte de lo que lo hace ahora.
Adelante estaban otros dos niños con carita de ángel y pies endemoniados. Yo, claro, me comía el banco todos los partidos pero verlos jugar y tocar la pelota era un lujo. Subimos al micro con mi viejo Cacho, Fernando el chofer me guiña el ojo y me pregunta si estaba preparado para la batalla contra Sacachispas. Le contestó que más o menos, si total yo voy al banco. Tranquilo Néstitor me dijo: “Hoy vas a tener tu chance, acordate”.
En el micro íbamos todos cantando por el Perú como una barrabrava kids. Ahí lo interrumpimos a Néstor en la mesa de Moliere al grito de “barú, barú somos los machos del Perú”, mientras volaban las cervezas de acá para allá. “Esperen que sigo”, nos dijo entusiasmado. El filósofo nos hizo callar y el mejor wing derecho que vi en un potrero de Floresta siguió con su historia.
Primero jugó la categoría 1973 y fue un desastre, perdió por 10 goles. Los de Sacachispas parecían hombres frente a nuestros chicos. Junto a la línea esperaba “La 75”. Martín me miró medio con cara de asustado, se venía una muy fiera. Era una tarde fría de julio y la cancha era pura tierra húmeda, ni una mísera mata de pasto.
Yo estaba sentado en el banco con mis medias caídas, mis Topper Baby negras y las piernas heladas. Cacho al lado mirando el partido callado. Raúl, el técnico también callado. Ibámos 2-2 para sorpresa de todo el público de Sacachispas. En una de esas, Raúl me llama y me dice “vas a entrar por uno de los delanteros. Tranquilo que el partido ya está definido”.
Mi viejo me guiñó el ojo cómplice y ahí fui hacia la tierra con mis medias bajas. Martín me toca la primer pelota y el defensor que medía el doble que yo me sacude un patadón de aquellos en el tobillo. Parece decirme “bienvenido al partido petiso”. Me pego a la raya y recuerdo haber tocado dos pelotas. Un pase hacia atrás a nuestro defensor para que le pegue a las nubes y una tijera a la pelota con piernas incluida al mismo rival que me había sacudido al principio.
El referí, un gordo impresentable con aliento a vino y asado, adicionó un minuto. El empate estaba asegurado. Martín la tiene en un costado contra la raya y le van de atrás con toda la furia, foul. Viene el centro y yo me ubico entre los dos defensores inmensos, sin ninguna esperanza.
Veo venir la pelota embarrada, pesada. El primer defensor apenas la roza me llega y doy un pequeño saltito la peino con mis rulos y veo que el balón hace un globo perfecto y se mete por atrás del arquero. Es un golazo, igualito que el de Cani a Italia pero 6 años antes. Salgo gritando por la línea, mi mejor aliada, en esa me agarra Raúl y me revolea por el aire. Nunca lo vi gritar así, se acercan mis compañeros y hacemos la clásica montaña humana como jugadores profesionales.
Cacho, mi viejo, primero fue a consolar al arquero de Sacachispas que estaba llorando junto al palo. La pelota todavía estaba adentro del arco. Después vino y me dio un abrazo interminable. Así fue.
En Moliere volvieron los gritos. El filósofo seguía defendiendo el gol de Corbatta y Claudio manejaba el control remoto con maestría. Se acercaba la hora de partir hacia el sábado a la noche.
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lunes, 21 de julio de 2008
El asalto al kiosco de Natalio
Cuando uno es chico los pasillos y patios del colegio parecen enormes. Alguna vez prueben volver a su colegio de la primaria y verán que la cancha de fútbol que parecía enorme, ahora sólo sirve para jugar un cabeza y que las gradas que parecían del estadio Monumental son apenas un par de escalones.
Con el Cabezón y el Tano recorríamos los pasadizos del colegio República del Perú como si fuéramos Indiana Jones. Podíamos escondernos debajo del escenario del comedor o recorrer un pasillo oscuro al que llamábamos las catacumbas. Por ese pasillo oscuro di mi primer beso, pero eso es otra historia.
En las catacumbas fue donde una tarde de hora libre planeamos el golpe perfecto, la travesura jamás pensada por nadie: el asalto al kiosco de Natalio.
Les cuento, justo al lado de la escuela estaba el local de Natalio y Debora. Era un negocio minúsculo, pero tenía de todo. Desde golosinas y figuritas, hasta trajes de yudo de todos los talles.
Una tarde de primavera esperamos el fin de clases y ejecutamos el plan maestro. Entramos a lo de Nata y mientras el Tano pedía dos plasticolas de colores, con el Cabeza nos mandamos para abajo del mostrador. Ahora, sólo restaba esperar que cierre y abrirle la puerta al Tano.
Teníamos la coartada perfecta para pasar la noche en el local: íbamos a dormir en lo de otro compañero del grado, al cual no le avisamos nada, claro. Natalio no nos había visto y media hora después cerró el local como todos los días, sólo un rato después de la hora de salida de la escuela. Cayó el Tano, le abrimos y empezó nuestra aventura.
Todo estaba oscuro y el pequeño local se abría enorme ante nuestros ojos. Desde los primeros estantes más altos empezaron a caer chorros de colores de las plasticolas, como si fueran cañones. Con sus dotes de tenista, el Cabezón agarró una raqueta de madera que estaba sobre el mostrador y bajó todas los tarritos de un saque.
La cosa se ponía fulera. Parecía que Don Nata tenía todo armado para defender su local a como diera lugar. Avanzamos hacia el fondo del local y recibimos un ataque furioso de los aviones de madera balsa, los mismos que armábamos en la clase de Actividades Prácticas.
Se lanzaban contra nosotros y nos disparaban bolones, unos caramelos horribles que el kiosquero regalaba al primer chico que le abría la ventanita. El Cabezón esta vez no pudo pararlos con la raqueta, pero nos escondimos debajo de unos estantes y logramos despistar a la mini Fuerza Aérea.
Pero la pesadilla continuó. Seguimos por el pasillo hacia la oscuridad total, con rumbo incierto. A la izquierda del pasillo oscuro brillaba una luz. Los tres exploradores nos miramos y, sin hablar, decidimos seguir adelante. Estábamos cerca de descubrir el secreto mejor guardado, cómo hacía Natalio para ser el kiosco mejor provisto del mundo.
Con una pequeña bombita arriba, apareció ante nuestros ojos una caja fuerte de las tradicionales con combinación y todo. Otra vez las miradas y avanti, pero cuando estábamos llegando empiezan a llovernos desde los costados un montón de figuritas redondas de lata con las caricaturas de los jugadores del momento.
A mí me cortó la cara la del Loco Gatti y el cabezón sufrió una herida en la pierna del mismísimo Roberto Pasucci. Ya era demasiado para nosotros, apenas unos aprendices de Indiana Jones.
Mientras intentábamos salir del kiosco maldito nos cortaron el camino tres trajes de yudo que estaban parados frente a nosotros con cinturón negro, pese a que no tenían ni cabeza, ni manos. Se pusieron al costado nuestro y apenas con un gesto nos hicieron huir despavoridos de lo de Nata.
Ya estaba amaneciendo y nos quedamos sentados en la puerta del Perú a esperar que sea la hora de entrar. Al rato llega Natalio con su Renault 12 azul y abre su kiosco maldito. Todo estaba en orden y el buen hombre nos ofreció un bolón si le abríamos la ventana. Nos negamos rotundamente y con el Cabezón y el Tano nunca más hablamos del tema. El misterio aún continúa vigente por las calles de Floresta.
Con el Cabezón y el Tano recorríamos los pasadizos del colegio República del Perú como si fuéramos Indiana Jones. Podíamos escondernos debajo del escenario del comedor o recorrer un pasillo oscuro al que llamábamos las catacumbas. Por ese pasillo oscuro di mi primer beso, pero eso es otra historia.
En las catacumbas fue donde una tarde de hora libre planeamos el golpe perfecto, la travesura jamás pensada por nadie: el asalto al kiosco de Natalio.
Les cuento, justo al lado de la escuela estaba el local de Natalio y Debora. Era un negocio minúsculo, pero tenía de todo. Desde golosinas y figuritas, hasta trajes de yudo de todos los talles.
Una tarde de primavera esperamos el fin de clases y ejecutamos el plan maestro. Entramos a lo de Nata y mientras el Tano pedía dos plasticolas de colores, con el Cabeza nos mandamos para abajo del mostrador. Ahora, sólo restaba esperar que cierre y abrirle la puerta al Tano.
Teníamos la coartada perfecta para pasar la noche en el local: íbamos a dormir en lo de otro compañero del grado, al cual no le avisamos nada, claro. Natalio no nos había visto y media hora después cerró el local como todos los días, sólo un rato después de la hora de salida de la escuela. Cayó el Tano, le abrimos y empezó nuestra aventura.
Todo estaba oscuro y el pequeño local se abría enorme ante nuestros ojos. Desde los primeros estantes más altos empezaron a caer chorros de colores de las plasticolas, como si fueran cañones. Con sus dotes de tenista, el Cabezón agarró una raqueta de madera que estaba sobre el mostrador y bajó todas los tarritos de un saque.
La cosa se ponía fulera. Parecía que Don Nata tenía todo armado para defender su local a como diera lugar. Avanzamos hacia el fondo del local y recibimos un ataque furioso de los aviones de madera balsa, los mismos que armábamos en la clase de Actividades Prácticas.
Se lanzaban contra nosotros y nos disparaban bolones, unos caramelos horribles que el kiosquero regalaba al primer chico que le abría la ventanita. El Cabezón esta vez no pudo pararlos con la raqueta, pero nos escondimos debajo de unos estantes y logramos despistar a la mini Fuerza Aérea.
Pero la pesadilla continuó. Seguimos por el pasillo hacia la oscuridad total, con rumbo incierto. A la izquierda del pasillo oscuro brillaba una luz. Los tres exploradores nos miramos y, sin hablar, decidimos seguir adelante. Estábamos cerca de descubrir el secreto mejor guardado, cómo hacía Natalio para ser el kiosco mejor provisto del mundo.
Con una pequeña bombita arriba, apareció ante nuestros ojos una caja fuerte de las tradicionales con combinación y todo. Otra vez las miradas y avanti, pero cuando estábamos llegando empiezan a llovernos desde los costados un montón de figuritas redondas de lata con las caricaturas de los jugadores del momento.
A mí me cortó la cara la del Loco Gatti y el cabezón sufrió una herida en la pierna del mismísimo Roberto Pasucci. Ya era demasiado para nosotros, apenas unos aprendices de Indiana Jones.
Mientras intentábamos salir del kiosco maldito nos cortaron el camino tres trajes de yudo que estaban parados frente a nosotros con cinturón negro, pese a que no tenían ni cabeza, ni manos. Se pusieron al costado nuestro y apenas con un gesto nos hicieron huir despavoridos de lo de Nata.
Ya estaba amaneciendo y nos quedamos sentados en la puerta del Perú a esperar que sea la hora de entrar. Al rato llega Natalio con su Renault 12 azul y abre su kiosco maldito. Todo estaba en orden y el buen hombre nos ofreció un bolón si le abríamos la ventana. Nos negamos rotundamente y con el Cabezón y el Tano nunca más hablamos del tema. El misterio aún continúa vigente por las calles de Floresta.
jueves, 10 de julio de 2008
Todo está guardado en la memoria
Antes de vivir con mi familia disfuncional en la casa de Floresta, tuve otra vida -que en realidad no llegue a vivirla- junto con mi mamá y mi papá en un departamento del coqueto barrio de Palermo, al cual volvería muchos años después.
Tengo algunos recuerdos que quedaron rondando en mi cabeza y cada tanto vuelven disparados desde mi memoria por algún olor, imagen o palabra que abre uno de esos cajones que son igualitos a los del ropero que mi abuela tenía en su pieza de la calle Mercedes. Entonces me pongo a viajar, salgo por cualquier ventana y vuelo como un fantasma en busca del pasado que ya fue.
Cuando yo tenía unos 9 años, uno de los novios de mi vieja, en su intento de recrear una familia ideal nos llevó al autocine a ver la primera de Rambo, un veterano de Vietnam que se volvía loco y mataba solo a todo un ejército de policías. Estábamos en su BMW color rojo.
En un instante, me transformé en el fantasma volador y me trasladé a un Renault 12, también rojo. Yo era casi un bebé y mientras dormitaba en el asiento de atrás del auto tapado por una frazada también roja, veía en una pantalla gigante como una mujer intentaba salir de un encierro y era golpeada por policías. Todo un signo de aquellos tiempos, pero eso todavía no lo sabía.
Otra vez, yo tenía unos 6 años y mi vieja insistía con presentarme a sus novios. Esta vez, un descendiente de alemanes nos llevó a navegar por el Tigre. Yo estaba en la cubierta mirando el río, las lanchas, los remeros que pasaban por el costado y los árboles que eran como los del bosque de Alicia, esos que hablaban.
En un momento, aparezco en la parte de adelante de la lancha y veo a mi vieja abrazada con el hombre rubio. Otra vez el flash, y vuelo hacia lo que ya fue. Desde el aire me veo con menos de 2 años tambaleándome y abrazando a mis viejos, mientras ellos se besaban. Es la única imagen que tiene mi cerebro, y mi corazón, de ellos juntos.
Después de la separación, caímos en la casa de Floresta y mi vieja no volvió a pisar el departamento de Palermo. Todo indica que aún nos perseguían esos mismos hombres malos que habían echado a mi viejo de Argentina. Eran también fantasmas, pero de los malos.
Recién unos 20 años después, mi vieja pudo volver a Palermo y así dejamos la casa de Floresta para siempre. La primera vez que entré al departamento del décimo piso todo me resultó conocido. El olor del pasillo, la puerta bordó, el piso de madera y la cocina larga y luminosa. Mi pieza estaba intacta, sólo le faltaba la cuna, creo. Estaban los mismos sillones de mimbre y los almohadones de esa tela que pincha
Pero de nuevo, salgo al pasillo y en el cuartito que hay para tirar la basura, que está frente al ascensor, un olor me transforma en ese fantasma volador. Ahí estaba la compuerta del incinerador, pero 20 años antes. Yo apenas caminaba y a través de la puerta entornada estaba mi vieja tirando decenas de libros por esa compuerta, mientras lloraba, como nunca la había visto hasta ese momento.
Esa misma noche, con mi mamá llenamos dos valijas de cuero con ropa, algunos juguetes en un bolsito y nos fuimos hacia la casa de Floresta. Una nueva vida empezaba, pese a la oscuridad.
Tengo algunos recuerdos que quedaron rondando en mi cabeza y cada tanto vuelven disparados desde mi memoria por algún olor, imagen o palabra que abre uno de esos cajones que son igualitos a los del ropero que mi abuela tenía en su pieza de la calle Mercedes. Entonces me pongo a viajar, salgo por cualquier ventana y vuelo como un fantasma en busca del pasado que ya fue.
Cuando yo tenía unos 9 años, uno de los novios de mi vieja, en su intento de recrear una familia ideal nos llevó al autocine a ver la primera de Rambo, un veterano de Vietnam que se volvía loco y mataba solo a todo un ejército de policías. Estábamos en su BMW color rojo.
En un instante, me transformé en el fantasma volador y me trasladé a un Renault 12, también rojo. Yo era casi un bebé y mientras dormitaba en el asiento de atrás del auto tapado por una frazada también roja, veía en una pantalla gigante como una mujer intentaba salir de un encierro y era golpeada por policías. Todo un signo de aquellos tiempos, pero eso todavía no lo sabía.
Otra vez, yo tenía unos 6 años y mi vieja insistía con presentarme a sus novios. Esta vez, un descendiente de alemanes nos llevó a navegar por el Tigre. Yo estaba en la cubierta mirando el río, las lanchas, los remeros que pasaban por el costado y los árboles que eran como los del bosque de Alicia, esos que hablaban.
En un momento, aparezco en la parte de adelante de la lancha y veo a mi vieja abrazada con el hombre rubio. Otra vez el flash, y vuelo hacia lo que ya fue. Desde el aire me veo con menos de 2 años tambaleándome y abrazando a mis viejos, mientras ellos se besaban. Es la única imagen que tiene mi cerebro, y mi corazón, de ellos juntos.
Después de la separación, caímos en la casa de Floresta y mi vieja no volvió a pisar el departamento de Palermo. Todo indica que aún nos perseguían esos mismos hombres malos que habían echado a mi viejo de Argentina. Eran también fantasmas, pero de los malos.
Recién unos 20 años después, mi vieja pudo volver a Palermo y así dejamos la casa de Floresta para siempre. La primera vez que entré al departamento del décimo piso todo me resultó conocido. El olor del pasillo, la puerta bordó, el piso de madera y la cocina larga y luminosa. Mi pieza estaba intacta, sólo le faltaba la cuna, creo. Estaban los mismos sillones de mimbre y los almohadones de esa tela que pincha
Pero de nuevo, salgo al pasillo y en el cuartito que hay para tirar la basura, que está frente al ascensor, un olor me transforma en ese fantasma volador. Ahí estaba la compuerta del incinerador, pero 20 años antes. Yo apenas caminaba y a través de la puerta entornada estaba mi vieja tirando decenas de libros por esa compuerta, mientras lloraba, como nunca la había visto hasta ese momento.
Esa misma noche, con mi mamá llenamos dos valijas de cuero con ropa, algunos juguetes en un bolsito y nos fuimos hacia la casa de Floresta. Una nueva vida empezaba, pese a la oscuridad.
miércoles, 9 de julio de 2008
Viaje insólito por el interior de Alicia
Los domingos solía levantarme temprano. Como en la tele no había demasiado para ver, armaba mis propias películas con los muñequitos de las Guerras de las Galaxias, a los que se agregaba un Robin sin Batman y un Temerario vestido a lo Rambo. Juntos peleaban para defender la Tierra del ataque de los marcianos.
Un domingo, mi vieja empezó con el operativo “este domingo tenés una salida”. Pelo con raya al costado, bermuda, camisa nueva y las botanguitas que tanto me hacían doler los pies. Al rato, luego del fondo blanco de leche, llega mi tía y mi prima, que vivían sobre el pasaje Jacarandá, también, vestidas para lo que parecía una gran ocasión.
Arrancamos por Mercedes para el lado de Juan B. Justo, una de las fronteras que todavía, a mis 8 años, sólo cruzaba acompañado. Tomamos el 34 color azul y con mi prima jugamos a ver quien veía más autos amarillos. Llegamos a destino, era el mismo lugar dónde mi abuela Taca solía llevarme a ver vacas y caballos durante las vacaciones de invierno. Había una larga cola que giraba dentro del lugar. Mucho años después me enteré que era La Rural.
Pasamos toda la mañana y la tarde avanzando a paso de tortuga para llegar a ver “algo” que en ese momento todavía no entendía bien que era. Mi tía sacaba unos panchos maravillosos de su galera-termo con agua caliente. Con mi prima le mandábamos savora y adentro. De otro recipiente venía un jugo que mantenía el frío pese al tiempo. Cada tanto íbamos hasta un galpón a llamar por teléfono para avisar que faltaba, que todavía no habíamos llegado al final del viaje.
Caía la noche sobre la rural, a mí las botanguitas ya me apretaban demasiado y estaba a punto de tirar la estrategia del llanto que me devuelva a mi casa de Floresta de una vez por todas. Pero en eso, ante mí aparece la protagonista principal de este viaje: la muñeca Alicia. La aventura estaba por comenzar.
Aunque parezca surrealista, la enorme Alicia nos esperaba acostada con la boca abierta, vestida con un blue jean y una camisa roja, muy estilo setentas. Pisamos su lengua, mientras en los costados mirábamos sus labios y algunas muelas cariadas. Mi prima abría los ojos como dos aceitunas negras y yo todavía hoy recuerdo la extraña sensación de pisar una lengua.
Yo era una miniatura, me había tomado la pastilla de chiquitolina, tenía el mismo tamaño que mi muñequito favorito Luke Skywalker, y me estaba metiendo en el cuerpo de Alicia. Pasamos por la garganta y tuvimos que agacharnos para no chocarnos con la campanilla.
Seguimos bajando por un pasillo, que creo que era el esófago y llegamos a un gran espacio que tenía un piso parecido a la lengua: era el estómago. Desde ahí vimos el hígado a un costado y arriba el corazón latiendo con fuerza. ¿Alicia estaría enamorada? Por el costado pasaban las venas y arterias como cables de luz.
La última sorpresa fue que nuestra nueva amiga estaba embarazada. Pasamos cerca de su bebé que flotaba en el agua con los ojitos cerrados y era mucho más enorme que yo, lo que avalaba mi teoría que con el jugo de mi tía venía incorporada la pastillita del Chapulín Colorado.
Dimos varias vueltas por el intestino y, finalmente, Alicia, nos echó de su cuerpo como si fuéramos mierda. Se había terminado la amistad parece. Yo volví a mi tamaño normal, caminamos por Santa Fe a buscar el 34 que nos lleve de nuevo a casa.
Del viaje no recuerdo nada, me debo haber dormido. Esa noche me acosté muy tarde y soñé que por adentro de mi cuerpo caminaba gente extraña. Por suerte esa mañana evacué todos mis problemas en el baño.
Un domingo, mi vieja empezó con el operativo “este domingo tenés una salida”. Pelo con raya al costado, bermuda, camisa nueva y las botanguitas que tanto me hacían doler los pies. Al rato, luego del fondo blanco de leche, llega mi tía y mi prima, que vivían sobre el pasaje Jacarandá, también, vestidas para lo que parecía una gran ocasión.
Arrancamos por Mercedes para el lado de Juan B. Justo, una de las fronteras que todavía, a mis 8 años, sólo cruzaba acompañado. Tomamos el 34 color azul y con mi prima jugamos a ver quien veía más autos amarillos. Llegamos a destino, era el mismo lugar dónde mi abuela Taca solía llevarme a ver vacas y caballos durante las vacaciones de invierno. Había una larga cola que giraba dentro del lugar. Mucho años después me enteré que era La Rural.
Pasamos toda la mañana y la tarde avanzando a paso de tortuga para llegar a ver “algo” que en ese momento todavía no entendía bien que era. Mi tía sacaba unos panchos maravillosos de su galera-termo con agua caliente. Con mi prima le mandábamos savora y adentro. De otro recipiente venía un jugo que mantenía el frío pese al tiempo. Cada tanto íbamos hasta un galpón a llamar por teléfono para avisar que faltaba, que todavía no habíamos llegado al final del viaje.
Caía la noche sobre la rural, a mí las botanguitas ya me apretaban demasiado y estaba a punto de tirar la estrategia del llanto que me devuelva a mi casa de Floresta de una vez por todas. Pero en eso, ante mí aparece la protagonista principal de este viaje: la muñeca Alicia. La aventura estaba por comenzar.
Aunque parezca surrealista, la enorme Alicia nos esperaba acostada con la boca abierta, vestida con un blue jean y una camisa roja, muy estilo setentas. Pisamos su lengua, mientras en los costados mirábamos sus labios y algunas muelas cariadas. Mi prima abría los ojos como dos aceitunas negras y yo todavía hoy recuerdo la extraña sensación de pisar una lengua.
Yo era una miniatura, me había tomado la pastilla de chiquitolina, tenía el mismo tamaño que mi muñequito favorito Luke Skywalker, y me estaba metiendo en el cuerpo de Alicia. Pasamos por la garganta y tuvimos que agacharnos para no chocarnos con la campanilla.
Seguimos bajando por un pasillo, que creo que era el esófago y llegamos a un gran espacio que tenía un piso parecido a la lengua: era el estómago. Desde ahí vimos el hígado a un costado y arriba el corazón latiendo con fuerza. ¿Alicia estaría enamorada? Por el costado pasaban las venas y arterias como cables de luz.
La última sorpresa fue que nuestra nueva amiga estaba embarazada. Pasamos cerca de su bebé que flotaba en el agua con los ojitos cerrados y era mucho más enorme que yo, lo que avalaba mi teoría que con el jugo de mi tía venía incorporada la pastillita del Chapulín Colorado.
Dimos varias vueltas por el intestino y, finalmente, Alicia, nos echó de su cuerpo como si fuéramos mierda. Se había terminado la amistad parece. Yo volví a mi tamaño normal, caminamos por Santa Fe a buscar el 34 que nos lleve de nuevo a casa.
Del viaje no recuerdo nada, me debo haber dormido. Esa noche me acosté muy tarde y soñé que por adentro de mi cuerpo caminaba gente extraña. Por suerte esa mañana evacué todos mis problemas en el baño.
miércoles, 11 de junio de 2008
El verano del 98
Cuando uno es joven siente que es una tragedia no salir un sábado a la noche o no estar en la costa en la segunda quincena de enero. El primer impacto fuerte que sentí fue cuando dejé de festejar el día de la primavera. Era la muerte misma.
Otro año, cuando yo ya tenía un poco más de 20, con mis amigos no pudimos estar frente al mar durante el enero mágico. Nos tocó febrero, eso si en la lejana patria de la felicidad.
Estábamos todos: Claudio, Martín, Néstor, Pablo y yo. La verdad es que ese año y, como es común en la costa, nos tocó un tiempo de mierda. Lluvia, frío y viento. Nosotros soportábamos las tardes de playa a puro mate y escuchando como uno de los chicos, el cantante del grupo, entonaba canciones de Arjona.
Llegaba la noche y nos preparábamos para matar o morir en el boliche. Había cerveza, vino y, hasta, whisky. Se estaba terminando el uno a uno menemista. Después de repasar 150 veces el gol de Néstor a Sacachispas y escuchar nuevamente al imitador de Arjona, que encima se parecía a Ricky Martin, salíamos rumbo a la 3 con cero esperanza y mucho alcohol en la sangre, era fin de temporada.
Cada uno llevaba un vasito de whisky importado en la mano, agarrábamos por el paseo 107 y parábamos en los videojuegos a patear unos penales virtuales. Cada uno ejecutaba con sus características de juego. Pablo y yo le dábamos con un caño al medio, Claudio le daba lo mismo meterlo que errarlo, y Martín y Nestor la acariciaban junto a un palo. En el metegol la cosa se ponía furiosa y el whisky se derramaba sobre el verde césped con cada gol.
De ahí, le poníamos rumbo hacia el boliche en una avenida 3 semivacía casi de fin de temporada. Adentro se bailaba poco, se seguía tomando tupido para olvidar que habíamos llegado a la costa en el mes equivocado. Pero una de esas noches en las que se repetía playa fría, canciones de Arjona, alcohol, penales y boliche; algo fue diferente.
Entre el cortinado oscuro y pesado que servía de puerta de Sabash veo entrar una morocha increíble con ojos achinados, una remera violeta desteñida y el pelo mal cortado a propósito. De algún lado saqué fuerzas, me acerqué y le pregunté no se qué cosa al oído, mientras intentaba disimular el aliento etílico de la madrugada. Lo primero fue intercambiar información estúpida sobre el barrio, la edad y el signo. Mientras tanto nos mirábamos, creo que con ganas.
Le dije que me gustaban los Caballeros de la Quema y obvié el dato del imitador de Arjona. Ella se copaba con Spinetta y yo saqué el primer y único conejo de mi galera de mago de cuarta. Le canté al oído una canción del Flaco que yo conocía por otra banda, Demente Caracol.
“Hoy tu pollera gira al viento, quiero verte bailar
entre la gente, entre la gente, quiero verte bailar
no importa tu nombre si me puedes contestar
son tantos tus sueños que ves el cielo, mientras te veo bailar
De ahí vinieron los besos, abrazos y caricias. Nos fuimos a la playa a seguir con más besos, mientras soñábamos cómo iba a hacer el reencuentro en Buenos Aires. Me dictó su teléfono, que quedó guardado en mi memoria para siempre y nos fuimos cada uno por su lado.
Otra de las tardes grises de ese verano nos cruzamos en la playa, en el balneario Merimar, mientras actuaba el imitador de Arjona. Nos saludamos, nos miramos a los ojos y le juré que recordaba su teléfono de memoria. Nunca más me la volví a cruzar, ni en la arena, ni por la 3. Nosotros seguimos con la rutina un par de días más, pero yo ya estaba pensando en otra cosa.
Otro año, cuando yo ya tenía un poco más de 20, con mis amigos no pudimos estar frente al mar durante el enero mágico. Nos tocó febrero, eso si en la lejana patria de la felicidad.
Estábamos todos: Claudio, Martín, Néstor, Pablo y yo. La verdad es que ese año y, como es común en la costa, nos tocó un tiempo de mierda. Lluvia, frío y viento. Nosotros soportábamos las tardes de playa a puro mate y escuchando como uno de los chicos, el cantante del grupo, entonaba canciones de Arjona.
Llegaba la noche y nos preparábamos para matar o morir en el boliche. Había cerveza, vino y, hasta, whisky. Se estaba terminando el uno a uno menemista. Después de repasar 150 veces el gol de Néstor a Sacachispas y escuchar nuevamente al imitador de Arjona, que encima se parecía a Ricky Martin, salíamos rumbo a la 3 con cero esperanza y mucho alcohol en la sangre, era fin de temporada.
Cada uno llevaba un vasito de whisky importado en la mano, agarrábamos por el paseo 107 y parábamos en los videojuegos a patear unos penales virtuales. Cada uno ejecutaba con sus características de juego. Pablo y yo le dábamos con un caño al medio, Claudio le daba lo mismo meterlo que errarlo, y Martín y Nestor la acariciaban junto a un palo. En el metegol la cosa se ponía furiosa y el whisky se derramaba sobre el verde césped con cada gol.
De ahí, le poníamos rumbo hacia el boliche en una avenida 3 semivacía casi de fin de temporada. Adentro se bailaba poco, se seguía tomando tupido para olvidar que habíamos llegado a la costa en el mes equivocado. Pero una de esas noches en las que se repetía playa fría, canciones de Arjona, alcohol, penales y boliche; algo fue diferente.
Entre el cortinado oscuro y pesado que servía de puerta de Sabash veo entrar una morocha increíble con ojos achinados, una remera violeta desteñida y el pelo mal cortado a propósito. De algún lado saqué fuerzas, me acerqué y le pregunté no se qué cosa al oído, mientras intentaba disimular el aliento etílico de la madrugada. Lo primero fue intercambiar información estúpida sobre el barrio, la edad y el signo. Mientras tanto nos mirábamos, creo que con ganas.
Le dije que me gustaban los Caballeros de la Quema y obvié el dato del imitador de Arjona. Ella se copaba con Spinetta y yo saqué el primer y único conejo de mi galera de mago de cuarta. Le canté al oído una canción del Flaco que yo conocía por otra banda, Demente Caracol.
“Hoy tu pollera gira al viento, quiero verte bailar
entre la gente, entre la gente, quiero verte bailar
no importa tu nombre si me puedes contestar
son tantos tus sueños que ves el cielo, mientras te veo bailar
De ahí vinieron los besos, abrazos y caricias. Nos fuimos a la playa a seguir con más besos, mientras soñábamos cómo iba a hacer el reencuentro en Buenos Aires. Me dictó su teléfono, que quedó guardado en mi memoria para siempre y nos fuimos cada uno por su lado.
Otra de las tardes grises de ese verano nos cruzamos en la playa, en el balneario Merimar, mientras actuaba el imitador de Arjona. Nos saludamos, nos miramos a los ojos y le juré que recordaba su teléfono de memoria. Nunca más me la volví a cruzar, ni en la arena, ni por la 3. Nosotros seguimos con la rutina un par de días más, pero yo ya estaba pensando en otra cosa.
martes, 10 de junio de 2008
¿Feliz cumpleaños?
La primera fiesta de cumpleaños que recuerdo fue la de los 4. Invité a mis compañeros del jardín y el comedor de la casa de Floresta se transformó en un salón de fiestas infantiles. La heladera Saccol estaba llena de gaseosas desde la mañana.
Mi abuela Taca se encargó de la imitación de sándwiches de miga hechos con pan lactal, jamón y queso. Había también papa fritas, chizitos y cientos de vasos de plástico de colores.
La torta fue toda una sorpresa para mí. Eran los muñequitos de la guerra de las galaxias, junto a un cohete plateado en un paisaje de merengues blancos muy parecido a la luna. Nunca lo supe, pero debí haber sido la envidia de más de uno de mis compañeritos. No recuerdo haber apagado las velitas, ni tampoco el cantito tradicional.
Mi vieja y mi tía fueron las animadoras de esa tarde ya casi de primavera. Hubo carrera de mini embolsado, la prueba del huevo duro en la cuchara y títeres en un teatro improvisado con una sábana sobre el marco de la puerta del comedor.
Había un príncipe, una princesa y un hombre de negro que intentaba robarse a la muchacha, un clásico inoxidable. A cada intento del malo, desde la platea se escuchaba muy fuerte “cuidado atrás, ahí viene”.
Mi abuela, mientras tanto, abastecía la mesa del comedor sin parar un segundo. Mi abuelo no apareció en escena en toda la tarde. O jugaba Boca o le molestaba tanta cantidad de infantes gritando al mismo tiempo, casi más fuerte que su radio Tonomac negra.
Por esos días había llegado la primera carta de mi viejo. Estaba en el buzón del pasillo de Mercedes junto a otros sobres. Mi vieja me sentó en el catre en el que dormía yo, junto a su cama, y me la leyó. Yo intentado hacerme el que también leía. Las letras parecían un gran camino de hormigas, como cuando están trasladando toda una planta hacia sus dominios.
En la carta me felicitaba por mis 4 años. “Ya sos un hombre”, escribió, pero yo sabía que era sólo un chiste. Por primera vez escuché hablar de los malos de verdad, los que no dejaban que mi papá volviera a verme. Esa noche, soñé que me enfrentaba al títere vestido de negro y le cortaba la cabeza con la espada de Sandokan. Era justicia.
Mi abuela Taca se encargó de la imitación de sándwiches de miga hechos con pan lactal, jamón y queso. Había también papa fritas, chizitos y cientos de vasos de plástico de colores.
La torta fue toda una sorpresa para mí. Eran los muñequitos de la guerra de las galaxias, junto a un cohete plateado en un paisaje de merengues blancos muy parecido a la luna. Nunca lo supe, pero debí haber sido la envidia de más de uno de mis compañeritos. No recuerdo haber apagado las velitas, ni tampoco el cantito tradicional.
Mi vieja y mi tía fueron las animadoras de esa tarde ya casi de primavera. Hubo carrera de mini embolsado, la prueba del huevo duro en la cuchara y títeres en un teatro improvisado con una sábana sobre el marco de la puerta del comedor.
Había un príncipe, una princesa y un hombre de negro que intentaba robarse a la muchacha, un clásico inoxidable. A cada intento del malo, desde la platea se escuchaba muy fuerte “cuidado atrás, ahí viene”.
Mi abuela, mientras tanto, abastecía la mesa del comedor sin parar un segundo. Mi abuelo no apareció en escena en toda la tarde. O jugaba Boca o le molestaba tanta cantidad de infantes gritando al mismo tiempo, casi más fuerte que su radio Tonomac negra.
Por esos días había llegado la primera carta de mi viejo. Estaba en el buzón del pasillo de Mercedes junto a otros sobres. Mi vieja me sentó en el catre en el que dormía yo, junto a su cama, y me la leyó. Yo intentado hacerme el que también leía. Las letras parecían un gran camino de hormigas, como cuando están trasladando toda una planta hacia sus dominios.
En la carta me felicitaba por mis 4 años. “Ya sos un hombre”, escribió, pero yo sabía que era sólo un chiste. Por primera vez escuché hablar de los malos de verdad, los que no dejaban que mi papá volviera a verme. Esa noche, soñé que me enfrentaba al títere vestido de negro y le cortaba la cabeza con la espada de Sandokan. Era justicia.
sábado, 7 de junio de 2008
Amigos
Hoy quiero escribir sobre la amistad. No sé en que se transformarán estas palabras que se sucederán a partir de ahora en esta hoja. Yo tengo un puñado de amigos a los que les soy fiel casi diría por naturaleza. Por ellos pongo las manos en el fuego, aunque me queme y se me caiga la piel.
Con todos ellos pasé momentos irrepetibles, en los que me gustó acompañarlos, abrazarlos y besarlos. Todos ellos también estuvieron cerca de mí en situaciones difíciles.
Con todos mis amigos tengo una intimidad única. Sin dar nombres…enterramos padres, nos peleamos, nos dimos besos en la boca, nos sentimos defraudados y nos reencontramos con alguna copa de por medio.
A los 20 un amigo, padre de un amigo, nos avisó que esto de la vida “era difícil”, mientras sumergía por tres veces un pulpo chileno en el agua hirviendo. Nunca le hice caso.
Yo tenía unos 27 años y vivía solo en un departamento de Plaza Italia con poca luz y menos espacio. Una mujer acababa de decirme que se iba, en ese momento para siempre, y mis amigos estaban cocinando unas mollejas a la crema. La imagen es esta: la pieza oscura, yo tirado en la cama llorando y ellos comiendo las mollejas. Yo sentía que me consolaban.
Otro, me banco demasiado en su casa, mientras vivía con su pareja. Fui el delivery de su negocio de comidas, dormí muy cerca de su cama de matrimonio y me escucharon decir varias veces que “la vida era una mierda”, mientras comíamos los mejores omeletes del mundo.
En otro momento, una tarde yo estaba sucio y despeinado, y un amigo me bancó toda una tarde en Barrancas de Belgrano. Otra vez le conté sobre el desamor y compramos el payasito más feo del mundo. Todo fue patético y hermoso.
Yendo más hacia atrás, una noche en la ciudad de Santa Fe, creo que en 1993, con los pibes, en un hotel barato usamos el pico de una botella de cerveza para sellar la amistad con nuestra propia sangre. Es difícil traicionar eso.
En la misma época, dos amigos me levantaron borracho del jardín de un edificio de San Bernardo con un dedo roto y una de las noches más increíbles que algún día voy a intentar recordar y reproducir.
Ahí están, ellos son. Hoy me tome un vino entero de un saque y me acordé de todos. Solo, frente al monitor me senté a repasar los días y noches que pasamos. La vida no es mucho más que eso. Unos amigos compartiendo una mesa, botellas que se van vaciando y recuerdos que nos unen.
Con todos ellos pasé momentos irrepetibles, en los que me gustó acompañarlos, abrazarlos y besarlos. Todos ellos también estuvieron cerca de mí en situaciones difíciles.
Con todos mis amigos tengo una intimidad única. Sin dar nombres…enterramos padres, nos peleamos, nos dimos besos en la boca, nos sentimos defraudados y nos reencontramos con alguna copa de por medio.
A los 20 un amigo, padre de un amigo, nos avisó que esto de la vida “era difícil”, mientras sumergía por tres veces un pulpo chileno en el agua hirviendo. Nunca le hice caso.
Yo tenía unos 27 años y vivía solo en un departamento de Plaza Italia con poca luz y menos espacio. Una mujer acababa de decirme que se iba, en ese momento para siempre, y mis amigos estaban cocinando unas mollejas a la crema. La imagen es esta: la pieza oscura, yo tirado en la cama llorando y ellos comiendo las mollejas. Yo sentía que me consolaban.
Otro, me banco demasiado en su casa, mientras vivía con su pareja. Fui el delivery de su negocio de comidas, dormí muy cerca de su cama de matrimonio y me escucharon decir varias veces que “la vida era una mierda”, mientras comíamos los mejores omeletes del mundo.
En otro momento, una tarde yo estaba sucio y despeinado, y un amigo me bancó toda una tarde en Barrancas de Belgrano. Otra vez le conté sobre el desamor y compramos el payasito más feo del mundo. Todo fue patético y hermoso.
Yendo más hacia atrás, una noche en la ciudad de Santa Fe, creo que en 1993, con los pibes, en un hotel barato usamos el pico de una botella de cerveza para sellar la amistad con nuestra propia sangre. Es difícil traicionar eso.
En la misma época, dos amigos me levantaron borracho del jardín de un edificio de San Bernardo con un dedo roto y una de las noches más increíbles que algún día voy a intentar recordar y reproducir.
Ahí están, ellos son. Hoy me tome un vino entero de un saque y me acordé de todos. Solo, frente al monitor me senté a repasar los días y noches que pasamos. La vida no es mucho más que eso. Unos amigos compartiendo una mesa, botellas que se van vaciando y recuerdos que nos unen.
martes, 3 de junio de 2008
Tantas veces me mataron
Cuando uno es chico muere heroicamente un par de veces por día. Yo jugaba a ser el pirata Sandokan y mi pieza era el barco con el que intentaba rescatar a Mariana, mi primer amor, la perla de Labuan. Yo usaba un gorro de "convoy", la espada era imaginaria y tenía un pañuelo de seda rojo que me ponía en la garganta.
Por la ventana miraba con unos largavistas viejos y después de un rato de hablar con mis marineros, descubríamos un barco inglés. Empezaban a caer los cañonazos de lado a lado y volaban los almohadones de mi cama. Después de un rato llegaba el abordaje de los ingleses y yo peleaba cuerpo a cuerpo con soldados de chaqueta roja imaginarios. Al rato, me sorprendían por atrás y me iba muriendo despacio sobre mi barco-cama.
Al rato renacía y me transformaba en el Llanero Solitario. Usaba el mismo sombrero de "convoy" y el pañuelo rojo, pero esta vez tenía cartuchera de vaquero pero sin revólver. Un banquito marrón, de esos que se hacen escaleras, era mi caballo Plata. Perseguía a pobres ladrones de banco desde mi pieza. La historia siempre terminaba con los bandidos escapando y yo con un tiro en el corazón y rodando desde mi caballo.
Así pasaba lo mismo cuando era miembro de Swat o de Chips. Hasta ahí, la muerte era parte del juego. Caer en plena lucha contra el enemigo y cerrar los ojos en forma heroica era divertido. Sabía que iba a despertar y pasar de ser un pirata a un policía motorizado, por ejemplo.
Mi viejo no estaba muerto, estaba lejos y no podía volver. Mi familia cercana estaba toda viva y yo pensaba que eran eternos, como los personajes de las series de la TV. Un día me cruzo con una historieta de Nippur de Lagash, un tipo que tenía más músculos que Martín Karadagian, una espada gigante y un amigo fiel. Yo lo leía en unas revistas usadas que tenían un olor que me hipnotizaba.
En una de las aventuras, se moría su amigo en una pelea cuerpo a cuerpo, parecidas a las que tenía yo cuando era Sandokan. En el último cuadrito aparecía Nippur llorando sobre el cuerpo de su amigo y se preguntaba: “¿Por qué?”. No podía creer ver al héroe llorando.
Después, mi vieja me encontró llorando como Nippur y me explicó que “todos nos vamos a morir, pero para eso falta mucho”, tratándose de convencerse a sí misma. Bueno, mi vieja mintió. Mi abuelo murió cuando yo todavía era un chico y no me animé ni a ver, ni a tocar su cuerpo dentro del cajón. Mi abuela Taca se fue muchos años después, pero creo que nunca me voy a olvidar como me miraba con sus ojos celestes en la cama del hospital. Ahí me di cuenta que el juego se había terminado.
Por la ventana miraba con unos largavistas viejos y después de un rato de hablar con mis marineros, descubríamos un barco inglés. Empezaban a caer los cañonazos de lado a lado y volaban los almohadones de mi cama. Después de un rato llegaba el abordaje de los ingleses y yo peleaba cuerpo a cuerpo con soldados de chaqueta roja imaginarios. Al rato, me sorprendían por atrás y me iba muriendo despacio sobre mi barco-cama.
Al rato renacía y me transformaba en el Llanero Solitario. Usaba el mismo sombrero de "convoy" y el pañuelo rojo, pero esta vez tenía cartuchera de vaquero pero sin revólver. Un banquito marrón, de esos que se hacen escaleras, era mi caballo Plata. Perseguía a pobres ladrones de banco desde mi pieza. La historia siempre terminaba con los bandidos escapando y yo con un tiro en el corazón y rodando desde mi caballo.
Así pasaba lo mismo cuando era miembro de Swat o de Chips. Hasta ahí, la muerte era parte del juego. Caer en plena lucha contra el enemigo y cerrar los ojos en forma heroica era divertido. Sabía que iba a despertar y pasar de ser un pirata a un policía motorizado, por ejemplo.
Mi viejo no estaba muerto, estaba lejos y no podía volver. Mi familia cercana estaba toda viva y yo pensaba que eran eternos, como los personajes de las series de la TV. Un día me cruzo con una historieta de Nippur de Lagash, un tipo que tenía más músculos que Martín Karadagian, una espada gigante y un amigo fiel. Yo lo leía en unas revistas usadas que tenían un olor que me hipnotizaba.
En una de las aventuras, se moría su amigo en una pelea cuerpo a cuerpo, parecidas a las que tenía yo cuando era Sandokan. En el último cuadrito aparecía Nippur llorando sobre el cuerpo de su amigo y se preguntaba: “¿Por qué?”. No podía creer ver al héroe llorando.
Después, mi vieja me encontró llorando como Nippur y me explicó que “todos nos vamos a morir, pero para eso falta mucho”, tratándose de convencerse a sí misma. Bueno, mi vieja mintió. Mi abuelo murió cuando yo todavía era un chico y no me animé ni a ver, ni a tocar su cuerpo dentro del cajón. Mi abuela Taca se fue muchos años después, pero creo que nunca me voy a olvidar como me miraba con sus ojos celestes en la cama del hospital. Ahí me di cuenta que el juego se había terminado.
jueves, 22 de mayo de 2008
¿Qué son esas siluetas que me persiguen?
A los 8 años, yo ya recorría el barrio con total libertad. Mi único límite era el cruce de la avenida Juan B. Justo. Pero con la bici, por la vereda, ya llegaba hasta el campito y a la casa de mi prima para probar los patines de ruedas naranjas a toda velocidad por el pasaje Jacarandá. Esas calles ya eran mías. Las caminaba con mis primeros amigos: el Cabezón y el Tano, ya los conocen. Más adelante, extendí mis fronteras y cambié algunos amigos, pero eso ya es otra historia.
Una mañana de sábado de mucho calor, la aspiradora de mi tía no me dejaba seguir lo que decía el predicador de Club 700, Entonces, agarré mi pelota pulpo y me fui a patear contra el portón verde del corralón. Empecé con la clásica pared y mano a mano frente al arquero imaginario. De fondo relataba un partido como los que escuchaba con mi abuelo los fines de semana por la tarde con la radio Tonomac negra.
En un momento fallé uno de mis disparos al arco, la derecha no era mi fuerte. La pulpo se alejó contra el costado del Corralón hacia la casa del vecino, el que tenía el Torino gris. En la pared verde, habían pintado a dos personas sin cara y tomados de la mano. Pasé, miré y agarré la pelota. Algo quedó flotando en mi mente, era como si hubiese revelado un secreto, algo peligroso.
Esos muñecos aparecían por todos lados. Conté más de cinco parejitas en las paredes, mientras mi vieja me llevaba al colegio a puro zigzag. Yo sentía que las pintaban para mí, que me miraban y me seguían, pese a no tener ni ojos, ni boca, ni nariz.
Después vi los dibujos cerca de la casa de mi prima en el pasaje Jacarandá y tampoco le dije nada. También estaban en los paredones que cercaron el campito, antes de que el lugar dónde aprendí a andar en bici se transformara en un centro deportivo rodeado de rejas.
Las siluetas estaban dentro de mi cabeza. Una noche, después de ver un programa en la tele que me daba miedo, ese que presentaba la vieja en silla de ruedas, soñé con el patio del recreo del jardín de infantes y las siluetas jugaban a la ronda entre el tobogán de plástico y la trepadora. Estaban agarradas de la mano y tomaban alta velocidad. Iban cayendo de a una y desaparecían. Me desperté sobresaltado, mojado y a los gritos. Pero nadie se enteró.
Los dibujos seguían apareciendo por toda Floresta y volvían en mis sueños a jugar a la ronda y desaparecer. Una noche, hacía frío, mi vieja volvía de trabajar de la escuela, tenía cara de cansada, entró a mi pieza y me lancé a sus brazos.
Me largué a llorar, el olor a madre me hizo largar todo. “¿Qué son esas siluetas de las paredes?”, pregunté con los ojos colorados. Mi vieja me miró resignada: “Están protestando contra los militares” y se fue por el pasillo rumbo a su pieza. Se estaba terminando la noche de la dictadura.
Una mañana de sábado de mucho calor, la aspiradora de mi tía no me dejaba seguir lo que decía el predicador de Club 700, Entonces, agarré mi pelota pulpo y me fui a patear contra el portón verde del corralón. Empecé con la clásica pared y mano a mano frente al arquero imaginario. De fondo relataba un partido como los que escuchaba con mi abuelo los fines de semana por la tarde con la radio Tonomac negra.
En un momento fallé uno de mis disparos al arco, la derecha no era mi fuerte. La pulpo se alejó contra el costado del Corralón hacia la casa del vecino, el que tenía el Torino gris. En la pared verde, habían pintado a dos personas sin cara y tomados de la mano. Pasé, miré y agarré la pelota. Algo quedó flotando en mi mente, era como si hubiese revelado un secreto, algo peligroso.
Esos muñecos aparecían por todos lados. Conté más de cinco parejitas en las paredes, mientras mi vieja me llevaba al colegio a puro zigzag. Yo sentía que las pintaban para mí, que me miraban y me seguían, pese a no tener ni ojos, ni boca, ni nariz.
Después vi los dibujos cerca de la casa de mi prima en el pasaje Jacarandá y tampoco le dije nada. También estaban en los paredones que cercaron el campito, antes de que el lugar dónde aprendí a andar en bici se transformara en un centro deportivo rodeado de rejas.
Las siluetas estaban dentro de mi cabeza. Una noche, después de ver un programa en la tele que me daba miedo, ese que presentaba la vieja en silla de ruedas, soñé con el patio del recreo del jardín de infantes y las siluetas jugaban a la ronda entre el tobogán de plástico y la trepadora. Estaban agarradas de la mano y tomaban alta velocidad. Iban cayendo de a una y desaparecían. Me desperté sobresaltado, mojado y a los gritos. Pero nadie se enteró.
Los dibujos seguían apareciendo por toda Floresta y volvían en mis sueños a jugar a la ronda y desaparecer. Una noche, hacía frío, mi vieja volvía de trabajar de la escuela, tenía cara de cansada, entró a mi pieza y me lancé a sus brazos.
Me largué a llorar, el olor a madre me hizo largar todo. “¿Qué son esas siluetas de las paredes?”, pregunté con los ojos colorados. Mi vieja me miró resignada: “Están protestando contra los militares” y se fue por el pasillo rumbo a su pieza. Se estaba terminando la noche de la dictadura.
miércoles, 21 de mayo de 2008
El circo y la risa del abuelo
A un par de cuadras de mi casa de Floresta había dos enormes descampados. Con el Cabezón y el Tano lo usábamos para jugar al fútbol. Armábamos un arco entre un árbol y un buzo o un par de piedras. Jugábamos un “metegol va al arco” y siempre se armaban discusiones cuando la pelota tocaba el palo menos imponente. ¿Si toca el buzo es palo o es palo y gol?, la duda aún me persigue más de 20 años después.
En el mismo campito yo aprendí a pedalear sin rueditas en una bici colorada de esas que se plegaban. La mini moto de tracción a sangre fue uno de los regalos que me mandaba mi viejo desde la clandestinidad. Después llegaron un jueguito electrónico y un súper Atari que me dejaron los ojos colorados por varias semanas de intentar sobrepasar mis récords. Clásicos regalos para nenes solos.
Volviendo a la bici roja, mi vieja me empujaba de atrás para darme envión y yo salía a toda velocidad. Tengo en mi mente clara la cara de emoción al sentir la velocidad que había agarrado. El flequillo se me volaba para atrás como a Mr Moto, el ídolo de Titanes en el Ring, el de la toma manubrio.
El problema que tuve, mientras recorría el campito a toda velocidad, era cómo frenar al bólido rojo. La primera vez fue contra el mismo árbol que usaba de arco con el Cabezón y el Tano. La segunda, usé mis botanguitas nuevas contra la tierra. Sólo meses después conocí lo que era el freno de la bicicleta y todo anduvo mejor.
El mismo año que aprendí a andar en bici, un sábado frío de invierno, mi abuelo se jugó y me dijo que tenía una sorpresa para mí. “Vamos al campito, pero vestite bien y no lleves la bici”. Mi vieja me corrió el flequillo y me hizo una raya al costado que duró lo que tardé en mover dos veces la cabeza. Ahí fui de la mano de mi abuelo. En cada cuadra yo jugaba a que me escondía atrás de un árbol y veía alejarse al viejo. Cuando llegaba a la esquina me pegaba un grito y yo salía corriendo. A esa altura ya estaba de nuevo con mi flequillo y las botanguitas llenas de tierra.
Llegamos al campito y se escuchaban quejas de elefantes y tigres. Yo me sentía parte de la troupe de la serie Daktari. El circo no me gustó: los payasos no me hicieron reír, hasta me dieron un poco de miedo, no le creí al domador, ni tampoco me emocionaron los malabaristas. Sólo quería que termine todo lo más rápido posible. Eso sí, lo que sí me sorprendió es ver disfrutar a mi abuelo como casi nunca lo había visto. En ese momento, me sentí cerca de él.
El mismo payaso triste y mal pintado que me daba terror, al viejo lo hacía llorar pero de la risa. Usaba sus dos manos enormes para aplaudir cada acto y luego me acariciaba la cabeza con toda esa enorme manopla áspera. Yo lo veía ponerse tenso en una prueba de los equilibristas y, también, cuando las motos recorrieron el círculo de la muerte a menor velocidad que el Mr Moto de Floresta con su bici roja. Y después, nuevos aplausos. Las manos se le ponían rojas.
Mi abuelo insistió con el circo cada invierno. Todos los años la misma ceremonia: la sorpresa en el campito, la raya al medio, la caminata por la calle Mercedes y la carpa con olor a zoológico. La risa del abuelo era la mayor atracción del show, y yo su pretexto para que el viejo vuelva a su propia infancia.
En el mismo campito yo aprendí a pedalear sin rueditas en una bici colorada de esas que se plegaban. La mini moto de tracción a sangre fue uno de los regalos que me mandaba mi viejo desde la clandestinidad. Después llegaron un jueguito electrónico y un súper Atari que me dejaron los ojos colorados por varias semanas de intentar sobrepasar mis récords. Clásicos regalos para nenes solos.
Volviendo a la bici roja, mi vieja me empujaba de atrás para darme envión y yo salía a toda velocidad. Tengo en mi mente clara la cara de emoción al sentir la velocidad que había agarrado. El flequillo se me volaba para atrás como a Mr Moto, el ídolo de Titanes en el Ring, el de la toma manubrio.
El problema que tuve, mientras recorría el campito a toda velocidad, era cómo frenar al bólido rojo. La primera vez fue contra el mismo árbol que usaba de arco con el Cabezón y el Tano. La segunda, usé mis botanguitas nuevas contra la tierra. Sólo meses después conocí lo que era el freno de la bicicleta y todo anduvo mejor.
El mismo año que aprendí a andar en bici, un sábado frío de invierno, mi abuelo se jugó y me dijo que tenía una sorpresa para mí. “Vamos al campito, pero vestite bien y no lleves la bici”. Mi vieja me corrió el flequillo y me hizo una raya al costado que duró lo que tardé en mover dos veces la cabeza. Ahí fui de la mano de mi abuelo. En cada cuadra yo jugaba a que me escondía atrás de un árbol y veía alejarse al viejo. Cuando llegaba a la esquina me pegaba un grito y yo salía corriendo. A esa altura ya estaba de nuevo con mi flequillo y las botanguitas llenas de tierra.
Llegamos al campito y se escuchaban quejas de elefantes y tigres. Yo me sentía parte de la troupe de la serie Daktari. El circo no me gustó: los payasos no me hicieron reír, hasta me dieron un poco de miedo, no le creí al domador, ni tampoco me emocionaron los malabaristas. Sólo quería que termine todo lo más rápido posible. Eso sí, lo que sí me sorprendió es ver disfrutar a mi abuelo como casi nunca lo había visto. En ese momento, me sentí cerca de él.
El mismo payaso triste y mal pintado que me daba terror, al viejo lo hacía llorar pero de la risa. Usaba sus dos manos enormes para aplaudir cada acto y luego me acariciaba la cabeza con toda esa enorme manopla áspera. Yo lo veía ponerse tenso en una prueba de los equilibristas y, también, cuando las motos recorrieron el círculo de la muerte a menor velocidad que el Mr Moto de Floresta con su bici roja. Y después, nuevos aplausos. Las manos se le ponían rojas.
Mi abuelo insistió con el circo cada invierno. Todos los años la misma ceremonia: la sorpresa en el campito, la raya al medio, la caminata por la calle Mercedes y la carpa con olor a zoológico. La risa del abuelo era la mayor atracción del show, y yo su pretexto para que el viejo vuelva a su propia infancia.
jueves, 8 de mayo de 2008
El día que Banderín perdió la final
Aprendí a jugar al fútbol solo, usando de arco el portón verde del corralón que estaba pegado a mi casa. Ubicaba la pelota en un punto penal imaginario, en el arco estaba el Pato Fiyol, que a veces adivinaba y me la atajaba, pero otras se tiraba para el otro lado y el placer era total. Salía a gritar el gol hacia el balcón de mi casa, mi vieja se cagaba de risa desde la ventana del comedor.
Otras veces armaba jugadas entre el árbol y la pared hasta enfrentar mano a mano a Fiyol. Y gol otra vez.
A mi abuelo, el único hombre de la casa, nunca lo vi patear una pelota. Yo no heredé mi humilde zurda de él, pero sí el disfrute de ver partidos en canchitas de barrio. De muy chico me llevaba los sábados a la tarde a ver a Banderín. La cancha estaba en un descampado a una cuadra del estadio de All Boys. Nos poníamos atrás de un arco y con la tierra que se levantaba apenas se veía el otro lado de la cancha.
Banderín usaba una remera verde gastada y medias del mismo color. Los desafíos eran a muerte. Una tarde, recuerdo gritos e insultos al referí y un gol que le hicieron a nuestro equipo. Antes de terminar el partido, mi abuelo me agarró fuerte del brazo –la mano del viejo era la más grande del mundo- y me sacó corriendo cuando empezaron los primeros forcejeos en medio de la tierra. En la esquina, sobre la calle Mercedes, el patrullero Ford Falcón se ponía en acción.
Un par de años después, cuando no conseguíamos una pelota decente para jugar, con el Cabezón nos íbamos a ver a Banderín. Dos equipos con camiseta, un referí, arcos con red, para nosotros eso era fútbol de primera división. Nunca supe en que campeonato jugaba mi equipo, pero recuerdo una especie de final contra otro grupo de camiseta a rayas negras y blancas, los malos de esta película.
Mi abuelo ya no estaba para alentar, pero yo no iba a faltar. En Banderín jugaba mi vecino, Jaime. Un hombre muy simpático que cuando me veía jugar en la vereda intentaba enseñarme a hacer jueguito con la pulpo de goma. Misión imposible.
El hombre jugaba de 10, en esa época todavía los números indicaban las posiciones en la cancha. La camiseta número 10 para mí es la más linda de todas y eso que en aquella época yo aún no conocía al Diego. En los verdes también jugaba de defensor el padre de los polacos, mis enemigos del pasaje Haití. Pero bueno, en ésta estábamos unidos.
Ese sábado de la final, agarramos por Mercedes con el Cabezón y caminamos en procesión hacia el potrero de Banderín. Al lado nuestro iba el almacenero Don Santiago, el dueño del Torino y, hasta la vieja, que me pinchó varias pelotas, esta vez estaba de nuestro lado. La cancha estaba rodeada de vecinos. Estaba hasta el heladero que iba a la puerta de mi escuela, un gordo de bigotes negros, que usaba una casaca blanca de Frigor todo el día.
Y empezó el partido. Los malos de esta historia fueron una tromba durante todo el primer tiempo. Tenían un número 9 que pesaba como 100 kilos, o eso me parecía a mi. El gordo hizo dos goles y el padre de los polacos no lo podía parar de ninguna manera.
Yo estaba atrás del arco, como siempre, y en un córner se me acerca Jaime me guiña el ojo y me dice: “Está difícil la cosa”. Yo sufría, pensaba que en la vereda de mi casa yo le ganaba los duelos al mismísimo Fiyol. Pero esta era otra historia.
En el segundo tiempo las cosas no mejoraron. El tanque de los rivales siguió parando todos los balazos que le tiraba el arquero desde la lejanía del arco contrario. Jaime usaba unos botines negros increíbles, nuevos, pero esa tarde apenas tuvo un tiro libre que se fue un metro por arriba del travesaño. El partido terminó 0-3, pero muchos vecinos se habían ido retirando de a poco. Cuando el referí estiró los brazos al cielo quedaban apenas 10 personas.
Yo me volví con el Cabezón y Jaime, que llevaba un bolso violeta al hombro, nadie dijo nada. El sol se escondía al costado entre los pasajes que rodean la canchita de Banderín. Cuando llegué a mi casa, armé la revancha con los muñequitos de la Guerra de las Galaxias. Han Solo, Luke y Leia se jugaron un partidazo.
Otras veces armaba jugadas entre el árbol y la pared hasta enfrentar mano a mano a Fiyol. Y gol otra vez.
A mi abuelo, el único hombre de la casa, nunca lo vi patear una pelota. Yo no heredé mi humilde zurda de él, pero sí el disfrute de ver partidos en canchitas de barrio. De muy chico me llevaba los sábados a la tarde a ver a Banderín. La cancha estaba en un descampado a una cuadra del estadio de All Boys. Nos poníamos atrás de un arco y con la tierra que se levantaba apenas se veía el otro lado de la cancha.
Banderín usaba una remera verde gastada y medias del mismo color. Los desafíos eran a muerte. Una tarde, recuerdo gritos e insultos al referí y un gol que le hicieron a nuestro equipo. Antes de terminar el partido, mi abuelo me agarró fuerte del brazo –la mano del viejo era la más grande del mundo- y me sacó corriendo cuando empezaron los primeros forcejeos en medio de la tierra. En la esquina, sobre la calle Mercedes, el patrullero Ford Falcón se ponía en acción.
Un par de años después, cuando no conseguíamos una pelota decente para jugar, con el Cabezón nos íbamos a ver a Banderín. Dos equipos con camiseta, un referí, arcos con red, para nosotros eso era fútbol de primera división. Nunca supe en que campeonato jugaba mi equipo, pero recuerdo una especie de final contra otro grupo de camiseta a rayas negras y blancas, los malos de esta película.
Mi abuelo ya no estaba para alentar, pero yo no iba a faltar. En Banderín jugaba mi vecino, Jaime. Un hombre muy simpático que cuando me veía jugar en la vereda intentaba enseñarme a hacer jueguito con la pulpo de goma. Misión imposible.
El hombre jugaba de 10, en esa época todavía los números indicaban las posiciones en la cancha. La camiseta número 10 para mí es la más linda de todas y eso que en aquella época yo aún no conocía al Diego. En los verdes también jugaba de defensor el padre de los polacos, mis enemigos del pasaje Haití. Pero bueno, en ésta estábamos unidos.
Ese sábado de la final, agarramos por Mercedes con el Cabezón y caminamos en procesión hacia el potrero de Banderín. Al lado nuestro iba el almacenero Don Santiago, el dueño del Torino y, hasta la vieja, que me pinchó varias pelotas, esta vez estaba de nuestro lado. La cancha estaba rodeada de vecinos. Estaba hasta el heladero que iba a la puerta de mi escuela, un gordo de bigotes negros, que usaba una casaca blanca de Frigor todo el día.
Y empezó el partido. Los malos de esta historia fueron una tromba durante todo el primer tiempo. Tenían un número 9 que pesaba como 100 kilos, o eso me parecía a mi. El gordo hizo dos goles y el padre de los polacos no lo podía parar de ninguna manera.
Yo estaba atrás del arco, como siempre, y en un córner se me acerca Jaime me guiña el ojo y me dice: “Está difícil la cosa”. Yo sufría, pensaba que en la vereda de mi casa yo le ganaba los duelos al mismísimo Fiyol. Pero esta era otra historia.
En el segundo tiempo las cosas no mejoraron. El tanque de los rivales siguió parando todos los balazos que le tiraba el arquero desde la lejanía del arco contrario. Jaime usaba unos botines negros increíbles, nuevos, pero esa tarde apenas tuvo un tiro libre que se fue un metro por arriba del travesaño. El partido terminó 0-3, pero muchos vecinos se habían ido retirando de a poco. Cuando el referí estiró los brazos al cielo quedaban apenas 10 personas.
Yo me volví con el Cabezón y Jaime, que llevaba un bolso violeta al hombro, nadie dijo nada. El sol se escondía al costado entre los pasajes que rodean la canchita de Banderín. Cuando llegué a mi casa, armé la revancha con los muñequitos de la Guerra de las Galaxias. Han Solo, Luke y Leia se jugaron un partidazo.
domingo, 27 de abril de 2008
Las primeras minas de mi vida
Mis primeros amores eran inventados, pura fantasía. Con el cabezón, en su casa del pasaje Mar del Plata, recortábamos fotos de chicas de la revista del Clarín y las pegábamos en hojas. La mía, por alguna razón extraña, siempre se llamaba Leticia.
La elegía con boina y polleras, recuerdo. Después de nuestro banquete revisteril, los lunes en los recreos inventábamos historias de salidas y besos robados. También, en la peluquería de JR -le pusimos ese apodo por su parecido con el malo de Dallas- me dejaban embobado las tapas con la carita de Graciela Alfano, era un ángel.
Cuando estaba en segundo grado tenía una maestra muy linda. Era rubia, media petiza y de rulitos. Se reía todo el tiempo, pero más cuando la iba a visitar el director. El hombre era verdaderamente popular dentro del colegio. Su nombre era coreado en las fiestas de fin de año. Tenía un Renault 12 celeste y años después lo vieron fuera de horario escolar con la señorita de la risa fácil.
A mi me gustaba esa maestra, confieso, como a casi todos mis colegas de grado. Taca, medio en joda medio celosa, le recordaba a mi abuelo su interés en irme a buscar al colegio durante ese año. Para mi fue el año más generoso de mi abuelo, me compraba los viernes dos paquetes de figuritas del Mundial 82. Igual nunca me salió la “figu” maldita, la del tano Paolo Rossi.
Pero bueno, después estaban las minas reales, las que estaban al alcance de la mano, las compañeras. Había una increíblemente bella y con aire de vedette. Era claramente la más linda del grado. Lo peor era que lo sabía.
Todas las semanas la chica A, llamémosla así, armaba su ranking semanal. El papelito era enviado por alguno de nosotros y decía: “¿De quién gustas? Primero, segundo y tercero. En silencio, como presos que se pasan algún mensaje, el papelito llegaba con las noticias sobre los elegidos para los próximos 7 días.
De esta manera, durante esa semana, cada uno de nosotros se transformaba en una especie de novio de América. La chica A sonreía, sus dientes eran perlas, y hablaba con los elegidos del ranking.
Después estaba la chica B, que estaba perdidamente enamorada de mí. Bueno, por lo menos, eso me decía en sus cartas. Recibía varias por semana perfumadas, con dibujos, versos y declaraciones de amor eterno. Claro es fácil hablar de eternidad a los 8 años, pero bueno esa es otra historia.
El tema es que la luz de la chica A brillaba con demasiada fuerza. La semana que me tocó liderar el ranking de la aprendiz de vedette, estaba en un embrollo. Fue el momento de enfrentar mi primer drama amoroso y sin la ayuda de una cerveza.
Después de un match de tenis con el Cabezón y el Tano en el pasaje Mar del Plata, les conté mi problema. Esto ya excedía largamente el recorte de las chicas de la revista de Clarín. Ahora me enfrentaba a dos “Leticias” de carne y hueso.
Sentados en el cordón, frente a la casa de una vieja que tenía un árbol de mandarinas, se decidió el pequeño drama. El cabezón era un tierno, pese a que ya tenía la fuerza de un mastodonte, y me decía que me quede con B que A te olvida en una semana. El Tano, mucho más pillo (ya les voy a contar sus caminatas lunares algún día), me pedía que intente lo imposible: “Tenés que besar a la chica A, ser el primero”.
Bueno ese lunes aparecí al tope del ranking, lamentablemente. Los cachetes se me pusieron más colorados que nunca. Mis pecas eran casi violetas y transpiraba toda la maldita polera que me había puesto mi mamá.
Como preferido de esa semana tenía el privilegio de ver a la chica A de cerca, mientras jugaba al elástico. Estaba en el segundo patio, el que tenía una pequeña pileta de natación en el fondo, pasé cerca de ella sin mirarla. Me acerque a B le dediqué una sonrisa y me fui con el Tano y el Cabezón a jugar a Swat, por suerte esa semana me había tocado el papel de Luca, el francotirador. Ya había tomado una decisión.
La elegía con boina y polleras, recuerdo. Después de nuestro banquete revisteril, los lunes en los recreos inventábamos historias de salidas y besos robados. También, en la peluquería de JR -le pusimos ese apodo por su parecido con el malo de Dallas- me dejaban embobado las tapas con la carita de Graciela Alfano, era un ángel.
Cuando estaba en segundo grado tenía una maestra muy linda. Era rubia, media petiza y de rulitos. Se reía todo el tiempo, pero más cuando la iba a visitar el director. El hombre era verdaderamente popular dentro del colegio. Su nombre era coreado en las fiestas de fin de año. Tenía un Renault 12 celeste y años después lo vieron fuera de horario escolar con la señorita de la risa fácil.
A mi me gustaba esa maestra, confieso, como a casi todos mis colegas de grado. Taca, medio en joda medio celosa, le recordaba a mi abuelo su interés en irme a buscar al colegio durante ese año. Para mi fue el año más generoso de mi abuelo, me compraba los viernes dos paquetes de figuritas del Mundial 82. Igual nunca me salió la “figu” maldita, la del tano Paolo Rossi.
Pero bueno, después estaban las minas reales, las que estaban al alcance de la mano, las compañeras. Había una increíblemente bella y con aire de vedette. Era claramente la más linda del grado. Lo peor era que lo sabía.
Todas las semanas la chica A, llamémosla así, armaba su ranking semanal. El papelito era enviado por alguno de nosotros y decía: “¿De quién gustas? Primero, segundo y tercero. En silencio, como presos que se pasan algún mensaje, el papelito llegaba con las noticias sobre los elegidos para los próximos 7 días.
De esta manera, durante esa semana, cada uno de nosotros se transformaba en una especie de novio de América. La chica A sonreía, sus dientes eran perlas, y hablaba con los elegidos del ranking.
Después estaba la chica B, que estaba perdidamente enamorada de mí. Bueno, por lo menos, eso me decía en sus cartas. Recibía varias por semana perfumadas, con dibujos, versos y declaraciones de amor eterno. Claro es fácil hablar de eternidad a los 8 años, pero bueno esa es otra historia.
El tema es que la luz de la chica A brillaba con demasiada fuerza. La semana que me tocó liderar el ranking de la aprendiz de vedette, estaba en un embrollo. Fue el momento de enfrentar mi primer drama amoroso y sin la ayuda de una cerveza.
Después de un match de tenis con el Cabezón y el Tano en el pasaje Mar del Plata, les conté mi problema. Esto ya excedía largamente el recorte de las chicas de la revista de Clarín. Ahora me enfrentaba a dos “Leticias” de carne y hueso.
Sentados en el cordón, frente a la casa de una vieja que tenía un árbol de mandarinas, se decidió el pequeño drama. El cabezón era un tierno, pese a que ya tenía la fuerza de un mastodonte, y me decía que me quede con B que A te olvida en una semana. El Tano, mucho más pillo (ya les voy a contar sus caminatas lunares algún día), me pedía que intente lo imposible: “Tenés que besar a la chica A, ser el primero”.
Bueno ese lunes aparecí al tope del ranking, lamentablemente. Los cachetes se me pusieron más colorados que nunca. Mis pecas eran casi violetas y transpiraba toda la maldita polera que me había puesto mi mamá.
Como preferido de esa semana tenía el privilegio de ver a la chica A de cerca, mientras jugaba al elástico. Estaba en el segundo patio, el que tenía una pequeña pileta de natación en el fondo, pasé cerca de ella sin mirarla. Me acerque a B le dediqué una sonrisa y me fui con el Tano y el Cabezón a jugar a Swat, por suerte esa semana me había tocado el papel de Luca, el francotirador. Ya había tomado una decisión.
martes, 22 de abril de 2008
Un pedido para Papá Noel
El primer regalo que me trajo Papá Noel fue un muñeco de Robin articulado. Nunca pude entender bien por qué le faltaba Batman, su compañero y protagonista principal de las aventuras. El Joven Maravilla estaba en la puerta de entrada de mi casa de Floresta, ya que en mi casa de Floresta no había arbolito de Navidad.
Yo nunca aguantaba hasta las 12, obviamente, y el regalo me llegaba al otro día. Me levantaba muy temprano y mi abuela ya estaba amasando los ravioles para el mediodía. Por esas cosas de la vida, Robin se incorporó a los buenos de las Guerra de las Galaxias, junto a Han Solo y Luke. Todo un refuerzo para enfrentar a Vader y el lado oscuro de la fuerza.
Enseguida les cuento como fue que llegó el Joven Maravilla a mis manos. No recuerdo otros grandes regalos de Navidad, pero sí tengo en mi memoria frescos los momentos de los pedidos. Era toda una ceremonia: me sentaba con mi vieja en la mesa de fórmica de la cocina. Mi mamá escribía como la mejor secretaria del mundo. Creo que tiene la mejor letra del mundo, una verdadera letra de maestra. Mientras tanto, entre sus masas, Taca me soplaba ideas para regalos.
La lista para Papa Noel era interminable. Una bici cross, el barco pirata del playmobil, la espada de Sandokán, la moto de Poncharelo y el sable de Luke. Mi vieja anotaba en silencio. Desde ese instante, yo me la pasaba esperando el momento de ir a visitar al hombre de la barba blanca.
Y llegaba ese bendito sábado. Siempre hacía calor y mi vieja me ponía las bermudas nuevas y la camisa que, por una extraña razón, la recuerdo apretada al cuello. Me peinaba con raya al medio, pese a mi resistencia lo juro, y me perfumaba todo con una olorosa colonia Pibes. Mi vieja se ponía un vestido color celeste, igualito a la bandera argentina. Tenía que esperarla mientras se pintaba la cara y se hacía la cola de caballo.
Y salíamos a la aventura. Primero pasábamos por Natalio para comprar algunas golosinas. El hombre pelado y de bigotes amarillos atendía el negocio junto a su esposa Debora. La mujer parecía tener ojos en la espalda, como Bochini, y era imposible birlarle un caramelo. El local era el negocio mas extraño de Floresta. Vendía desde las tradicionales golosinas hasta cualquier elemento que pidieran en el colegio, en especial en las clases de actividades prácticas. En los estantes más lejanos había desde un avión de madera balsa para armar hasta un traje de yudo.
Volvamos al viaje que era tan largo como el del Valiant a la lejana patria de la felicidad. Subíamos al 106 verde, con cartel rojo, ahí en el asiento ya empezaba a recordar todo lo que le iba a decir al hombre del traje rojo. Pero una vez, me guardé un pedido especial, que ni mi vieja lo supo.
Durante el traqueteo del viaje jugaba con mi vieja a contar los autos rojos o amarillos que pasaban al lado del gigante verde. Por alguna casualidad de la vida siempre ganaba yo con los colorados. Llegaba el momento de bajar. La ceremonia, en este caso, era el toque del timbre del colectivo. Yo insistía en hacerlo varias veces, casi me quedaba pegado al botón. Mi vieja me zamarreaba del brazo para que afloje.
Bajábamos del 106, para mi los escalones del bondi eran gigantes, y enfilábamos por la peatonal. Mi mamá ponía una voz como solemne cuando nombraba la casa de Papá Noel: “Vive en la calle Florida, en Harrod’s”, me contaba al oído.
Hacíamos la cola con cientos de madres junto a colegas con listas de regalos parecidas a las mías. La espera se me hacía interminable y me cansaba de ver siempre las mismas vidrieras. Se me acalambraban las piernas y las botanguitas ya me hacían doler los dedos.
Hasta que llegaba el momento de encontrarme con él. Todo era como medio de cotillón a su alrededor y eso me gustaba aún más. Dejé la carta en una urna, llena de otras hojas, y me acerqué a su trono. “Quiero una bici con rueditas, la espada de Sandokán”, le dije y hasta ahí fue todo sonrisa. Luego agregué: “También quiero ver a mi papá, que está lejos y no lo dejan volver”. En ese instante, al mismo tiempo que Papa Noel se siguió riendo sin entender, mi vieja me agarró del brazo fuerte y me sacó de la casita de cotillón.
Por primera vez en mi vida sentí que mi mamá tenía miedo de verdad, como cuando después entró el murciélago en la casa de Gesell. Volvimos sin hablar en el colectivo verde. Esa Navidad, sólo recibí un Robin sin Batman.
Yo nunca aguantaba hasta las 12, obviamente, y el regalo me llegaba al otro día. Me levantaba muy temprano y mi abuela ya estaba amasando los ravioles para el mediodía. Por esas cosas de la vida, Robin se incorporó a los buenos de las Guerra de las Galaxias, junto a Han Solo y Luke. Todo un refuerzo para enfrentar a Vader y el lado oscuro de la fuerza.
Enseguida les cuento como fue que llegó el Joven Maravilla a mis manos. No recuerdo otros grandes regalos de Navidad, pero sí tengo en mi memoria frescos los momentos de los pedidos. Era toda una ceremonia: me sentaba con mi vieja en la mesa de fórmica de la cocina. Mi mamá escribía como la mejor secretaria del mundo. Creo que tiene la mejor letra del mundo, una verdadera letra de maestra. Mientras tanto, entre sus masas, Taca me soplaba ideas para regalos.
La lista para Papa Noel era interminable. Una bici cross, el barco pirata del playmobil, la espada de Sandokán, la moto de Poncharelo y el sable de Luke. Mi vieja anotaba en silencio. Desde ese instante, yo me la pasaba esperando el momento de ir a visitar al hombre de la barba blanca.
Y llegaba ese bendito sábado. Siempre hacía calor y mi vieja me ponía las bermudas nuevas y la camisa que, por una extraña razón, la recuerdo apretada al cuello. Me peinaba con raya al medio, pese a mi resistencia lo juro, y me perfumaba todo con una olorosa colonia Pibes. Mi vieja se ponía un vestido color celeste, igualito a la bandera argentina. Tenía que esperarla mientras se pintaba la cara y se hacía la cola de caballo.
Y salíamos a la aventura. Primero pasábamos por Natalio para comprar algunas golosinas. El hombre pelado y de bigotes amarillos atendía el negocio junto a su esposa Debora. La mujer parecía tener ojos en la espalda, como Bochini, y era imposible birlarle un caramelo. El local era el negocio mas extraño de Floresta. Vendía desde las tradicionales golosinas hasta cualquier elemento que pidieran en el colegio, en especial en las clases de actividades prácticas. En los estantes más lejanos había desde un avión de madera balsa para armar hasta un traje de yudo.
Volvamos al viaje que era tan largo como el del Valiant a la lejana patria de la felicidad. Subíamos al 106 verde, con cartel rojo, ahí en el asiento ya empezaba a recordar todo lo que le iba a decir al hombre del traje rojo. Pero una vez, me guardé un pedido especial, que ni mi vieja lo supo.
Durante el traqueteo del viaje jugaba con mi vieja a contar los autos rojos o amarillos que pasaban al lado del gigante verde. Por alguna casualidad de la vida siempre ganaba yo con los colorados. Llegaba el momento de bajar. La ceremonia, en este caso, era el toque del timbre del colectivo. Yo insistía en hacerlo varias veces, casi me quedaba pegado al botón. Mi vieja me zamarreaba del brazo para que afloje.
Bajábamos del 106, para mi los escalones del bondi eran gigantes, y enfilábamos por la peatonal. Mi mamá ponía una voz como solemne cuando nombraba la casa de Papá Noel: “Vive en la calle Florida, en Harrod’s”, me contaba al oído.
Hacíamos la cola con cientos de madres junto a colegas con listas de regalos parecidas a las mías. La espera se me hacía interminable y me cansaba de ver siempre las mismas vidrieras. Se me acalambraban las piernas y las botanguitas ya me hacían doler los dedos.
Hasta que llegaba el momento de encontrarme con él. Todo era como medio de cotillón a su alrededor y eso me gustaba aún más. Dejé la carta en una urna, llena de otras hojas, y me acerqué a su trono. “Quiero una bici con rueditas, la espada de Sandokán”, le dije y hasta ahí fue todo sonrisa. Luego agregué: “También quiero ver a mi papá, que está lejos y no lo dejan volver”. En ese instante, al mismo tiempo que Papa Noel se siguió riendo sin entender, mi vieja me agarró del brazo fuerte y me sacó de la casita de cotillón.
Por primera vez en mi vida sentí que mi mamá tenía miedo de verdad, como cuando después entró el murciélago en la casa de Gesell. Volvimos sin hablar en el colectivo verde. Esa Navidad, sólo recibí un Robin sin Batman.
viernes, 18 de abril de 2008
La tele a colores llega a mi casa de Floresta
Yo miraba varias horas de televisión por día. Cuando estaba aburrido de armar historias con los muñequitos de la guerra de las galaxias o de jugar a ser Poncharelo, el policía de Chips, prendía un gran aparato color marrón que heredé cuando me mudé a la pieza que había sido ocupada por uno de mis tíos.
Miraba las series del mediodía y a la noche a veces, cuando mi vieja no se daba cuenta veía algunas de las novelas prohibidas. Recuerdo una que era presentada por una vieja en sillas de ruedas. En cada capítulo había una muerte trágica. A mi ya me asustaba la cara de la señora, así que imaginen en que estado dormía esa noche.
Luego de una de esas noches de insomnio y pesadillas, noté cierto revuelo para un sábado invernal. Mi vieja evitó pintarse el pelo de amarillo, mi abuelo tenía la Tonomac apagada, mi tía no encendió la maldita aspiradora y mi abuela casi no había visitado su cocina amarilla.
Empecé a mirar para todos lados y abrí la heladera, la del hielo por todas partes. Confirmado, algo raro estaba pasando. El gigante amarillo estaba repleto de gaseosas como si se fuera a festejar un cumpleaños o Navidad.
Mi abuelo se plantó en el balcón de la casa de Mercedes. Todavía lo veo con sus patas flacas y su gorra gris, la misma que hoy cuelga de mi biblioteca. Estaba ansioso y Taca iba y venía con la pava y el mate de metal amarillo.
Mi tía y mi vieja no pelearon ese sábado. Y comimos sándwiches con las figazas de la panadería de la calle Segurola, como cuando nos íbamos de viaje. Yo me metí en la pieza y armé un clásico de fútbol entre los malos y los buenos de la Guerra de las Galaxias.
El partido iba 1 a 0 para los extraterrestres. Yo siempre los hacía arrancar ganando, para después darle más emoción al triunfo de Han Solo, Luke y la princesa Leia, la gran arquera. En eso escucho unos gritos de mi abuelo: “Ahí viene, ahí viene”.
Suspendo el partido, a pesar de la derrota, y corro por el pasillo hasta la puerta del balcón. Toda mi familia ya estaba apoyada en la baranda mirando para abajo. Mi tío estaciona su citroneta amarilla entre el Torino y la Chevy de los vecinos. Tenía en el techo tres enormes cajas blancas con unas letras grandes en negro.
Entre mi abuelo y mi tío bajan una de esas cajas, mientras Taca le servía un vaso de Coca bien helada, la misma botella que no me había dejado tocar durante toda la mañana. En eso llega mi otro tío, experto en electricidad, con una antena bajo el brazo.
La caja tenía una tele como la de mi pieza, pero con otros botones. Los hombres estuvieron toda la tarde tratando de conectarla. Mi tío electricista colgado del techo de la terraza y las mujeres desde abajo ordenando la orientación. Yo, todavía, no entendía nada.
En eso, se enciende un mundo nuevo de colores ante mis ojos. Lo primero que recuerdo es a una señora de vestido rojo y con una mesa y sillas detrás. Año después me enteré que era Mirtha Legrand. Extrañamente, la recuerdo muy parecida a lo que es ahora.
Después mi tío se fumó un 43/70, despedía un olor fuerte de sus manos, de su ropa, de todos lados y partió en su citroneta amarilla a repartir el resto de los televisores en la familia. Ese año vimos Malvinas en blanco y negro, pero a Kempes y Maradona a todo color desde España.
Miraba las series del mediodía y a la noche a veces, cuando mi vieja no se daba cuenta veía algunas de las novelas prohibidas. Recuerdo una que era presentada por una vieja en sillas de ruedas. En cada capítulo había una muerte trágica. A mi ya me asustaba la cara de la señora, así que imaginen en que estado dormía esa noche.
Luego de una de esas noches de insomnio y pesadillas, noté cierto revuelo para un sábado invernal. Mi vieja evitó pintarse el pelo de amarillo, mi abuelo tenía la Tonomac apagada, mi tía no encendió la maldita aspiradora y mi abuela casi no había visitado su cocina amarilla.
Empecé a mirar para todos lados y abrí la heladera, la del hielo por todas partes. Confirmado, algo raro estaba pasando. El gigante amarillo estaba repleto de gaseosas como si se fuera a festejar un cumpleaños o Navidad.
Mi abuelo se plantó en el balcón de la casa de Mercedes. Todavía lo veo con sus patas flacas y su gorra gris, la misma que hoy cuelga de mi biblioteca. Estaba ansioso y Taca iba y venía con la pava y el mate de metal amarillo.
Mi tía y mi vieja no pelearon ese sábado. Y comimos sándwiches con las figazas de la panadería de la calle Segurola, como cuando nos íbamos de viaje. Yo me metí en la pieza y armé un clásico de fútbol entre los malos y los buenos de la Guerra de las Galaxias.
El partido iba 1 a 0 para los extraterrestres. Yo siempre los hacía arrancar ganando, para después darle más emoción al triunfo de Han Solo, Luke y la princesa Leia, la gran arquera. En eso escucho unos gritos de mi abuelo: “Ahí viene, ahí viene”.
Suspendo el partido, a pesar de la derrota, y corro por el pasillo hasta la puerta del balcón. Toda mi familia ya estaba apoyada en la baranda mirando para abajo. Mi tío estaciona su citroneta amarilla entre el Torino y la Chevy de los vecinos. Tenía en el techo tres enormes cajas blancas con unas letras grandes en negro.
Entre mi abuelo y mi tío bajan una de esas cajas, mientras Taca le servía un vaso de Coca bien helada, la misma botella que no me había dejado tocar durante toda la mañana. En eso llega mi otro tío, experto en electricidad, con una antena bajo el brazo.
La caja tenía una tele como la de mi pieza, pero con otros botones. Los hombres estuvieron toda la tarde tratando de conectarla. Mi tío electricista colgado del techo de la terraza y las mujeres desde abajo ordenando la orientación. Yo, todavía, no entendía nada.
En eso, se enciende un mundo nuevo de colores ante mis ojos. Lo primero que recuerdo es a una señora de vestido rojo y con una mesa y sillas detrás. Año después me enteré que era Mirtha Legrand. Extrañamente, la recuerdo muy parecida a lo que es ahora.
Después mi tío se fumó un 43/70, despedía un olor fuerte de sus manos, de su ropa, de todos lados y partió en su citroneta amarilla a repartir el resto de los televisores en la familia. Ese año vimos Malvinas en blanco y negro, pero a Kempes y Maradona a todo color desde España.
miércoles, 16 de abril de 2008
La invasión a mi lejana patria de la felicidad
Tenía dos amigos en la lejana patria de la felicidad con los cuales sólo nos veíamos durante los veranos. En ese tiempo, en la playa, éramos inseparables. Armábamos pistas de autos, yo manejaba el braham blanco de Piquet, volcanes de arena y barrenábamos como en pleno Hawai. Años más tarde, con estos mismos compañeros compartí mis primeras salidas nocturnas, pero eso ya es otra historia.
La única imagen que me quedó de ellos era en malla y, a lo sumo, una salida de baño de toalla turquesa que usaba uno de ellos. Una tarde lluviosa, mi vieja me había llevado a los jueguitos. Yo estaba subiendo y bajando en un helicóptero de esos de mentira y pasó uno de los pibes con su viejo. Fue todo un impacto verlo con ropa de calle, casi no lo conocí.
Creo que mis primeras tristezas fuertes me las agarré cuando llegaba febrero y me tenía que separar de mis dos amigos de playa. Pero vayamos al punto.
Una tarde, estábamos los tres armando una muralla frente al mar. Arrodillados, con arena por todos lados y tratando de evitar las filtraciones del agua. De pronto, pasaron muy cerca del mar dos aviones de los de guerra, parecidos a los de la película Top Gun. Hicieron un ruido increíble.
Esa noche, en mi segunda pieza, la del altillo del edificio Aguará, me dormí soñando con la llegada de una invasión extraterrestre por el mar. Yo veía luces rojas, gente corriendo. Terminaba escondido en el balneario Merimar con mi familia. En el refugio también estaba el bañero Charlie. Un muchacho musculoso, de bigote y voz finita, que jugaba a la paleta como un verdadero campeón.
Yo nunca llegaba a ver al enemigo, sólo puntos luminosos en el cielo y cosas que explotaban. Al final la película quedaba inconclusa cuando me levantaba la voz de Taca y llegaba la ceremonia de la leche.
Esa mañana, en la playa, con mis dos cumpas cavamos trincheras y dibujamos ametralladoras para esperar el paso de los aviones enemigos. Nos pasamos toda la mañana bajo tierra y hablando en voz baja. Nos hacíamos señas copiadas del sargento Sanders, el de la serie Combate. Pero las naves no volvieron a pasar.
Meses más tarde, en el otoño, las trincheras y los aviones se trasladaron hacia el sur. Y ya no era un juego de nenes.
La única imagen que me quedó de ellos era en malla y, a lo sumo, una salida de baño de toalla turquesa que usaba uno de ellos. Una tarde lluviosa, mi vieja me había llevado a los jueguitos. Yo estaba subiendo y bajando en un helicóptero de esos de mentira y pasó uno de los pibes con su viejo. Fue todo un impacto verlo con ropa de calle, casi no lo conocí.
Creo que mis primeras tristezas fuertes me las agarré cuando llegaba febrero y me tenía que separar de mis dos amigos de playa. Pero vayamos al punto.
Una tarde, estábamos los tres armando una muralla frente al mar. Arrodillados, con arena por todos lados y tratando de evitar las filtraciones del agua. De pronto, pasaron muy cerca del mar dos aviones de los de guerra, parecidos a los de la película Top Gun. Hicieron un ruido increíble.
Esa noche, en mi segunda pieza, la del altillo del edificio Aguará, me dormí soñando con la llegada de una invasión extraterrestre por el mar. Yo veía luces rojas, gente corriendo. Terminaba escondido en el balneario Merimar con mi familia. En el refugio también estaba el bañero Charlie. Un muchacho musculoso, de bigote y voz finita, que jugaba a la paleta como un verdadero campeón.
Yo nunca llegaba a ver al enemigo, sólo puntos luminosos en el cielo y cosas que explotaban. Al final la película quedaba inconclusa cuando me levantaba la voz de Taca y llegaba la ceremonia de la leche.
Esa mañana, en la playa, con mis dos cumpas cavamos trincheras y dibujamos ametralladoras para esperar el paso de los aviones enemigos. Nos pasamos toda la mañana bajo tierra y hablando en voz baja. Nos hacíamos señas copiadas del sargento Sanders, el de la serie Combate. Pero las naves no volvieron a pasar.
Meses más tarde, en el otoño, las trincheras y los aviones se trasladaron hacia el sur. Y ya no era un juego de nenes.
lunes, 14 de abril de 2008
La abuela Taca versus Doña Petrona
La casa de la calle Mercedes tenía dos enormes aparatos de TV blanco y negro. Uno en la pieza de mis abuelos y otro en la pieza de mi tío más joven, que heredé cuando se casó.
Las tardes que no se dedicaba a coser, Taca solía ver un programa de cocina llamado “Buenas tardes, mucho gusto”. Apoyaba el mate y la pava en un banquito marrón, de esos que se vuelven escalerita. El mismo que se transformaba en mi caballo, cuando yo me convertía en el Llanero solitario.
Yo me sentaba al lado de ella, mientras mi abuelo dormitaba con la radio a todo lo que da en el sillón verde del comedor. Cada tanto, desde la pieza se escuchaba un ruido como de serrucho intentando cortar un sauce. Eran los ronquidos de mi abuelo que acompañaban a los tangos de la Tonomac.
Miraba a mi abuela atento, el programa me aburría demasiado. Pero esperaba un momento de la tarde especial. Ya les cuento en detalles.
La vida también tiene pases de comedia repetidos. En un momento dado mi abuela repetía una escena que me hacía reír más que los payasos del circo Rodas. Llegaba una cocinera medio gordita y algo anciana, para mí. Taca se desesperaba y me mandaba corriendo a buscar lápiz y papel al lado del teléfono negro del comedor.
“Apurate, que llegó Doña Petrona C. de Gandulfo”, me decía. El nombre ya me daba la sensación de estar frente a una reina de la cocina. Mi abuela, claro, le disputaba el trono y para eso tenía que copiar sus recetas sin que ella se enterara.
La mujer de la tele se vestía muy parecida a mi abuela y tenía unos brazos fuertes de tanto amasar. A mí siempre me gustaba jugar con el antebrazo de Taca, que eran enormes de tanto amasar.
Doña Petrona usaba una batidora moderna y cuando la prendía en la tele ponían música de fondo. Ese era el momento en que mi abuela podía distraerse un poco de la receta y prepararme mi vaso de leche de la tarde. Luego volvía a su papel de espía copiona de la vieja de la tele.
Una vez terminada la audición, Taca volaba a la cocina conmigo detrás. “Manos a la obra”, me decía y empezaba a cocinar para la noche. Armaba un volcán de harina sobre el mármol amarillo y gastado de la cocina de Floresta. Yo intentaba despertar a mi abuelo con cosquillas en los pies y me ganaba unas lindas palabras para que me retire del comedor. Volvía a la cocina y la masa ya estaba armada.
Todo era amarillo en la cocina de Floresta: las paredes, las alacenas, los azulejos y hasta las masas que construía mi abuela con sus manos. Yo me subía a una silla, era lo único que no era amarillo creo, y Taca me regalaba un pedazo de su masa para que arme mis propias medialunas.
Ella estiraba la masa, yo estiraba la masa. Taca le ponía más harina, yo también. Después armábamos los pasteles. Los míos en una bandeja especial más chiquita y los poníamos a cocinar.
Mientras cocinaba, pensaba que le estábamos ganando la carrera a la vieja cocinera de la tele. Con mi voz de nene, pero ya recorriendo este mundo de adultos, le decía a Taca: “A vos te sale más rico que a Petrona”. Mi abuela se reía. Y yo soñaba con algún día ver a mi abuela en la tele cocinando.
Las tardes que no se dedicaba a coser, Taca solía ver un programa de cocina llamado “Buenas tardes, mucho gusto”. Apoyaba el mate y la pava en un banquito marrón, de esos que se vuelven escalerita. El mismo que se transformaba en mi caballo, cuando yo me convertía en el Llanero solitario.
Yo me sentaba al lado de ella, mientras mi abuelo dormitaba con la radio a todo lo que da en el sillón verde del comedor. Cada tanto, desde la pieza se escuchaba un ruido como de serrucho intentando cortar un sauce. Eran los ronquidos de mi abuelo que acompañaban a los tangos de la Tonomac.
Miraba a mi abuela atento, el programa me aburría demasiado. Pero esperaba un momento de la tarde especial. Ya les cuento en detalles.
La vida también tiene pases de comedia repetidos. En un momento dado mi abuela repetía una escena que me hacía reír más que los payasos del circo Rodas. Llegaba una cocinera medio gordita y algo anciana, para mí. Taca se desesperaba y me mandaba corriendo a buscar lápiz y papel al lado del teléfono negro del comedor.
“Apurate, que llegó Doña Petrona C. de Gandulfo”, me decía. El nombre ya me daba la sensación de estar frente a una reina de la cocina. Mi abuela, claro, le disputaba el trono y para eso tenía que copiar sus recetas sin que ella se enterara.
La mujer de la tele se vestía muy parecida a mi abuela y tenía unos brazos fuertes de tanto amasar. A mí siempre me gustaba jugar con el antebrazo de Taca, que eran enormes de tanto amasar.
Doña Petrona usaba una batidora moderna y cuando la prendía en la tele ponían música de fondo. Ese era el momento en que mi abuela podía distraerse un poco de la receta y prepararme mi vaso de leche de la tarde. Luego volvía a su papel de espía copiona de la vieja de la tele.
Una vez terminada la audición, Taca volaba a la cocina conmigo detrás. “Manos a la obra”, me decía y empezaba a cocinar para la noche. Armaba un volcán de harina sobre el mármol amarillo y gastado de la cocina de Floresta. Yo intentaba despertar a mi abuelo con cosquillas en los pies y me ganaba unas lindas palabras para que me retire del comedor. Volvía a la cocina y la masa ya estaba armada.
Todo era amarillo en la cocina de Floresta: las paredes, las alacenas, los azulejos y hasta las masas que construía mi abuela con sus manos. Yo me subía a una silla, era lo único que no era amarillo creo, y Taca me regalaba un pedazo de su masa para que arme mis propias medialunas.
Ella estiraba la masa, yo estiraba la masa. Taca le ponía más harina, yo también. Después armábamos los pasteles. Los míos en una bandeja especial más chiquita y los poníamos a cocinar.
Mientras cocinaba, pensaba que le estábamos ganando la carrera a la vieja cocinera de la tele. Con mi voz de nene, pero ya recorriendo este mundo de adultos, le decía a Taca: “A vos te sale más rico que a Petrona”. Mi abuela se reía. Y yo soñaba con algún día ver a mi abuela en la tele cocinando.
sábado, 5 de abril de 2008
Voy a tomar la ruta 2
La noche anterior se dormía poco. El cuartel de la calle Mercedes estaba en plena ebullición. Yo desde mi pieza, trataba de no asomar la cabeza, corría el riesgo de que me asignen tareas inhumanas de limpieza o descongelamiento de la enorme heladera amarilla, una verdadera Antártida, antes del cambio climático.
Se comían sándwiches de peceto con figazas de manteca de la panadería de la calle Segurola. Esa noche, la última por mucho tiempo en Floresta, la cocina no se usaba. Mi primera pizza de delivery la comí pasados los 20 años.
Mi tía y mi mamá se encargaban de las valijas de toda la familia. Mi abuela acopiaba matambres, pecetos y pandulces para llevar. Mi abuelo miraba todo desde lejos y decía: “Chicas, todo no entra, el auto no es de goma”. Las mujeres amenazaban con postergar el viaje o directamente quedarse a pasar el verano bajo el sol de Floresta. Yo seguía en la pieza mirando como Martín Karadagián y la Momia negra, la boxeadora, se daban con todo.
Cuando terminaba Titanes, todo estaba en calma por unas horas. Pero cerca de las 6 de la matina todo volvía a empezar. Mi tía armaba la canasta para el viaje, mientras mi abuelo cargaba el Valiant blanco hasta el techo. Yo me levantaba y mi abuela me servía mi súper vaso de leche. El fondo blanco lácteo era irrenunciable, tanto para Taca como para mí.
Ya estaba todo listo. Mi tía era la última en salir, pero antes rociaba la casa con Baygon para combatir a las cucas, una verdadera plaga en la casa de la calle Mercedes. Se cerraba la puerta cancel -así llamaban a la puerta de calle en mi familia- y empezaba la aventura.
Manejaba mi mamá y mi abuelo venía sentado al lado. Atrás, mi abuela, mi tía, yo y la canasta cargada con agua, mate, sándwiches y facturas. Pero todavía no se podía tocar nada. La ciudad estaba vacía y el sol se asomaba frente a nosotros. Yo iba mirando por la ventanilla, medio dormido todavía. Pasaban algunos camiones, colectivos y algún otro auto que también emprendía el viaje a la costa.
Después de casi dos horas de cruzar la Capital llegábamos a la ruta 2. En el Valiant se escuchaba, por ejemplo, “ojo, que ya estamos en la ruta”. Era como algo importante, solemne. Como el verdadero comienzo del viaje, luego de la previa.
Mi tía abría el paquete y repartía facturas. Mi abuela era la encargada de preparar el mate. Yo, al mismo tiempo, pedía agua y mi abuelo llevaba su radio portátil al máximo. A todo esto mi mamá pedía silencio y traía a esta verdadera asamblea familiar la inquietud de cuál era el mejor momento para pasar a un camión jaula cargado de vaquitas. Al final se decidía, mientras el viejo decía “sí, ahora”, y mi tía de atrás apretaba un freno imaginario.
Yo ya soñaba con la primera parada: Un lugar lleno de banderas que regalaba yogur y agua mineral fría, la de la canasta ya estaba tibia. Entrábamos con el Valiant a todo vapor. Mi abuela pedía un par de tarritos de más “porque el viaje es largo”, decía. Las promotoras se negaban con una sonrisa.
De vuelta en la ruta, abríamos los yogures todos al mismo tiempo. Mi tía había traído sólo dos cucharitas. Así que nos turnábamos para comer. Mi vieja, era la más perjudicada. Imaginenla al frente del barco con el duro volante del Valiant y las dudas ante cada camión que se cruzaba en nuestro camino.
Después, con el estómago lleno, esperaba poder ver el castillo de la ruta 2. Estaba cruzando un río y detrás de un frondoso bosque, apenas se dejaba ver. Cuando estábamos cerca, mi mamá comenzaba a gritar que me prepare que era sólo un segundo y seguimos. Yo me pegaba a la ventanilla del auto.
Ahí estaba, inmenso y de color rojo furioso. Era un flash y mi mente se disparaba. Siempre creí que era la casa del pirata Sandokán y su amada, Mariana, la perla de Labuan. Soñaba que allí en el castillo de la ruta 2 habían encontrado refugio para esconderse de los barcos ingleses que lo perseguían. Los mismos ingleses malos que nos habían robado las Malvinas.
Pero el viaje seguía. En Dolores parábamos para ir al baño. Mi abuelo me obligaba a mear sí o sí. “Mirá que después no paramos más”, me advertía. Le cargábamos nafta al Valiant y seguíamos rumbo al mar, a la lejana patria de la felicidad.
Yo esperaba la señal para empezar a darle a los sándwiches de pan lactal. Doblábamos en Las Armas y ahí automáticamente empezaba a pedir mi ración. De nuevo comenzaban los gritos. Yo sabía que todavía faltaba una parada. Era un clásico, a mi abuela le gustaba adornar el departamento del edificio Aguará con “los plumeros” de la ruta. La vieja esperaba el mejor momento, agazapada, y le tiraba a mi mamá la señal para detenerse. Mi tía pegaba un grito de aquellos, mi abuelo se lo bancaba piola.
“Los plumeros” viajaban en el asiento de atrás entre mi tía, con cara de culo, mi abuela y yo. El viaje estaba terminando. Ya se veían médanos al costado de la ruta y Taca me contaba que una vez a un hombre se le descompuso el auto y trató de llegar al mar y se perdió. Yo miraba el cielo y ya me imaginaba en la playa haciendo montañas, nadando en el mar y jugando con las paletas.
Así, el Valiant daba vuelta por la rotonda y entrábamos en la Villa. Todo se nombra con números en Gesell. Ahí estaba esperándome la 3 con los jueguitos electrónicos y nuestra segunda casa, el departamento 12 de la avenida 2. En el pasillo, el olor a mar era fuerte y mi nariz me decía ya estás de vacaciones. El viaje terminó.
Se comían sándwiches de peceto con figazas de manteca de la panadería de la calle Segurola. Esa noche, la última por mucho tiempo en Floresta, la cocina no se usaba. Mi primera pizza de delivery la comí pasados los 20 años.
Mi tía y mi mamá se encargaban de las valijas de toda la familia. Mi abuela acopiaba matambres, pecetos y pandulces para llevar. Mi abuelo miraba todo desde lejos y decía: “Chicas, todo no entra, el auto no es de goma”. Las mujeres amenazaban con postergar el viaje o directamente quedarse a pasar el verano bajo el sol de Floresta. Yo seguía en la pieza mirando como Martín Karadagián y la Momia negra, la boxeadora, se daban con todo.
Cuando terminaba Titanes, todo estaba en calma por unas horas. Pero cerca de las 6 de la matina todo volvía a empezar. Mi tía armaba la canasta para el viaje, mientras mi abuelo cargaba el Valiant blanco hasta el techo. Yo me levantaba y mi abuela me servía mi súper vaso de leche. El fondo blanco lácteo era irrenunciable, tanto para Taca como para mí.
Ya estaba todo listo. Mi tía era la última en salir, pero antes rociaba la casa con Baygon para combatir a las cucas, una verdadera plaga en la casa de la calle Mercedes. Se cerraba la puerta cancel -así llamaban a la puerta de calle en mi familia- y empezaba la aventura.
Manejaba mi mamá y mi abuelo venía sentado al lado. Atrás, mi abuela, mi tía, yo y la canasta cargada con agua, mate, sándwiches y facturas. Pero todavía no se podía tocar nada. La ciudad estaba vacía y el sol se asomaba frente a nosotros. Yo iba mirando por la ventanilla, medio dormido todavía. Pasaban algunos camiones, colectivos y algún otro auto que también emprendía el viaje a la costa.
Después de casi dos horas de cruzar la Capital llegábamos a la ruta 2. En el Valiant se escuchaba, por ejemplo, “ojo, que ya estamos en la ruta”. Era como algo importante, solemne. Como el verdadero comienzo del viaje, luego de la previa.
Mi tía abría el paquete y repartía facturas. Mi abuela era la encargada de preparar el mate. Yo, al mismo tiempo, pedía agua y mi abuelo llevaba su radio portátil al máximo. A todo esto mi mamá pedía silencio y traía a esta verdadera asamblea familiar la inquietud de cuál era el mejor momento para pasar a un camión jaula cargado de vaquitas. Al final se decidía, mientras el viejo decía “sí, ahora”, y mi tía de atrás apretaba un freno imaginario.
Yo ya soñaba con la primera parada: Un lugar lleno de banderas que regalaba yogur y agua mineral fría, la de la canasta ya estaba tibia. Entrábamos con el Valiant a todo vapor. Mi abuela pedía un par de tarritos de más “porque el viaje es largo”, decía. Las promotoras se negaban con una sonrisa.
De vuelta en la ruta, abríamos los yogures todos al mismo tiempo. Mi tía había traído sólo dos cucharitas. Así que nos turnábamos para comer. Mi vieja, era la más perjudicada. Imaginenla al frente del barco con el duro volante del Valiant y las dudas ante cada camión que se cruzaba en nuestro camino.
Después, con el estómago lleno, esperaba poder ver el castillo de la ruta 2. Estaba cruzando un río y detrás de un frondoso bosque, apenas se dejaba ver. Cuando estábamos cerca, mi mamá comenzaba a gritar que me prepare que era sólo un segundo y seguimos. Yo me pegaba a la ventanilla del auto.
Ahí estaba, inmenso y de color rojo furioso. Era un flash y mi mente se disparaba. Siempre creí que era la casa del pirata Sandokán y su amada, Mariana, la perla de Labuan. Soñaba que allí en el castillo de la ruta 2 habían encontrado refugio para esconderse de los barcos ingleses que lo perseguían. Los mismos ingleses malos que nos habían robado las Malvinas.
Pero el viaje seguía. En Dolores parábamos para ir al baño. Mi abuelo me obligaba a mear sí o sí. “Mirá que después no paramos más”, me advertía. Le cargábamos nafta al Valiant y seguíamos rumbo al mar, a la lejana patria de la felicidad.
Yo esperaba la señal para empezar a darle a los sándwiches de pan lactal. Doblábamos en Las Armas y ahí automáticamente empezaba a pedir mi ración. De nuevo comenzaban los gritos. Yo sabía que todavía faltaba una parada. Era un clásico, a mi abuela le gustaba adornar el departamento del edificio Aguará con “los plumeros” de la ruta. La vieja esperaba el mejor momento, agazapada, y le tiraba a mi mamá la señal para detenerse. Mi tía pegaba un grito de aquellos, mi abuelo se lo bancaba piola.
“Los plumeros” viajaban en el asiento de atrás entre mi tía, con cara de culo, mi abuela y yo. El viaje estaba terminando. Ya se veían médanos al costado de la ruta y Taca me contaba que una vez a un hombre se le descompuso el auto y trató de llegar al mar y se perdió. Yo miraba el cielo y ya me imaginaba en la playa haciendo montañas, nadando en el mar y jugando con las paletas.
Así, el Valiant daba vuelta por la rotonda y entrábamos en la Villa. Todo se nombra con números en Gesell. Ahí estaba esperándome la 3 con los jueguitos electrónicos y nuestra segunda casa, el departamento 12 de la avenida 2. En el pasillo, el olor a mar era fuerte y mi nariz me decía ya estás de vacaciones. El viaje terminó.
La lejana patria de la felicidad
Villa Gesell es para mí como la felicidad misma. Allí nos mudábamos con mi familia todos los veranos desde chico. Allí conocí el mar, me acerqué por primera vez a las chicas en la adolescencia y, también, conocí al amor de mi vida. Pero esa es otra historia.
Cada vez que se acercaba diciembre yo empezaba a ver y oler los signos de nuestro viaje a la patria de la felicidad. Mi abuela se ponía frenética a cocinar un pandulce tras otro. Mi nariz todavía recuerda el aroma del agua de azar. Yo la acompañaba a comprar los moldes en una papelera de la calle Mercedes. El vendedor era rengo y de rulos blancos. Siempre estaba fumando, pero siempre eh. Me regalaba moldecitos y yo armaba mis propios y humildes pandulces.
Mi abuelo llevaba el Valiant al mecánico, a la vuelta de casa en pleno pasaje Haití, el de Los Polacos. Imaginen a Don Barrito: vivía manchado de grasa y siempre estaba con dos o tres autos a medio armar en la puerta de su casa, el asfalto era su taller. Años después, lo vi en el velorio de mi abuelo de punta en blanco, irreconocible.
Otra señal de que nos íbamos, era que se abría la puerta más lejana del ropero de la abuela y se bajaban las valijas. Mi tía y mi mamá se la pasaban peleando. La disputa era a muerte para dilucidar qué ropa nos acompañaba al viaje al mar. Al final todo se zanjaba cuando se acercaba la fecha de la partida. Otro día les cuento los increíbles viajes en el Valiant blanco de mi abuelo.
Ahora vayamos a otro tema. Ya en la Villa, como le decimos los amantes de esas playas, una tarde lluviosa yo estaba acostado leyendo unas revistas de historietas usadas que compraba mi abuela. Estaba metido de lleno en las aventuras de Nippur de Lagash, un guerrero de espada afilada y buen corazón. En el final de la historia muere uno de sus mejores amigos, por la traición de un rey malvado. El último cuadrito era tremendo: uno de mis héroes favoritos llorando la muerte de su compinche más querido. Cerré la revista y me largue a llorar, yo también, como lo que era, un nene.
Trate de esconderme entre las decenas de almohadones que mi abuela solía poner en los sillones. Pasó mi abuelo para la pieza con su radio Tonomac a todo lo que da y no se dio cuenta.
¿Qué es la muerte? ¿Qué pasa cuando te morís? Son preguntas que aún hoy me persiguen. Pero ese día me las hice por primera vez. Al rato mi vieja me vio los ojos colorados y se me sentó al lado. Le conté como pude lo del amigo de Nippur y la muerte. Me abrazó fuerte. El olor de madre les juro, es curativo.
Después le pregunté: ¿Vos te vas a morir? Sí, me dijo, pero cuando vos seas ya un hombre grande y ya casi no me necesites. Enseguida retruqué: ¿Y mi papá se murió? Tardó en responder. Me miró y me dijo: Está vivo, pero vive muy lejos y por ahora no puede venir. Desde ese momento lo esperé.
Cada vez que se acercaba diciembre yo empezaba a ver y oler los signos de nuestro viaje a la patria de la felicidad. Mi abuela se ponía frenética a cocinar un pandulce tras otro. Mi nariz todavía recuerda el aroma del agua de azar. Yo la acompañaba a comprar los moldes en una papelera de la calle Mercedes. El vendedor era rengo y de rulos blancos. Siempre estaba fumando, pero siempre eh. Me regalaba moldecitos y yo armaba mis propios y humildes pandulces.
Mi abuelo llevaba el Valiant al mecánico, a la vuelta de casa en pleno pasaje Haití, el de Los Polacos. Imaginen a Don Barrito: vivía manchado de grasa y siempre estaba con dos o tres autos a medio armar en la puerta de su casa, el asfalto era su taller. Años después, lo vi en el velorio de mi abuelo de punta en blanco, irreconocible.
Otra señal de que nos íbamos, era que se abría la puerta más lejana del ropero de la abuela y se bajaban las valijas. Mi tía y mi mamá se la pasaban peleando. La disputa era a muerte para dilucidar qué ropa nos acompañaba al viaje al mar. Al final todo se zanjaba cuando se acercaba la fecha de la partida. Otro día les cuento los increíbles viajes en el Valiant blanco de mi abuelo.
Ahora vayamos a otro tema. Ya en la Villa, como le decimos los amantes de esas playas, una tarde lluviosa yo estaba acostado leyendo unas revistas de historietas usadas que compraba mi abuela. Estaba metido de lleno en las aventuras de Nippur de Lagash, un guerrero de espada afilada y buen corazón. En el final de la historia muere uno de sus mejores amigos, por la traición de un rey malvado. El último cuadrito era tremendo: uno de mis héroes favoritos llorando la muerte de su compinche más querido. Cerré la revista y me largue a llorar, yo también, como lo que era, un nene.
Trate de esconderme entre las decenas de almohadones que mi abuela solía poner en los sillones. Pasó mi abuelo para la pieza con su radio Tonomac a todo lo que da y no se dio cuenta.
¿Qué es la muerte? ¿Qué pasa cuando te morís? Son preguntas que aún hoy me persiguen. Pero ese día me las hice por primera vez. Al rato mi vieja me vio los ojos colorados y se me sentó al lado. Le conté como pude lo del amigo de Nippur y la muerte. Me abrazó fuerte. El olor de madre les juro, es curativo.
Después le pregunté: ¿Vos te vas a morir? Sí, me dijo, pero cuando vos seas ya un hombre grande y ya casi no me necesites. Enseguida retruqué: ¿Y mi papá se murió? Tardó en responder. Me miró y me dijo: Está vivo, pero vive muy lejos y por ahora no puede venir. Desde ese momento lo esperé.
martes, 25 de marzo de 2008
Un nene en el mundo de los adultos
Soy hijo único y crecí rodeado de adultos en una familia de las llamadas disfuncional. En la casa de Mercedes viví con mi mamá, mi abuela, mi abuelo y mi tía. Ustedes ya saben, “los grandes” se cansan rápido de jugar con los chicos y, además, manejan otro idioma y su imaginación es limitada por el paso de los años y los golpes de la vida.
Sin embargo, mi abuelo se esforzaba por llevarme a la plaza. Igual, no recuerdo que intente enseñarme a jugar al fútbol. Quizá lo conocí ya cansado y viejo. Yo peloteaba y tiraba paredes contra la pared del corralón de al lado de casa. Intentaba emular a Garcha, el monstruo del pasaje Don Cristóbal.
Mi abuela, pobre, tampoco sabía que hacer conmigo. Por las tardes me llevaba a la pieza de la terraza, dónde estaba su taller de costura. Me daba una tela, botones y a coser. A la vieja le daba el sol sobre la máquina Singer. Nos quedábamos toda la tarde ahí hasta que se iba el sol y venía el frío.
Mis días pasaban, también, con mi “amiga” la tele. Me quedaba horas frente al televisor. Arrancaba con un tipo que gritaba y hacia caminar a los paralíticos por la mañana. Era Club 700 y me paralizaba frente a las historias de ciegos que volvían a ver con sólo un toque en la frente. Seguía con las series del mediodía. Mi favoritas eran el Llanero solitario y el Zorro.
Yo tenía un sombrero de “convoy”, así le decía mi abuela Taca, y una cartuchera sin revolver (el arma se había perdido en alguna visita de mis primos) y mi caballo era un banquito marrón de esos que se hacen escalera. “Aiu Silver”, gritaba y hacía el sonido del galope con mi boca mientras perseguía a ladrones de bancos.
Luego del almuerzo, mi vieja me cortaba la tele. Decía que se recalentaba y podía explotar. Yo imaginaba el tremendo aparato volar por los aires y le hacía caso. Ahí empezaba a armar mis propias historias sobre la alfombra de mi pieza.
Entonces, sin la tele me quedaban los muñequitos de La Guerra de las Galaxias y los hacía participar en miles de películas. Jugaban partidos de fútbol, la princesa Leia iba al arco, y guerras en plena pieza con las sillas y el banquito marrón como naves espaciales. Estaban divididos entre buenos (los humanos) y malos (“los extraterrestres” con Darth Vader a la cabeza). Así fue corriendo la década del 80.
Sin embargo, mi abuelo se esforzaba por llevarme a la plaza. Igual, no recuerdo que intente enseñarme a jugar al fútbol. Quizá lo conocí ya cansado y viejo. Yo peloteaba y tiraba paredes contra la pared del corralón de al lado de casa. Intentaba emular a Garcha, el monstruo del pasaje Don Cristóbal.
Mi abuela, pobre, tampoco sabía que hacer conmigo. Por las tardes me llevaba a la pieza de la terraza, dónde estaba su taller de costura. Me daba una tela, botones y a coser. A la vieja le daba el sol sobre la máquina Singer. Nos quedábamos toda la tarde ahí hasta que se iba el sol y venía el frío.
Mis días pasaban, también, con mi “amiga” la tele. Me quedaba horas frente al televisor. Arrancaba con un tipo que gritaba y hacia caminar a los paralíticos por la mañana. Era Club 700 y me paralizaba frente a las historias de ciegos que volvían a ver con sólo un toque en la frente. Seguía con las series del mediodía. Mi favoritas eran el Llanero solitario y el Zorro.
Yo tenía un sombrero de “convoy”, así le decía mi abuela Taca, y una cartuchera sin revolver (el arma se había perdido en alguna visita de mis primos) y mi caballo era un banquito marrón de esos que se hacen escalera. “Aiu Silver”, gritaba y hacía el sonido del galope con mi boca mientras perseguía a ladrones de bancos.
Luego del almuerzo, mi vieja me cortaba la tele. Decía que se recalentaba y podía explotar. Yo imaginaba el tremendo aparato volar por los aires y le hacía caso. Ahí empezaba a armar mis propias historias sobre la alfombra de mi pieza.
Entonces, sin la tele me quedaban los muñequitos de La Guerra de las Galaxias y los hacía participar en miles de películas. Jugaban partidos de fútbol, la princesa Leia iba al arco, y guerras en plena pieza con las sillas y el banquito marrón como naves espaciales. Estaban divididos entre buenos (los humanos) y malos (“los extraterrestres” con Darth Vader a la cabeza). Así fue corriendo la década del 80.
Por favor, no bombardeen Buenos Aires
Todos los jueves acompañaba a mi abuela a la feria de la calle Bahía Blanca. Yo era el encargado de llevar el changuito. A la ida era un fórmula 1, hacía willy en los cordones y hasta jugaba carreras con las señoras que iban adelante en procesión hacia la feria. La vuelta no era tan divertida, el changuito rojo cargado apenas me permitía moverlo.
Taca iba adelante y siempre se robaba alguna plantita que le gustaba de los jardines de los vecinos. Un día un helecho, otro día una lavanda, siempre se llevaba algo para plantar en la casa de la calle Mercedes.
La feria era una especie de circo, pero sin carpa principal. Empezaba por las frutas y verduras. Ahí ya el changuito estaba lleno. Después pasábamos por el paraíso de la quesería. Don Oscar siempre me daba un pedacito de queso o alguna aceitunita. Nunca más volví a comer aceitunas de ese tamaño, se los juro. Al final estaban las pescaderías con un olor tan fuerte que creo que me hizo odiar el pescado para siempre.
Una mañana de otoño, Taca llevó dos changuitos en vez de uno. Los cargó los dos hasta el tope. Mientras volvíamos mis quejas llegaron hasta tal punto que mi abuela confesó su temor: “Lo que pasa es que estamos en guerra con Inglaterra y no sé lo que puede pasar”.
Yo siempre había jugado a la guerra. Usaba el paraguas de mi vieja como rifle, una cantimplora enganchada en el pantalón y el casco rojo de la patineta. Jugaba a ser el sargento Sanders de la serie Combate. Mis objetivos eran la toma del comedor o patrullar la última pieza, donde dormían mi vieja y mi tía. Pero parece que esta vez la cosa iba en serio.
Llegamos a Mercedes con los dos changuitos y mi abuela llenó la parte de arriba de la alacena amarilla de la cocina. La guerra era lejos de Floresta, pero existía la posibilidad de que bombardeen Buenos Aires, eso decían.
En el colegio, yo estaba en segundo grado, me explicaron la importancia estratégica de dos islas en el sur del país. La maestra, llamémosla Marité, nos contó que las Malvinas eran la llave para dominar los océanos Atlántico y Pacífico. Nos pidieron que escribamos cartas para los soldados que estaban peleando. Yo no recuerdo haber escrito nada, pero si llevé chocolates y una bufanda marrón muy larga.
Desde ese momento tengo una especie de laguna. De la guerra no se habló más. Mi abuela fue vaciando la alacena amarilla de a poco. Nunca más usamos dos changuitos para ir a la feria y en el colegio usamos el salón de música para ver los partidos del Mundial 82. Yo empecé a soñar con conseguir en algún lado la figurita de Paolo Rossi, la más difícil del álbum.
Un par de años después en la peluquería de JR, le decíamos así por su parecido al malo de la serie Dinastía, pude ver algunas tapas de la revista GENTE. Yo no entendía muy bien la historia. Se contaba como un partido de fútbol. Parece que íbamos ganando, pero al final perdimos. Y así fue.
Taca iba adelante y siempre se robaba alguna plantita que le gustaba de los jardines de los vecinos. Un día un helecho, otro día una lavanda, siempre se llevaba algo para plantar en la casa de la calle Mercedes.
La feria era una especie de circo, pero sin carpa principal. Empezaba por las frutas y verduras. Ahí ya el changuito estaba lleno. Después pasábamos por el paraíso de la quesería. Don Oscar siempre me daba un pedacito de queso o alguna aceitunita. Nunca más volví a comer aceitunas de ese tamaño, se los juro. Al final estaban las pescaderías con un olor tan fuerte que creo que me hizo odiar el pescado para siempre.
Una mañana de otoño, Taca llevó dos changuitos en vez de uno. Los cargó los dos hasta el tope. Mientras volvíamos mis quejas llegaron hasta tal punto que mi abuela confesó su temor: “Lo que pasa es que estamos en guerra con Inglaterra y no sé lo que puede pasar”.
Yo siempre había jugado a la guerra. Usaba el paraguas de mi vieja como rifle, una cantimplora enganchada en el pantalón y el casco rojo de la patineta. Jugaba a ser el sargento Sanders de la serie Combate. Mis objetivos eran la toma del comedor o patrullar la última pieza, donde dormían mi vieja y mi tía. Pero parece que esta vez la cosa iba en serio.
Llegamos a Mercedes con los dos changuitos y mi abuela llenó la parte de arriba de la alacena amarilla de la cocina. La guerra era lejos de Floresta, pero existía la posibilidad de que bombardeen Buenos Aires, eso decían.
En el colegio, yo estaba en segundo grado, me explicaron la importancia estratégica de dos islas en el sur del país. La maestra, llamémosla Marité, nos contó que las Malvinas eran la llave para dominar los océanos Atlántico y Pacífico. Nos pidieron que escribamos cartas para los soldados que estaban peleando. Yo no recuerdo haber escrito nada, pero si llevé chocolates y una bufanda marrón muy larga.
Desde ese momento tengo una especie de laguna. De la guerra no se habló más. Mi abuela fue vaciando la alacena amarilla de a poco. Nunca más usamos dos changuitos para ir a la feria y en el colegio usamos el salón de música para ver los partidos del Mundial 82. Yo empecé a soñar con conseguir en algún lado la figurita de Paolo Rossi, la más difícil del álbum.
Un par de años después en la peluquería de JR, le decíamos así por su parecido al malo de la serie Dinastía, pude ver algunas tapas de la revista GENTE. Yo no entendía muy bien la historia. Se contaba como un partido de fútbol. Parece que íbamos ganando, pero al final perdimos. Y así fue.
sábado, 15 de marzo de 2008
El monstruo del pasaje Don Cristóbal
El barrio donde me crié está plagado de pequeños pasadizos que tienen un máximo de extensión de dos cuadras. Son los pasajes que, además, tienen nombres muchos más copados que las calles que recuerdan próceres muertos.
Mi prima vivía cerca de mi casa en un pasaje que se llama Jacarandá. Usábamos ese asfalto para aprender a patinar. Nuestro “patinando por un sueño” lo jugamos con unos de ruedas y tiras naranjas. Ibamos desde el Peugeot 404 bordó de mi tío Enrique hasta la calle Camarones. No podíamos pasar de esa cuadra porque el colectivo 25 era una gran amenaza.
El pasaje Haití, a la vuelta de mi casa, estaba vedado para mí. Yo era amigo de los chicos de Remedios de Escalada y la rivalidad con “Los Polacos” del pasaje era tremenda. Se disputaba en los desafíos al fútbol o en carreras de carritos con rulemanes.
Mar del Plata era otro pasaje que solía transitar. Ahí vivía el Cabezón. Un chico que a los 10 años tenía la fuerza de un hombre de 40, se los juro. En la puerta de su casa jugábamos al tenis. Los cuadrados de brea eran las líneas del court central del Pasaje Mar del Plata.
El Cabeza tenía una muñeca increíble para el simulacro de tenis que jugábamos. Imitábamos a Vilas y Clerc. Usábamos muñequeras, nos soplábamos las manos para lograr la concentración adecuada y mirábamos los encordados de nuestras raquetas de madera.
Ya de más grande cuando comencé a cruzar la frontera de las avenidas Juan B. Justo y Gaona, fuimos a dar con el Cabezón al pasaje Don Cristóbal.
En esa callecita de una cuadra se practicaba fútbol de alto nivel. Recuerdo a un muchacho, en ese momento de unos 11 años. Le decían Garcha, pero no piensen mal era sólo porque su apellido era García. Era imposible quitarle la pelota de los pies. Iba de arco a arco tirando paredes con el cordón o con las ruedas de los autos. Les juro que los pases entre Bochini y Bertoni no se comparan con la habilidad de Garcha.
Una tarde tuvimos un desafío con Los Polacos de Haití. Esta vez, el clásico se iba a jugar en la cancha de tierra del Poli. Todas nuestras esperanzas estaban en Garcha. No voy a relatarles el cotejo. Sólo les cuento que perdimos por un lapidario 5-0.
Claro ninguno de nosotros tenía la precisión de un cordón para devolverle una pared al monstruo del pasaje Don Cristóbal. Luego de la derrota lo vimos salir a Garcha con sus medias de tubo bajas y sus topper de lonas color marrón. Le pegó derecho por Mercedes, en silencio, hasta su casa.
Nunca volvió a ser el mismo. Años después, se decía en el barrio, emprendió una larga caminata. Su objetivo era llegar hasta California y convertirse en estrella de rock. Nunca más se supo de él.
Mi prima vivía cerca de mi casa en un pasaje que se llama Jacarandá. Usábamos ese asfalto para aprender a patinar. Nuestro “patinando por un sueño” lo jugamos con unos de ruedas y tiras naranjas. Ibamos desde el Peugeot 404 bordó de mi tío Enrique hasta la calle Camarones. No podíamos pasar de esa cuadra porque el colectivo 25 era una gran amenaza.
El pasaje Haití, a la vuelta de mi casa, estaba vedado para mí. Yo era amigo de los chicos de Remedios de Escalada y la rivalidad con “Los Polacos” del pasaje era tremenda. Se disputaba en los desafíos al fútbol o en carreras de carritos con rulemanes.
Mar del Plata era otro pasaje que solía transitar. Ahí vivía el Cabezón. Un chico que a los 10 años tenía la fuerza de un hombre de 40, se los juro. En la puerta de su casa jugábamos al tenis. Los cuadrados de brea eran las líneas del court central del Pasaje Mar del Plata.
El Cabeza tenía una muñeca increíble para el simulacro de tenis que jugábamos. Imitábamos a Vilas y Clerc. Usábamos muñequeras, nos soplábamos las manos para lograr la concentración adecuada y mirábamos los encordados de nuestras raquetas de madera.
Ya de más grande cuando comencé a cruzar la frontera de las avenidas Juan B. Justo y Gaona, fuimos a dar con el Cabezón al pasaje Don Cristóbal.
En esa callecita de una cuadra se practicaba fútbol de alto nivel. Recuerdo a un muchacho, en ese momento de unos 11 años. Le decían Garcha, pero no piensen mal era sólo porque su apellido era García. Era imposible quitarle la pelota de los pies. Iba de arco a arco tirando paredes con el cordón o con las ruedas de los autos. Les juro que los pases entre Bochini y Bertoni no se comparan con la habilidad de Garcha.
Una tarde tuvimos un desafío con Los Polacos de Haití. Esta vez, el clásico se iba a jugar en la cancha de tierra del Poli. Todas nuestras esperanzas estaban en Garcha. No voy a relatarles el cotejo. Sólo les cuento que perdimos por un lapidario 5-0.
Claro ninguno de nosotros tenía la precisión de un cordón para devolverle una pared al monstruo del pasaje Don Cristóbal. Luego de la derrota lo vimos salir a Garcha con sus medias de tubo bajas y sus topper de lonas color marrón. Le pegó derecho por Mercedes, en silencio, hasta su casa.
Nunca volvió a ser el mismo. Años después, se decía en el barrio, emprendió una larga caminata. Su objetivo era llegar hasta California y convertirse en estrella de rock. Nunca más se supo de él.
El nene y el piano están en peligro
Los chicos suelen escuchar frases inconvenientes en momentos justos. Eso en las películas sirve para hacer avanzar la trama. El secreto revelado soluciona problemas a los guionistas. En la vida real también sucede y con mucha más crudeza que en los films.
Yo tenía unos 12 años cuando escuche en la cocina de mi casa de Floresta como mi abuelo le decía a mi abuela “este año no lo paso”, mientras mi tía intentaba curarle una úlcera en uno de los pies con agua de alibur. Dijeron los médicos que sus pulmones no aguantaron todo el polvo de cal que tragó en el corralón de materiales. Y el viejo no pasó ese año nomás. Era 1987.
Pero esta no fue la única vez que escuche detrás de las puertas cual Maxwell Smart. Ahora les cuento.
Mi mamá y mi tía tenían dos amigos o pretendientes podríamos llamarlos. El gordo Félix y el petiso Raimundo. Queda a la libre imaginación como se repartían el corazón. Dos seres increíbles que pasaban horas sentados en los sillones verdes del living de Floresta, mientras devoraban el café y el strudel que preparaba mi abuela.
Félix pesaba unos 150 kilos, no les miento, y tenía un bigotito finito y el peinado digno de una película de Fellini. Intentaba disimular el poco pelo con un desmechado sobre la frente. Raimundo estaba enfermo de los riñones. Era muy petiso en serio y tenía unas ojeras enormes que a mí me asustaban.
Eso sí, sus autos eran imponentes. Félix tenía un Falcón azul exageradamente brillante y el pitufo un Taunus Ghía exageradamente grande y de color amarillo huevo. Lo estacionaban en la puerta de Mercedes uno detrás del otro. Compartían la cuadra con el chevy taxi de Omar, con el Torino del Pollín y con el Valiant blanco de mi abuelo. Sí, Mercedes entre Haití y Remedios Escalada parecía los boxes de una carrera de TC.
Pero volvamos al chico espía. Una noche me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a la puerta del comedor que estaba entornada. Jugando a ser el Superagente 86 apoyo mi oreja en la puerta. Ahí estaban Félix, Raimundo, mi tía y mi mamá llorando. “Tengo miedo, yo sé que en cualquier momento pueden venir, me matan y se llevan al nene y el piano”, tiró de un sopetón mi vieja.
Corrí hacia la cama me acosté y me tapé con la sabana que más me gustaba, la que tenía dibujos de veleros y era celeste como el mar. Creo que fue la primera noche de mi vida que tuve insomnio. Ni cuando esperaba la salida de campo del colegio dormía tan poco.
Mi vieja tenía miedo de que alguien viniera y se llevase a su hijo y al piano del comedor. ¿Quién? ¿Por qué al piano? Yo me imaginaba a señores vestidos de oscuro con escopetas largas. Su jefe seguro era el malvado Sigfrido, el de KAOS, ¿se acuerdan?
Al otro día mi abuela me cantó, me levanté, hice mi tradicional fondo blanco lácteo y me fui al colegio. Corría el año 1980.
Yo tenía unos 12 años cuando escuche en la cocina de mi casa de Floresta como mi abuelo le decía a mi abuela “este año no lo paso”, mientras mi tía intentaba curarle una úlcera en uno de los pies con agua de alibur. Dijeron los médicos que sus pulmones no aguantaron todo el polvo de cal que tragó en el corralón de materiales. Y el viejo no pasó ese año nomás. Era 1987.
Pero esta no fue la única vez que escuche detrás de las puertas cual Maxwell Smart. Ahora les cuento.
Mi mamá y mi tía tenían dos amigos o pretendientes podríamos llamarlos. El gordo Félix y el petiso Raimundo. Queda a la libre imaginación como se repartían el corazón. Dos seres increíbles que pasaban horas sentados en los sillones verdes del living de Floresta, mientras devoraban el café y el strudel que preparaba mi abuela.
Félix pesaba unos 150 kilos, no les miento, y tenía un bigotito finito y el peinado digno de una película de Fellini. Intentaba disimular el poco pelo con un desmechado sobre la frente. Raimundo estaba enfermo de los riñones. Era muy petiso en serio y tenía unas ojeras enormes que a mí me asustaban.
Eso sí, sus autos eran imponentes. Félix tenía un Falcón azul exageradamente brillante y el pitufo un Taunus Ghía exageradamente grande y de color amarillo huevo. Lo estacionaban en la puerta de Mercedes uno detrás del otro. Compartían la cuadra con el chevy taxi de Omar, con el Torino del Pollín y con el Valiant blanco de mi abuelo. Sí, Mercedes entre Haití y Remedios Escalada parecía los boxes de una carrera de TC.
Pero volvamos al chico espía. Una noche me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a la puerta del comedor que estaba entornada. Jugando a ser el Superagente 86 apoyo mi oreja en la puerta. Ahí estaban Félix, Raimundo, mi tía y mi mamá llorando. “Tengo miedo, yo sé que en cualquier momento pueden venir, me matan y se llevan al nene y el piano”, tiró de un sopetón mi vieja.
Corrí hacia la cama me acosté y me tapé con la sabana que más me gustaba, la que tenía dibujos de veleros y era celeste como el mar. Creo que fue la primera noche de mi vida que tuve insomnio. Ni cuando esperaba la salida de campo del colegio dormía tan poco.
Mi vieja tenía miedo de que alguien viniera y se llevase a su hijo y al piano del comedor. ¿Quién? ¿Por qué al piano? Yo me imaginaba a señores vestidos de oscuro con escopetas largas. Su jefe seguro era el malvado Sigfrido, el de KAOS, ¿se acuerdan?
Al otro día mi abuela me cantó, me levanté, hice mi tradicional fondo blanco lácteo y me fui al colegio. Corría el año 1980.
miércoles, 12 de marzo de 2008
El campeón de la copa de leche 1978
A los 4 años yo vivía con mi vieja, mi tía, mi abuela y mi abuelo. La dictadura generó las primeras familias disfuncionales de este país. Iba al jardín de una escuela pública y mi abuela me despertaba cantando (levántese contento, contento...Levántese contento que el día ya empezó).
Me sentaba en la mesa de la cocina y me tomaba mi vaso de leche con Nesquik (no es chivo). Mi abuela me gritaba campeón, mientras me levantaba el brazo como a un boxeador. Y "Campeón" era la palabra que estaba escrita en una enorme bandera argentina colgada de la pared amarilla de la cocina de la casa de Floresta. Me alegraba, Pensaba que ese "campeón" sobre la tela era por mi adicción a tomarme el vaso de leche de un saque.
Mi vieja me llevaba al jardín. Caminábamos por Mercedes, el pasaje Haití, Gualeguaychú, Juan B. Justo, Sanabria y Gaona. no se crean que eran muchas cuadras, era puro zig zag.
Yo iba con mi delantal a cuadros azul y blanco y mi vieja con un vestido celeste. A nuestro paso, todos los balcones embanderados con los mismos colores y con la palabra campeón. Mi abuela era regrossa, pensaba, había decorado todo el barrio para en mi honor.
Después vi al abuelo y a un tío gritar goles como desaforados frente al Tonomac blanco y negro. Les juró que me asusté de verdad. Nos subimos al Valiant blanco con la bandera que mi abuela Taca había hecho para mí y salimos a los bocinazos por Mercedes. Vi miles de personas en las calles al grito de dale campeón. Pero esos vítores ya no eran para mis fondos blancos lácteos.
Me sentaba en la mesa de la cocina y me tomaba mi vaso de leche con Nesquik (no es chivo). Mi abuela me gritaba campeón, mientras me levantaba el brazo como a un boxeador. Y "Campeón" era la palabra que estaba escrita en una enorme bandera argentina colgada de la pared amarilla de la cocina de la casa de Floresta. Me alegraba, Pensaba que ese "campeón" sobre la tela era por mi adicción a tomarme el vaso de leche de un saque.
Mi vieja me llevaba al jardín. Caminábamos por Mercedes, el pasaje Haití, Gualeguaychú, Juan B. Justo, Sanabria y Gaona. no se crean que eran muchas cuadras, era puro zig zag.
Yo iba con mi delantal a cuadros azul y blanco y mi vieja con un vestido celeste. A nuestro paso, todos los balcones embanderados con los mismos colores y con la palabra campeón. Mi abuela era regrossa, pensaba, había decorado todo el barrio para en mi honor.
Después vi al abuelo y a un tío gritar goles como desaforados frente al Tonomac blanco y negro. Les juró que me asusté de verdad. Nos subimos al Valiant blanco con la bandera que mi abuela Taca había hecho para mí y salimos a los bocinazos por Mercedes. Vi miles de personas en las calles al grito de dale campeón. Pero esos vítores ya no eran para mis fondos blancos lácteos.
La memoria y el ropero de la abuela
Abrí el blog hace unas semanas y recién hoy se me ocurre cómo empezar.
Mi memoria es como ese ropero que tenía mi abuela en nuestra casa de Floresta, ya les contaré sobre esa casa, sus espíritus y su pieza de la terraza. Entonces, los recuerdos están en esos cajones y puertas de ese ropero. La idea es abrir, ver qué hay y contarlo.
Si mi plan no tiene alteraciones, el barrio de Floresta durante la dictadura se llevarán las primeras entradas (creo que se dice así). Así van a pasar mis miedos de nene, los festejos del mundial y mi viaje a Brasil a visitar a un papá exiliado.
Ya sé que no descubro nada, pero lo tengo que decir: la memoria tiene recovecos raros. Imaginen a un nene de dos años dormido en el asiento de atrás de un Renault 12, mientras sus viejos ven una película en un autocine. Ese recuerdo está en mi cabeza y fue chequeado con mi mamá. Se los juro creanme. Así mi cerebro, en general cuando tengo insomnio, empieza a laburar horas extras. Aparecen olores, frases, texturas y todo eso. Así que bueno...veremos qué pasa. Allá vamos.
Me olvidaba, quiero aclarar algunas cosas: no todo lo que estará escrito será real y voy a cambiar los nombres de mis amigos que participan de mis recuerdos.
Mi memoria es como ese ropero que tenía mi abuela en nuestra casa de Floresta, ya les contaré sobre esa casa, sus espíritus y su pieza de la terraza. Entonces, los recuerdos están en esos cajones y puertas de ese ropero. La idea es abrir, ver qué hay y contarlo.
Si mi plan no tiene alteraciones, el barrio de Floresta durante la dictadura se llevarán las primeras entradas (creo que se dice así). Así van a pasar mis miedos de nene, los festejos del mundial y mi viaje a Brasil a visitar a un papá exiliado.
Ya sé que no descubro nada, pero lo tengo que decir: la memoria tiene recovecos raros. Imaginen a un nene de dos años dormido en el asiento de atrás de un Renault 12, mientras sus viejos ven una película en un autocine. Ese recuerdo está en mi cabeza y fue chequeado con mi mamá. Se los juro creanme. Así mi cerebro, en general cuando tengo insomnio, empieza a laburar horas extras. Aparecen olores, frases, texturas y todo eso. Así que bueno...veremos qué pasa. Allá vamos.
Me olvidaba, quiero aclarar algunas cosas: no todo lo que estará escrito será real y voy a cambiar los nombres de mis amigos que participan de mis recuerdos.
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